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Rheticus se vio obligado a huir. El proceso tuvo lugar en su ausencia, y concluyó con una sentencia de ciento un años de exilio. ¡Ciento un años! Era casi ridículo. Vagó entonces de universidad en universidad, expulsado de unas, reclamado por otras, y acabó por encallar en las murallas de Cracovia.

Fue allí donde yo, Michael Maestlin, entonces muy joven, asistí a sus lecciones. El mundo había cambiado. Europa ardía y se desgarraba por las cuestiones de religión. El papa Paulo III que, con la apertura del Concilio de Trento, había intentado iniciar una profunda reforma de la Iglesia, se había dado cuenta demasiado tarde de que la teoría de Copérnico era contradictoria con lo que él deseaba: podía llevar a la gente del pueblo a pensar que formaban parte, simplemente, del orden natural, en lugar de ser los amos de la naturaleza, el centro alrededor del cual se ordenan todas las cosas. Y sobre todo, el lugar de la Encarnación de Cristo y de la Redención, la Tierra, se veía banalizado, apartado de su papel único y privilegiado.

Además el Papa, como Pandora cuando abrió su caja, había restablecido el Santo Oficio de la Inquisición. Su tribunal vio de inmediato en la teoría heliocéntrica una antorcha nueva que se elevaba desde el seno de las tinieblas, y, siguiendo su misión, se apresuró a cubrir aquella llama con su apagavelas tradicional. Copérnico ya no tenía un lugar en aquel mundo pasado a sangre y fuego. Era preciso abolirlo, olvidarlo. Los sucesores de Alejandro Farnesio no se quedaron con los brazos cruzados, por más que utilizaron con profusión los cálculos del maestro de maestros para el famoso calendario instaurado por Gregorio y que nosotros, los reformados, rechazamos. ¡Qué estupidez! En Cracovia, antaño un oasis de tolerancia, se mataba en masa a los judíos y se perseguía a los luteranos. Rheticus, a pesar de todo, me enseñó a Copérnico en secreto.

Pero cuando le hice en una ocasión la pregunta de por qué no había gritado al mundo entero la gran verdad descubierta por el canónigo de Frauenburg, y la había reservado únicamente para unos pocos discípulos como yo, Michael Maestlin, el Orfeo de la astronomía me respondió, con una risa que quería imitar la de Copérnico y que habría podido ser la de Dioniso…

EPÍLOGO

Linz, 6 de febrero de 1628

«… la de Dioniso…»

La frase estaba inconclusa. El viejo Johannes dio la vuelta al pesado bastón hueco, y dio unos golpecitos con su mano manchada para intentar hacer salir alguna página extraviada o pegada en el interior. Nada. Sondeó aquel hueco estrecho con un alambre de hierro, con el que rascó las paredes de madera de olivo. Sin resultado. El bastón de Euclides estaba vacío. Johannes acababa de encontrar aquel objeto precioso en el fondo de un cofre en el que había pasado muchos años olvidado.

¿Qué había hecho con aquellos últimos folios, recibidos hacía ya treinta años? ¿Algún niño se había apoderado de ellos para cubrirlos de garabatos? ¿O él mismo, Johannes, los había perdido en su huida de este o aquel refugio delante de sus perseguidores, embutiendo a toda prisa las cartas en el bastón para preservarlas del auto de fe?

La historia de aquel bastón, el bastón de Euclides -Johannes lo recordaba ahora con cierto regocijo-, se la había contado su antiguo maestro Michael Maestlin. Le dijo que había estado en su posesión, pero que había tenido que separarse de él muy pronto, cuando, de paso por Augsburgo y con la bolsa vacía por haberse arruinado con la compra de un excelente astrolabio, se había tropezado con Tycho Brahe, que iba a buscar en la misma tienda el inmenso globo celeste que se había hecho fabricar. Habían hablado de Copérnico, Maestlin le había enseñado el bastón al danés, y éste se lo compró a precio de oro. ¡Bien podía permitírselo aquel aristócrata a quien todo le había sido dado desde su nacimiento!

En cuanto a Maestlin, había conseguido el bastón por nada, unos años antes. Mejor dicho, lo había robado. Es verdad que, según la confesión que le hizo en una de sus numerosas cartas, Maestlin no tenía más que dieciséis años cuando cometió aquella fechoría. ¿Pero era ésa una excusa? Acababa de marchar de Cracovia, donde había cerrado los ojos de su antiguo maestro Rheticus. Antes de volver a Tubinga, decidió dar un rodeo para pasar por Frauenburg, como un peregrino de san Copérnico. Una señora muy anciana y medio ciega, que no era otra que Ana Schillings, lo acompañó en la visita a la famosa torre de las murallas en la que había vivido Copérnico los últimos años de su vida. Todos sus objetos y sus muebles habían sido religiosamente conservados en su lugar, como si el maestro fuera a volver de un momento a otro. Antes de abandonar aquel templo divino, en el vestíbulo, Maestlin besó la mano de la vieja ama de llaves, valiéndose de todo su encanto de adolescente, al que ella respondió con coqueterías maternales. Él se apoderó entonces del «bastón de Euclides» en lugar del suyo propio, que había colocado a su lado adrede, junto a la puerta de entrada. Si Ana se hubiera dado cuenta del cambio, él siempre habría podido alegar una confusión debida a su inmensa emoción por haber visitado la morada del dios Copérnico. Pero los ojos de la pobre mujer, que la vejez velaba con lágrimas sempiternas, no advirtieron la sustitución.

Tan pronto como hubo regresado al albergue, Maestlin se precipitó a su habitación para desenroscar el pomo de marfil amarillento que representaba una esfinge, secreto que le había revelado Rheticus en su lecho de muerte. El estuche de seda roja estaba en su lugar. Desató el cordel de cuero y extrajo un rollo de papel. El título del manuscrito era: La vida y la obra de Nicolás Copérnico de Thorn, escrita por su discípulo Georg Joachim Rheticus.

En el primer momento, la decepción de Maestlin fue grande, porque no era la obra que esperaba encontrar en el escondite. En su lecho de muerte, Rheticus le había contado que había guardado allí un tesoro desaparecido hacía mucho tiempo: las Hipótesis sobre el sistema del mundo, de Aristarco de Samos, el misterioso astrónomo de Alejandría que, diecisiete siglos antes que Copérnico, había afirmado no sólo que la Tierra gira sobre su eje, sino también que recorre una órbita circular alrededor del Sol. Ana Schillings había autorizado al joven Maestlin a buscar entre los papeles de su biblioteca. No encontró el menor rastro de aquella obra preciosa. Más extraño aún, en el prefacio del manuscrito original de las Revoluciones, dirigido al papa Paulo III y en el que rendía homenaje a los antiguos, de los que se declaraba simple heredero, Copérnico había tachado el nombre de Aristarco. ¿Por qué ese arrepentimiento? ¿Había temido Copérnico sufrir la misma suerte que su lejano predecesor, o bien era una pequeña trampa para demostrar que él, y sólo él, era el inventor del heliocentrismo?

Ese era uno de los secretos que Maestlin había querido descubrir al redactar su propia versión de La vida de Copérnico, que confió después a Johannes por entregas, por miedo a que la descubriesen en su cómoda vivienda de profesor de Tubinga. Su antiguo maestro, por lo demás, nunca se había mostrado tan locuaz como en aquellas cartas de la época de su juventud. Ni tan valeroso. Porque más tarde, cuando se trató de apoyar y prestar ayuda a su discípulo y amigo, Johannes, en sus propias Revoluciones, Michael no dio otra cosa que evasivas y silencio. Tenía demasiado apego a su pequeña cátedra de Tubinga, a la comodidad bienestante en la que transcurrían los días de su ancianidad con una salud indestructible. Y Johannes había tenido que recorrer solo los peligrosos caminos que conducían a la verdad.