Copérnico discutió mucho tiempo, solo contra los otros dos, o más bien solo contra todos. Porque todos, Rheticus, Giese, Melanchthon, Dantiscus, Lutero, Schöner, los reyes, los príncipes y los papas del pasado, el presente y el futuro, están convencidos de que la finalidad de la astronomía es descubrir las claves de la historia y predecir el futuro. Todos excepto él, Copérnico, a quien le traía sin cuidado. Costó mucho llegar a un compromiso. Cada palabra de aquel pasaje sobre los imperios fue sopesada, discutida y modificada, de modo que el lector comprendiera bien que aquella opinión y aquellas predicciones pertenecían al autor del libro, y no al «excelente maestro» cuyos descubrimientos y trabajos evocaba.
Por fin, al cabo de quince días, la Primera exposición satisfizo a las tres partes. Rheticus consideró que aquel era el momento oportuno para presentar a los dos viejos eclesiásticos el homenaje que rendía a su hospitalidad, un «Elogio de Prusia» del que se sentía muy orgulloso.
– En este elogio he abandonado a Urania, musa de la astronomía, para colocarme bajo la égida de la de los himnos, Polimnia, y la de la historia, Clío -explicó con falsa modestia, antes de empezar su lectura.
No había acabado la primera estrofa cuando Copérnico rompió a reír:
– ¡Prusia la nueva Rodas, hija de Venus y el mar, amante de Apolo! ¡Ah, caballero, no son ni Polimnia ni Clío las que te inspiran, sino Talía, la musa de la comedia!
– Déjale continuar -protestó Giese-. Además, tú nunca has tenido el menor gusto por la poesía y las bellas letras.
– Ni el menor gusto, te lo concedo, pero sí un gran disgusto.
Rheticus reprimió su cólera y siguió su lectura, evitando mirar el temblor de los hombros de su maestro y las lágrimas que corrían por sus mejillas y su barba canosa, a fuerza de contener la risa. El resto del elogio era del mismo género: un empacho mitológico, en el que los más prominentes católicos de Prusia eran descritos como el Areópago ateniense, y el capítulo de Frauenburg como una nueva Academia cuyo Sócrates era, por supuesto, Copérnico, lo que daba a entender que él mismo, Rheticus, era Platón. Aquel galimatías revelaba, sin embargo, una gran habilidad, una pillería sutil. Al describir a los luteranos los obispados de Prusia como un oasis de paz y prosperidad, un paraíso de las artes y las letras en el seno de una Cristiandad desgarrada, demostraba que el heliocentrismo no era ni papista ni reformado, sino que se situaba en otro lugar, por encima de los conflictos, en un Olimpo no situado en Roma ni en Wittenberg.
Giese lo comprendió muy bien, como comprendió también que el conjunto iba además dirigido a Copérnico para incitarlo a llevar por fin a la imprenta las Revoluciones. Porque no iban a provocar la guerra, sino la paz universal en una Tierra que giraría feliz alrededor del gran Sol, tabernáculo de Dios.
Copérnico, por su parte, fingía no haberse dado cuenta de ello. Se empeñaba en discutir cuestiones de detalle y abrumaba a su in feliz discípulo con sus sarcasmos, con el objetivo de ganar algo de tiempo y retrasar puerilmente el momento fatal en el que habría de dar su imprimatur.
– ¿Por qué firmas la dedicatoria con el nombre de Antínoo? ¿Es que Schöner es tu emperador Adriano y tú su efebo? Hace tiempo que he comprendido, caballero, que no amas a las mujeres. Peor para ti, no sabes lo que es bueno, y mejor para nosotros, que nos aprovechamos de lo que tú desdeñas. Con todo, respeto tus inclinaciones, sin compartirlas en lo más mínimo. Pero no me gustaría nada que ese «Antínoo» inoportuno me convirtiera en sospechoso de ser, no sólo tu «excelente maestro», como me haces el honor de llamarme, sino además tu amante vieja. La calumnia me ha salpicado en más de una ocasión, a lo largo de mi vida, y empiezo a estar cansado de ella.
