Con sus pómulos muy altos y los pesados párpados que velaban su mirada, el barón Glimski tenía el aspecto de un cuervo.
– Levántate, buen Nicolás -dijo el rey con voz dulce-, y siéntate a mi lado. Sé que has sabido conservar la cabeza fría durante toda esa historia. Tu buen primo Philip, que desde luego no es una lumbrera de la Cristiandad pero que posee un talento muy agradable para narrar historias, me ha contado toda la aventura. Yo me habría reído con ganas al acordarme de mi loca juventud, pero no en las circunstancias actuales. ¡Levántate, te digo!
El estudiante obedeció y tomó asiento en el borde del taburete que le había señalado el rey. Tenía la impresión de que sus huesos crujían por todas partes. ¡Philip! ¡Traidor! De modo que contaba sus menores actos y gestos al teniente general, al rey, al tío Lucas. Nicolás se prometió decir a su primo lo que pensaba de él, en cuanto tuviera una oportunidad.
– Finalmente hemos conseguido hacer olvidar el incidente -continuó el barón-. No sin dificultades. Pero en lo que se refiere a su hermano…
Dejó la frase en suspenso, como una amenaza.
– No sé adónde pudo haber huido -suplicó Nicolás-. Perdonadle, Majestad. Yo os prometo que en adelante lo vigilaré y sabré mantenerlo en el camino recto. Es débil, pero creo que ejerzo sobre él una buena influencia…
– Será inútil -le interrumpió Glimski-. Habíamos alertado a monseñor el obispo el día mismo del incidente. Y esta mañana, uno de sus mensajeros me ha pedido que lo devolvamos cuanto antes a Thorn. Tal vez a estas horas ya le han echado el guante dos de mis hombres. Ha debido de refugiarse en la casa de su amante…
– ¿Su amante? -exclamó Nicolás.
El rey le sonrió con cierta ironía.
– ¡Ah, mi buen Nicolás! Vigilas muy mal a tu querido hermano mayor. Toda la ciudad, e incluso su rey, y ya es decir, conoce su relación con Philomena, la bella napolitana cuyos favores, un tanto ajados para mi gusto, disputa a monseñor Pasolesi, el legado en Polonia de Su Santidad Inocencio VIII.
Nicolás creyó desmayarse de estupor y de rabia. ¿En qué avispero había ido a meterse Andreas? Y a él mismo ¿qué suerte le reservaba su tío? Como si hubiera leído en sus pensamientos, el teniente general del mariscalato intervino de nuevo:
– Hemos explicado con detalle a monseñor su tío el papel benéfico desempeñado por usted en este penoso asunto. Así pues, puede proseguir sus estudios…
– Con tanta brillantez como hasta hoy -interrumpió el rey-. Y a fe mía, algún día que yo no veré y que deseo lo más tardío posible para el querido Lucas, serás un obispo de Ermland muy presentable. ¡O un Papa! Por más que nunca ha habido un Papa polaco, ¡y nunca lo habrá! -Casimiro IV soltó una gran carcajada, que se transformó de súbito en una mueca de dolor-: ¡Ay, va a reventar, eso va a reventar! Glimski, llama al doctor Faust. ¡Y dejadme!
Después de abandonar la salita de las audiencias, en la que habían entrado apresurados los médicos, el teniente general agarró con bastante violencia a Nicolás por el brazo:
– Muchacho, te he sacado de un mal paso y voy a pedirte un pequeño servicio a cambio. ¿Conoces a uno de tus condiscípulos, un prusiano, Othon, llamado Aquiles de Hohenzollern?
– Sí, de vista. Es un muchacho enfermizo y taciturno. Un poco arrogante, también. No tengo trato con él. O mejor dicho, es él quien no tiene trato con nosotros los polacos, como nos llaman.
