– Y además -le dijo Copérnico con desenfado-, si pudieras eliminar alguno de sus epiciclos, caballero, tendrías derecho a mi gratitud eterna.
Fue una pesadilla que duró dos largos meses. El caprichoso astro vagabundo parecía pasearse sin ningún objetivo por el espacio, alejarse, volver, retroceder, detenerse en su camino. Y el infeliz Rheticus, para salvar las apariencias, no podía sino multiplicar los epiciclos en lugar de reducirlos. Una noche estuvo a punto de volverse loco, y mientras en la torre todos dormían, creyó que un espíritu maligno le asía de los cabellos y le golpeaba la frente contra el dintel de la puerta, hasta hacerle perder el sentido. Cuando despertó, tenía la frente tumefacta y con moretones.
– Mira que te avisé de que prestaras atención, caballero, que la puerta de tu habitación es demasiado baja. Agáchate al salir, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? Ana, frótale la frente con alcohol de centeno. Hay que cuidar de que esas heridas no se infecten.
Y mientras el ama le hacía las curas con un gran cariño, Rheticus se preguntaba si Copérnico no veía con un placer maligno sus tormentos. Había vuelto a empezar con sus «caballero» y sus novatadas. Pero lo peor fue el comentario de su maestro cuando, por fin, el discípulo creyó haber terminado con el maldito planeta:
– No está mal. Pero… obligas a dar muchas volteretas, quiero decir epiciclos, a nuestro encantador vecino. Después de todo, los antiguos eran personas como nosotros. Falibles. Hiparco y Tolomeo no tenían, a fin de cuentas, unos instrumentos de medición tan buenos como los nuestros, y pudieron cometer errores en sus datos. Bastaría con reducir algunos ángulos en un puñado de minutos por un lado, y aumentar otros, para ofrecer a Marte una órbita más armoniosa y mucho más digna de él.
No era tan sólo un cinismo inaudito. Hablaba como un pintor que explicara a su alumno un error en las proporciones o en la perspectiva. Copérnico no buscaba la verdad del mundo, sino su belleza.
– A propósito, mientras te peleabas con el dios de la guerra, he compuesto un prefacio que me propongo dedicar a Su Santidad Paulo III.
Rheticus empezó a leer en un estado casi febriclass="underline" «Vuestra autoridad -decía Copérnico- me servirá de escudo contra los malvados, a pesar del proverbio que reza que no existe ningún remedio contra la mordedura de un calumniador. Estoy seguro de que los matemáticos sabios aplaudirán mis investigaciones si, como conviene a los verdaderos filósofos, examinan a fondo las pruebas que aporto en esta obra. Si hombres ligeros o ignorantes quisieran abusar de ciertos pasajes de las Escrituras cuyo sentido desfiguran, yo no les prestaría atención. Desprecio por adelantado sus temerarios ataques. Las verdades matemáticas sólo deben ser juzgadas por matemáticos.»
El resto era del mismo tenor, un texto admirable, escrito en un latín muy puro; una llamada vibrante a la tolerancia, a la confrontación de las ideas, y sobre todo un alegato en favor de su teoría con una dignidad de gran señor, completamente desprovisto de la humildad que cabría esperar de un oscuro canónigo al dirigirse al primero de sus obispos. Y con la misma dignidad justificaba sus dudas en cuanto a publicar. Decididamente, Nicolás Copérnico era un príncipe.
– Oh, maestro… -empezó a decir Rheticus.
– Lamento, caballero, no haberte mencionado entre las personas que me han incitado a publicar, cuando lo cierto es que lo mereces más que ningún otro, pero habría estado mal visto que, en un escrito dirigido al Papa, apareciera el decano de la Universidad reformada de Wittenberg, del brazo por así decirlo de un cardenal como Nicolás Schönberg y un piadoso obispo llamado Tiedemann Giese. Te habría perjudicado, más que otra cosa. No deseo la muerte del pecador.