Rheticus hubo de morderse los labios hasta hacerse sangre, para retenerse y no saltar al cuello de aquel viejo odioso. Por fin respondió, con voz temblorosa:
– No se alude aquí ni a Adriano ni a su favorito. El Antínoo que evoco era el mejor y más fiel discípulo de Platón. Como yo me enorgullezco de ser el suyo.
Copérnico hizo un gesto con la mano para indicar que el asunto carecía de importancia. Ése fue su único imprimatur, y después se desinteresó de la cuestión. Rheticus quería dar a imprimir su Primera exposición en el taller de Wittenberg que había editado antes las Noventa y cinco tesis de Lutero. Giese la convenció de que no lo hiciera: aunque Melanchthon diera su aprobación, sería Roma entonces la que sospechara de las simpatías religiosas del canónigo de Frauenburg, que corría el riesgo de perder la amistad y el apoyo del Papa. Así pues, el obispo convenció al caballero de que editara la obra en la imprenta de Danzig. Después de todo, argumentó, mostrar que las imprentas prusianas eran por lo menos tan buenas como las demás ¿no era abundar con un ejemplo en el elogio final de la obra?
Lo que Giese se guardó de comunicar a Rheticus era que él mismo había contribuido generosamente a la fundación de aquel taller, y que ahora percibía los dividendos.
A partir de ese momento, las cosas fueron muy deprisa. Mientras Copérnico volvía a recluirse en su torre y Giese en su palacio episcopal, Rheticus se puso en campaña y recorrió en todas las direcciones los grandes caminos prusianos. Acudió primero a Danzig, donde fue alojado por el burgrave, amigo de Giese y admirador de Copérnico, y allí negoció con el único impresor de aquel gran puerto, que le confesó, en confianza, que seguía profesando a Lutero en secreto, y le ofreció encargarse gratuitamente de la impresión separada de cinco ejemplares de los dos primeros cuadernos. Para obtener más ventajas de él, Rheticus le contó que su padre era judío, seguro de que el del otro lo era también. Lo era. Pero el autor de la Primera exposición no se atrevió a buscar con el artesano más puntos en común que los religiosos o los relativos a la adhesión de ambos al heliocentrismo: el impresor era un prudente y virtuoso padre de familia. Cuando salieron de la imprenta los tirajes separados, Rheticus envió dos de ellos a Nuremberg para Schöner, uno a Montpellier para Gasser y uno a Wittenberg para Melanchthon. Luego ordenó a Heinrich Zell que vigilara la buena marcha de la impresión del resto. Al menos en aquello podía confiar en él. Colocó entonces en sus alforjas los restantes escritos, así como el mapa de todas las Prusias admirablemente trazado por su ayudante, y marchó hacia el este para difundir el pensamiento copernicano.
En Heilsberg, Dantiscus lo acogió como a un hijo ausente desde hacía mucho tiempo. Leyó con avidez los dos cuadernos de la Primera exposición, se esponjó de felicidad con la lectura de la predicción sobre los imperios, le hizo trazar su carta astral y le confió una nueva embajada para el gran duque de Prusia. Antes de despedirle, le pidió también que intercediera ante Copérnico para que éste le enviara por fin una copia de las Revoluciones. La petición era sincera, Rheticus se convenció de ello. Sobre todo porque el obispo de Ermland había dado una garantía importante: cerraría los ojos en adelante sobre el escandaloso concubinato de su canónigo de Frauenburg. Dantiscus se había pasado al campo del heliocentrismo, sin más segunda intención que el conocimiento de que el propio papa Paulo III era su más ferviente partidario. Rheticus juró al prelado que haría algo mejor que enviarle una copia del manuscrito: arrancaría a su maestro la autorización para hacer imprimir el nuevo almagesto. El obispo exhibió entonces los remilgos de una señorita que enseña a su vieja nodriza su primera labor de bordado: