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– Tal vez usted ya lo sabe, mi querido caballero, pero en ocasiones me dejo tentar por la poesía. Y he compuesto una pequeña oda a la danza de los planetas, que tal vez ponga una nota de fantasía en la ardua obra del gran sabio que es honra de mi obispado…

Rheticus leyó el poema, se asombró de su belleza, «digna de Horacio y el Ariosto juntos», y prometió publicarla en el frontispicio de las Revoluciones, mientras se preguntaba cómo iba a imponer aquel bodrio a Copérnico.

En Königsberg, la hospitalidad fue igualmente calurosa, sobre todo porque Alberto de Prusia quedó muy satisfecho del mapa trazado por Zeli, pero que él creía obra de Rheticus. Contrariamente a lo que había insinuado Copérnico, interpretó a la perfección el documento. Y también comprendió, después de la lectura de las predicciones sobre los imperios, la importancia de la nueva teoría del movimiento de los planetas. El gran duque prometió entonces a Rheticus que presionaría a Melanchthon -el gordo Lutero, ahogado en cerveza y en sus peleas con el diablo, ya no contaba para nada-, para que éste no pusiera trabas a la difusión de las hipótesis del canónigo de Frauenburg. También el último gran maestre de los caballeros teutónicos había sido conquistado.

Rheticus regresó triunfante a Danzig. Allí lo esperaba su Narratici prima, su Primera exposición, perfectamente compuesta, olorosa aún a tinta fresca, a cola de pez y a papel satinado. Mientras tanto Georg Vogelinus, un filósofo y médico célebre al que Aquiles Gasser había remitido uno de los ejemplares impresos aparte, había enviado unos versos muy elocuentes, que fueron colocados en el frontispicio de la obra de Rheticus: «Este opúsculo encierra cosas que fueron desconocidas a los hombres destacados de la Antigüedad y que serán admiradas por los genios de nuestra época. Se muestra en él, a través de consideraciones novedosas, la razón de la armonía que reina en los movimientos celestes, y se asigna movimiento a la Tierra, antes considerada inmóvil. Que la Antigüedad docta sea celebrada, a justo título, por la invención de las artes; pero no se niegue los elogios, ni la gloria, a los descubrimientos recientes o a los estudios nuevos. Las modernas investigaciones no temen el juicio ni la crítica severa de las mentes ilustradas. Su único obstáculo es la malignidad de la envidia. ¡Pero qué importa la envidia! Si este trabajo cuenta con un número de personas que lo aprueben, por pequeño que sea, ¡eso será suficiente, si ha gustado a los verdaderos sabios!»

Mejor aún, Zell le tendió una carta de Melanchthon que le comunicaba su nombramiento para el cargo de decano de la Universidad de Wittenberg, donde tendría plena libertad para enseñar lo que deseara, incluso las teorías más heterodoxas. Joachim Rheticus emprendió entonces el camino de regreso. Su búsqueda había concluido.

Pese a todo, dio un rodeo para pasar por Frauenburg y permaneció allí una semana. Fueron siete días deliciosos. Rheticus se creía casi vuelto a su hogar, entre papá y mamá. En efecto, Ana Schillings se había vuelto a instalar allí, después de dos años de clandestinidad en la mansión de Mehisack. Su viejo amante sabía que en adelante Dantiscus la dejaría en paz. Una semana de felicidad junto a ella y junto a Nicolás, que ya no le llamaba caballero, sino Joachim. Le dolió tener que dejarlos, al acercarse la fecha de la apertura del nuevo curso universitario. En el umbral de la torre, cuando ya la calle mayor se llenaba de mercaderes ambulantes y abrían sus puertas los comercios, Rheticus se postró a los pies de Copérnico, le tomó las manos, que humedeció con sus lágrimas, y le suplicó:

– Padre, padre, publique sus Revoluciones. El mundo aguarda, el mundo espera. Sin usted, la Tierra seguiría inmóvil sobre las rodillas de Tolomeo.

El viejo canónigo posó la mano sobre su cabeza, como para bendecirlo, y le dijo en tono suave:

– Déjame reflexionar sobre eso, Joachim. Tenemos tiempo, y es todo lo que tenemos. El tiempo. Pero tú, sigue tu camino. Enseña. Enseña la Verdad. Vete ahora, hijo, y haz lo que debes.

Cuando su discípulo se hubo marchado, Copérnico dijo a Radom que subiera dos sillones a la terraza de la torre y sirviera allí el almuerzo para Ana y para él. En aquel mediodía de verano de 1540 el aire era particularmente templado, gracias a una suave brisa que venía de tierra. Con las piernas extendidas sobre unos taburetes persas, y protegidos del fresco por capas de piel, dándose las manos, Ana y Nicolás se divirtieron como dos niños compitiendo a ver quién escupía más lejos los huesos de las olivas que les había enviado el cardenal de Capua, su eminencia Schönberg. Cuando se cansó de aquel juego, Copérnico suspiró, soltó la mano de su compañera y dijo:

– Ya lo ves, mi dulce amiga, no soy de este tiempo, no pertenezco a esta época. Dios tendría que haberme hecho nacer en Sanios o en Crotona, al lado de Pitágoras; en Siracusa, en compañía de Arquímedes, o en Egipto. Theón de Alejandría me habría ofrecido a su hija, que se parecería extraordinariamente a ti, mi tierna Hypatia. No, ni soy de este tiempo ni lo entiendo. Hermes Trismegisto maldijo la invención de la escritura, que, decía él, mata la memoria, que es lo que caracteriza al hombre. Se equivocó. Yo digo que la imprenta es la más terrible de las armas que el hombre vuelve contra sí mismo. Y me equivoco, es Rheticus quien tiene razón. Ya no sé nada. Ana, mi Hypatia, desde la primera vez que te hablé, nunca te he preguntado lo que pensabas: ¿he de hacer imprimir las Revoluciones, a riesgo de arrasar el mundo a sangre y fuego, o debo continuar callado y dejar que corran los rumores, que la calumnia crezca, que la necedad multiplique las elucubraciones? Piénsalo despacio, sopesa el pro y el contra, y dámelo por escrito si no te atreves a decírmelo de viva voz.

– Ya está pensado. Imprime, mi amor, imprime -respondió Ana-. Haz lo que debes.

Nicolás se levantó con esfuerzo de su sillón, bajó la escalera hasta su biblioteca, y escribió un corto mensaje para Rheticus que confió, tan pronto como se secó la tinta, a Radom, por temor a arrepentirse de su decisión. Luego, como Cortés después de quemar sus naves, informó a Giese, a Dantiscus, a Schönberg y también al Papa de la próxima impresión de las Revoluciones de los cuerpos celestes.

Rheticus no tardó en regresar. Su cargo de decano en Wittenberg le dejaba plena libertad, de modo que confió sus cursos a su colega y competidor vencido, Erasmus Reinhold, al que Melanchthon había dado asimismo autorización para enseñar la teoría de Copérnico, con la única condición de no pronunciarse a favor ni en contra del canónigo polaco frente a Tolomeo.

Tan pronto como se hubo instalado en la torre de Frauenburg, Rheticus escuchó durante largo rato las instrucciones de su maestro. Fueron prolijas. Copérnico no había realizado en persona más que veintisiete observaciones fiables, jalonadas a lo largo de un período de treinta y dos años. Y nunca había podido ver Mercurio, demasiado cercano al Sol al amanecer o en el crepúsculo, y cubierto por las nieblas de la laguna. Así pues, Copérnico exigió a Rheticus, para empezar, que buscara todas las observaciones planetarias en las tablas de los autores antiguos, para ver si, al copiarlas, no había cometido ningún error; y otro tanto le pidió de las de los demás astrónomos de la época, como Waltherus y Schöner. Después, había de calcular la longitud de Marte durante un período de quince siglos, desde el presupuesto de que el planeta rojo giraba alrededor del Sol en el cuarto lugar, detrás de la Tierra, y ya no alrededor de la Tierra en quinto lugar, detrás del Sol.