– Pues bien, no sólo vas a tener trato con él, sino que vas a convertirte en su mejor amigo. Es hijo del burgrave de Brandenburgo, que intenta hacerse con el mando de la orden de los caballeros teutónicos. Te ganarás su confianza. Y me informarás hasta de sus frases más anodinas, y de las personas con las que habla. Si además puedes acceder a su correspondencia… Tu tío me ha dado permiso. Y también el rey…
Glimski no necesitó decir más. Nicolás había comprendido a la perfección el papel que le pedían que desempeñara: el de espía. A fin de cuentas, se dijo mientras regresaba a su casa, no le disgustaba. Incluso lo excitaba un poco.
Contrariamente a lo que esperaba, no le costó nada entrar en la intimidad de Othon von Hohenzollern. Su familia acumulaba más y más poder en su feudo del Norte, hasta un punto inquietante en los aledaños de la Prusia polaca. En cambio, el joven era despreciado por los estudiantes que se consideraban de nacionalidad alemana, de hecho bávaros que miraban a los nativos de las regiones septentrionales de Brandenburgo o Mecklenburgo como a bárbaros germánicos, por no llamarlos godos. Además, todo el mundo sabía que los actuales Hohenzollern procedían de un oscuro linaje de la pequeña nobleza, de las cercanías de Nuremberg.
A pesar de su sobrenombre de Aquiles, Othon no tenía nada de un valiente guerrero ni de un junker. Era un muchacho enclenque, y lo que Nicolás había tomado por arrogancia no era más que una terrible timidez que le hacía tartamudear. Cuando Copérnico lo abordó, con el pretexto de que le dejara copiar los apuntes de una clase de derecho canónico a la que había faltado, Aquiles, ruborizado como una doncella, le confesó su admiración por el trío inseparable conocido en el colegio como «los tres hijos del obispo de Ermland». ¡Le gustaría tanto participar en sus algaradas y diversiones! Nicolás se echó a reír con ganas y dio una fuerte palmada en la espalda del hombre destinado a convertirse un día en burgrave y gran maestre de los caballeros teutónicos. Aquiles vaciló al recibir aquel golpe propinado por el nativo de Thorn, y luego expresó su tristeza por la marcha de Andreas:
– Sin él, ya nada será lo mismo en el colegio Maius -suspiró.
– ¡Pues bien, tú vas a reemplazarlo! ¡Eh, Philip! ¿Qué tal si vamos a beber una cerveza con nuestro nuevo amigo en «Aquí mejor que enfrente»?
A partir de ese momento, Aquiles de Hohenzollern siguió a Copérnico como un perro a su amo. Se lo contaba todo, le hacía confidencias sobre su árida y triste infancia en Königsberg, sin madre, sin la menor presencia femenina, sin la menor ternura, rodeado de militares borrachos y apestosos en sus armaduras, que sólo se quitaban para dormir. Enseñaba a su nuevo amigo las cartas que le enviaba su tío, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el peor enemigo del obispo de Ermland. No eran más que recomendaciones sobadas, «no te juntes más que con los mejores alumnos de tu clase, sé respetuoso con tus profesores», trufadas de solecismos y barbarismos, y puntuadas por adagios y proverbios campesinos, «diez coronas gastadas en un misal valen más que un zloty gastado en la taberna, pero una oración cada noche vale más que un misal…». Cuando comunicaba su contenido al teniente general del mariscalato, Nicolás se preguntaba en que podían resultar útiles aquellas bobadas al barón Glimski y la salvaguarda de Polonia. Pero aquello cada vez le divertía más.
Por el contrario, lo que le divertía mucho menos eran los paseos nocturnos fuera de las murallas, a las que lo arrastraba Aquiles ahora que había vuelto la primavera. El muchacho enfermizo, «ese alfeñique» como lo llamaba un Philip algo celoso, se colgaba del brazo de Nicolás; a veces le tomaba la mano en la suya, flaca y húmeda. Lo obligaba a sentarse en lo alto de un talud y a contemplar el cielo nocturno, en aquella tibia primavera.
– Mira, Nicolás, la Luna está llena. ¿Quién puede decir cuál es su curso alrededor de nuestra madre la Tierra? Y Marte, esa estrella vagabunda, mira qué brillo rojo. ¿Quién sabe si allá arriba viven hombres como nosotros? ¿Eh? ¿Quién sabe?