– De haber mencionado mi nombre, yo le habría suplicado que lo tachara. Más bien soy yo quien debe agradecerle mil y mil veces el haberme iluminado con la luz de la verdad. Y además, no es costumbre que un maestro dé las gracias a su discípulo por su ayuda.
– ¡Oh, las costumbres y yo nunca nos hemos llevado muy bien…! A propósito, respecto de la elección del impresor, vamos a divertirnos un poco. Ya que hemos editado tu Primera exposición en la muy católica imprenta de Danzig, haremos componer mis Revoluciones con los plomos muy luteranos de la imprenta de Wittenberg.
– Pero corre un gran riesgo. Si Melanchthon se niega…
– ¿Si se niega? Pues bien, demostrará así que su fe es cien veces más obtusa que la de los monseñores Giese y Dantiscus. No se negará, créeme. Es demasiado astuto, el muy hipócrita. Al hacerlo así, querido caballero, estaremos removiendo el hormiguero con el bastón de Euclides. Les demostraremos a todos que mezclar las cosas de la religión con las de la filosofía de la naturaleza es tan absurdo como peligroso. El heliocentrismo no tiene nada que ver con sus riñas entre capillitas. Está en relación directa con Dios. Canta la belleza y la armonía de su creación, y desdeña las querellas sobre el sexo de los ángeles, el ombligo del primer hombre o la virginidad de María. -Se puso en pie e hizo seña a Rheticus de que se acercara a uno de los paneles de la biblioteca-. Mira esto, caballero, mira este aguafuerte. Fue grabado hace ya mucho tiempo por mi difunto amigo Durero, y me lo envió como muestra de agradecimiento por mi Resumen. ¿Sabes lo que me escribió como acompañamiento, el pobre Alberto? «Someter la belleza absoluta a medida es algo que no corresponde sino a Dios.» Este aguafuerte, caballero, es el heliocentrismo.
Rheticus se levantó y se acercó a la Melancholia de Durero, de la que ya había visto reproducciones en Nuremberg. Pero ahora la comprendía mejor. Comprendía de dónde venía su terrible belleza. El rostro sombrío del arcángel era el de Copérnico, hacía cuarenta años tal vez, pero el suyo. Su postura, la cabeza apoyada en el puño izquierdo, la mirada clavada en el cielo, la mano derecha olvidada de que sostenía el compás, era la postura de Copérnico cuando se perdía en meditaciones insondables; la extraña construcción ante la que estaba sentado, en uno de cuyos lados había una escalera apoyada y de la que colgaban un reloj de arena, una campana y una balanza, era la garita de la terraza del observatorio; el perro dormido, era el perro de Copérnico; la extensión de agua que brillaba bajo el sol poniente coronado por el arco iris, era la bahía del Vístula. «¡Y el angelote soñoliento que aprieta entre los brazos el tintero, soy yo, soy yo!», pensó Rheticus en el colmo de la exaltación. Carraspeó, tomó un aire desenvuelto, y dijo por fin:
– ¿Es que el gran Durero vino a Frauenburg?
– Nunca -contestó Copérnico en un tono neutro-, y eso es lo más extraordinario.
Hubo un largo silencio, que acabó por pesar como un malentendido. Para disiparlo, Rheticus dijo, risueño:
– Me ha hablado hace un momento de monseñor Dantiscus. ¿Sabe que se ha convertido en uno de los más fervientes partidarios del heliocentrismo? La buena influencia de Su Santidad Paulo III tiene sin duda mucho que ver. No he visto su nombre entre los agradecimientos, y eso no es muy amable por su parte, maestro. Sobre todo porque le gustaría tanto figurar en las Revoluciones. ¿Sabe lo que le suplica? Que haga un hueco para incluir en alguna parte…, hum, esto.
Rheticus tendió a Copérnico el poema que le había confiado el obispo de Ermland. El viejo canónigo lo leyó, imitando a la perfección el tono pedante de su obispo: