Es más, ¿no había exagerado los hechos Maestlin, mentido tal vez? Johannes descubrió algunas incoherencias en su relato. Por ejemplo, ¿cómo había podido el autor seguir los cursos de Rheticus, en Cracovia, cuando no tenía más que catorce años en la época de la muerte del único discípulo de Copérnico? Y la vieja ama de llaves de la torre de Frauenburg ¿habría llegado a centenaria para que él la encontrara allí en el año 1574? Y, más aún, los pensamientos y las palabras que ponía en boca del autor de las Revoluciones parecían a veces una justificación a sus envidias y cobardías…
Pero todo aquello ya no tenía importancia. Porque después él, Johannes había ido más lejos, mucho más lejos, y relegado a Copérnico al rango de simple predecesor, al mismo lugar al que el propio polaco había relegado a Aristarco y Tolomeo. ¿No había recibido a su vez el bastón de Euclides de las propias manos de Tycho, casi treinta años antes?
Johannes pensó un instante con orgullo que tal vez había sido digno de poseerlo. Gracias a él, en efecto, los pies del viajero podían asentarse con más firmeza en el camino abrupto que conducía a la Verdad del mundo, durante el eterno viaje que es la filosofía natural. El Universo se había hecho más simple, más armonioso, con la ayuda de las tres leyes de la perfección, ese secreto divino que hace girar los planetas en órbitas elípticas alrededor del Sol, su hogar.
Sí, todo gracias a él, a Johannes Kepler.
NOTAS DE AUTOR
La recreación, aunque sea libre, de un personaje real -en este caso Nicolás Copérnico-, que ha dejado su huella en la historia, no puede prescindir de apoyarse en fuentes fidedignas. Es de rigor que el novelista biógrafo se sumerja con pasión y minuciosidad en el dossier de su héroe, tal como lo ha ido acumulando la tradición histórica. Yo no he escapado a esa regla, y las fuentes antiguas y modernas que he consultado son demasiado numerosas para enumerarlas aquí [1]. Quiero recordar, no obstante, que los documentos originales (correspondencia, manuscritos, etc.) sobre la vida de Copérnico brillan por su ausencia. La biografía más antigua que poseemos del fundador de la nueva astronomía fue escrita cien años después de su muerte, por Pierre Gassendi (1592-1655). Este último, cuando compulsaba las cartas y los manuscritos dejados por Tycho Brahe para componer la biografía del célebre astrónomo danés, descubrió entre sus papeles unos versos latinos que Tycho había dedicado post mortem a Copérnico. Esa circunstancia fortuita inspiró a Gassendi la idea de reunir también las informaciones y notas relativas a Copérnico, y añadir, como suplemento a su voluminosa biografía de Tycho Brahe [2], una corta reseña sobre el astrónomo polaco [3].
Esas cincuenta páginas son preciosas por los hechos y los detalles que incluyen. Probablemente Gassendi pudo consultar la correspondencia que se cruzaron Copérnico y Rheticus. También hubo de tener conocimiento de las cartas del obispo de Warmie, Dantiscus (algunas de ellas elogiosas, otras amenazadoras cuando se trataba de ordenar, reiteradamente, al recalcitrante canónigo que se separara de Ana, el ama con la que vivía en concubinato), y las cartas sin la menor duda amistosas del obispo de Kulm, Tiedemann Giese, el mejor amigo del astrónomo. Y fue en esa correspondencia donde Gassendi pudo reunir toda la información que necesitaba.
Es curioso que la mayor parte de los biógrafos de Copérnico no citen nunca el texto latino de Gassendi. Después, y posiblemente en parte debido a ello, de una manera progresiva y se diría que insidiosa, se ha ido montando en contra de Copérnico una especie de conspiración de olvido, o por lo menos una leyenda gris. Como lo ha recordado oportunamente Louis Figuier [4], en el siglo XVII el nombre de Copérnico era muy conocido (Leibniz dio testimonio de su admiración por los conocimientos y el carácter de Copérnico, llamándole uno de los ocho sabios de la Tierra), pero la difusión de su libro, condenado en 1616 por la congregación del índice bajo el pontificado de Paulo V, fue muy escasa. En efecto, aparte la primera edición de 1543, casi imposible de encontrar, no hubo más que otras dos, una en 1566 y la otra en 1617.
