Febo travieso, del mundo en el centro
Nos mueves como una peonza que
Gira hacia afuera y hacia adentro
En torno a tu radiante quinqué.
Atados a ti por el éter,
¿Tienes miedo de que nos perdamos?
Y como astros sin vida rodamos…
Una vez acabada la lectura, Copérnico soltó su carcajada de gigante, se secó los ojos con su gran pañuelo, y dijo por fin:
– Voy a escribirle para alabar su «elegante y pertinente epigrama», y le prometeré que figurará en un lugar destacado en las Revoluciones.
– ¡Cómo, maestro! -se inquietó Rheticus-. ¡Desfigurará su obra, hará naufragar su bello navío!
Por toda respuesta, Copérnico miró fijamente a los ojos a su interlocutor y, con un júbilo mudo, rompió el poema en mil pedazos. El pedantón de Dantiscus había añadido además a sus ripios algunos consejos astrológicos: «Habréis de dominar la doctrina que estos principios despliegan ante vosotros si queréis saber qué destinos gobiernan los acontecimientos futuros, y qué desastres acarrean para el pueblo las estrellas hostiles.»
Entonces Copérnico volvió a sentarse en su sillón y sus párpados se cerraron. Su rostro expresaba una intensa satisfacción. Y crueldad, también. Por fin había encontrado el punto débil de su antiguo enemigo: la poesía. Se deleitó de antemano en el estupor y la decepción de Dantiscus cuando, al abrir el libro, buscara en vano alguna mención de su nombre. Había humillado a Copérnico en aquello que más quería en el mundo: Ana. Pues bien, a su vez, ahora iba a ser herido en su talón de Aquiles: la vanidad del vate.
XII
Rheticus se marchó de Frauenburg después de una estancia que duró un año entero, en septiembre de 1541. Un año extraordinariamente fructífero, puesto que en sus alforjas se llevaba, además del manuscrito definitivo de las Revoluciones de los cuerpos celestes, una Corografía, que exponía los métodos y los medios para trazar mapas geográficos, escrita con la ayuda de Zell, y también una Vida de Nicolás Copérnico, redactada con Giese a escondidas del maestro de maestros.
En Wittenberg, el recibimiento de Melanchthon fue glacial. Doce meses de ausencia cuando se acaba de ser nombrado decano de la universidad era demasiado en cualquier caso. Rheticus hubo de soportar una censura pública ante el gran consejo, del que solicitó el perdón. Después, Melanchthon recuperó su afabilidad habitual para con él. El refundador de la Universidad de Wittenberg no deseaba perder a ningún precio al que consideraba, con justicia, el mejor matemático de su época. Sabía muy bien que, si lo coartaba demasiado, Rheticus no tendría ningún escrúpulo en ir a buscar fortuna a otro lugar, ya fuera Cracovia, la Sorbona o Padua, aunque eso significara convertirse en el más ferviente de los papistas. Hubo, sin embargo, un punto en el que no transigió: se negó categóricamente a que las Revoluciones fueran impresas en el mismo taller del que había salido la obra de Lutero, desde la Biblia en lengua alemana hasta sus Charlas de sobremesa, en donde reiteraba su condena del heliocentrismo impío y de su inventor. Además, dijo, nadie habría comprendido que la principal imprenta reformada se permitiera editar una obra dedicada a quien el mismo Lutero señalaba como el Anticristo: el papa Paulo III.
Para mostrar que los países luteranos estaban por lo menos tan abiertos a las nuevas ideas como sus enemigos católicos, Melanchthon propuso a Rheticus que llevara a publicar la obra del canónigo polaco a Nuremberg, donde el impresor Petreius se había especializado en la publicación de obras matemáticas y astronómicas. La sugerencia era buena: fue en Petreius donde Rheticus había publicado años atrás su tesis magistral. Y además, como entre ambas ciudades había una distancia de casi noventa leguas, Schöner podría supervisar en su lugar la buena marcha de la impresión. El viejo profesor de la facultad de Nuremberg se lo debía. ¿No había contribuido la Primera exposición a la fama de la persona a la que fue dedicada?
Después de concluir aquel acuerdo satisfactorio con Melanchthon, Rheticus se vio obligado a aplazar el viaje a Nuremberg. El nuevo decano de la Universidad de Wittenberg estaba obligado a ofrecer garantías, y esas garantías iban vinculadas a su profesión: la enseñanza. Así pues, enseñó, y disfrutó al hacerlo. Sus lecciones versaban, como antes de su ausencia, sobre la astronomía del persa Alfraganus y de Tolomeo, pero ahora se habían hecho críticas porque siempre las contrastaba con el heliocentrismo y con su descubridor: Nicolás Copérnico, cuyo anti-Almagesto iba a ser publicado en breve. Los estudiantes se agolpaban para escuchar sus clases, las aulas estaban llenas, con gente amontonada por todas partes, en las repisas de las ventanas, compartiendo una silla entre dos, o sentados sencillamente en el suelo. No era sólo la extraordinaria novedad de lo que decía lo que hacía acudir a cientos de oyentes, sino la magia de su verbo, la gracia que lo iluminaba como la aureola de un santo, el lirismo que empujaba a su auditorio hacia lo alto antes de devolverlo a la tierra con un rasgo de ingenio o con una sonrisa.
Citaba de memoria pasajes enteros de las Revoluciones, los más bellos y, por fuerza, los más fáciles, y los salpimentaba con ocurrencias propias:
– Y así el Sol es el pensamiento de Dios, y cada planeta un modo de ese pensamiento. ¡Oh, conocer el pensamiento divino! ¿Qué hacen los astros? ¿Qué dicen los números? ¿En torno a qué dan vueltas las esferas? ¡Dicen, cantan, dan vueltas en torno a nuestros destinos!
Un día, uno de los asistentes expresó su entusiasmo gritando: «¡Eres el Orfeo de la astronomía!» La frase se hizo popular. La Universidad de Wittenberg también, y Melanchthon se frotaba las manos. No podía negar nada a su antiguo alumno, sabedor de que las universidades de Heidelberg y Leipzig intentaban atraerlo. Por esa razón consintió a pesar de todo en dejar imprimir en la ciudad dos capítulos del primer libro de las Revoluciones, los que estaban enteramente dedicados a las matemáticas. Al corregirlos por última vez, Rheticus constató, no sin orgullo, que era muy superior en los cálculos a su maestro. Una pequeña revancha muy dulce, después de las humillaciones que había infligido el viejo canónigo al joven «caballero».
Poco importaba. En su prefacio a la obra trigonométrica de Copérnico, hizo un gran elogio de éste, rodeándolo de misterio y acrecentando así la impaciencia del público por procurarse por fin aquel nuevo almagesto que tardaba tanto en aparecer. Cuando por fin apareciera, inundaría el mundo y compensaría con creces a Rheticus por sus trabajos.
Al finalizar el curso universitario 1541-1542, pudo por fin trasladarse a Nuremberg para supervisar la impresión del libro tan esperado. Necesitó más de diez días para llegar a la ciudad de Durero y de Behaim. Los caminos eran peligrosos, porque, aunque la famosa guerra de los campesinos había sido aplastada diez años antes, la convocatoria de un concilio por parte del papa Paulo III y la creación de una nueva Inquisición habían suscitado temores en todo el imperio de Carlos V. Revueltas, motines y sublevaciones campesinas se sucedían a lo largo y ancho de Alemania, dirigidas por nobles provincianos émulos de los caballeros Hutten y Sickingen.
A pesar de todo, llegó a Nuremberg sin tropiezos y se dirigió directamente, sin sacudirse el polvo del camino, al taller del impresor Petreius. El trabajo estaba muy avanzado, la mitad de la obra ya había sido compuesta. No había nada que objetar. Ni una sola errata, o tan sólo las que incluso la mirada más atenta no puede detectar sin la ayuda de una segunda revisión más atenta.
– Es perfecto, maestro Petreius. No desmerece en lo más mínimo su reputación. Y constato también que el profesor Schöner no ha perdido su agudeza.