Por una parte, el proceso a Galileo había mostrado hasta qué punto podía ser peligroso un elogio público a Copérnico y a su sistema. Polacos instruidos, que habían pasado un tiempo considerable recogiendo hechos y recuerdos relativos a su ilustre compatriota, no se atrevieron a publicar una historia de su vida, o si la publicaron, la Inquisición romana encontró la forma de hacerla desaparecer.
En el siglo XIX tuvieron lugar algunos intentos honorables: el eminente sabio François Arago escribió una hermosa reseña biográfica [5], mientras que en Polonia, en 1818, Jean Sniadecki [6], y más tarde, en 1847, Jean Czynski [7], hicieron revivir (en polaco pero también en francés ¡tiempos felices de la francofonía!) el nombre del sabio más ilustre de su país.
Luego, algunos historiadores empezaron a difundir la imagen convencional del sabio solitario y temeroso, errando medio loco por su torre, sobre una laguna brumosa.
Otros insistieron en sus errores de cálculo, olvidando que Copérnico no disponía, por razones de peso, del observatorio de Tycho Brahe. ¿Por qué ese encarnizamiento? ¿Tenían esos biógrafos una visión excesivamente romántica del Renacimiento (heredada del Siglo de las Luces), que les llevaba a lamentar, por ejemplo, que Copérnico no fuera un mártir de la ciencia frente al oscurantismo medieval?
La guinda la puso Arthur Koestler en 1959, en un ensayo por lo demás apasionante, Los sonámbulos [8], al presentar al genio como un viejo canónigo timorato, rutinario, avaro, ingrato, hipocondríaco, libidinoso… En suma, cargado con todos los pecados capitales. Y Arthur Koestler no se para en barras: «De lejos, Copérnico parece un intrépido héroe revolucionario. A medida que nos aproximamos, lo vemos transformarse poco a poco en un pedante aburrido, desprovisto del olfato y de la intuición de sonámbulo de los verdaderos genios; es un hombre que, después de apoderarse de una buena idea, la convierte en un mal sistema, al dedicarse pacientemente a acumular los epiciclos y los deferentes en el más triste y más ilegible de los libros célebres.»
De modo que me ha parecido urgente limpiar la imagen del «canónigo timorato» (tal es el título del capítulo que Koestler dedica a nuestro héroe) y devolverle su auténtica dimensión: bajo la pluma del novelista biógrafo, el canónigo blando y aburrido vuelve a convertirse en el arquetipo del hombre del Renacimiento que sin duda fue, enamorado de la vida, la buena mesa, las artes y las ideas nuevas.
Sin embargo, después de haber consultado las fuentes antiguas y modernas, no he pretendido plasmar tanto la estricta realidad histórica de Copérnico, como su verdad oculta. Su secreto. Porque hay un secreto. ¿Cómo un hombre que, aparentemente, no se distinguía en nada de los demás hombres, se atrevió a derribar quince siglos de astronomía? ¿Por qué prodigio, por qué gigantesco esfuerzo del pensamiento pudo sacar a la Tierra del centro del Universo y colocar en su lugar al Sol? Se necesitaba un genio de una singular rebeldía para atreverse a romper con los viejos sistemas, recibidos con un respeto supersticioso y transmitidos como artículos de fe por profesores que, sin más ambición que hacerlos un poco menos oscuros, no osaban plantear la menor duda acerca del legado que venía de las antiguas escuelas.
[1] Citaré, sin embargo, una obra poco conocida pero muy inspirada: La Structure poétique du monde: Copernic, Kepler, de Fernand Hallyn (Seuil, Paris, 1987).
[2] Tychonis Brahei, equitis Dani, astronomorum coryphaei, vitae Accessit Nicolai Copernici, Georgii Peurbachii, & Joannis Regiomontani, Astronomorum celebrium, vita, Hagae Comitum (La Haya), Vlacq, 1655.
[4] Vies des savants illustres: savants de la Renaissance, Hachette (Paris), 1870.
[5] «Biographies des principaux astronomes», en Oeuvres complètes de François Arago. Tome troisième. Notices biographiques. Volume 3. Publicadas por orden suya bajo la dirección de M. J.-A. Barrai. París, Gide et J. Baudry; Leipzig, T. O. Weigel, 1854.