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Por supuesto, antes que Copérnico hubo otros hombres, y no de los menores, que intuyeron ese enorme trastorno del cosmos. Plutarco cuenta del sistema de Filolao que en él la Tierra gira alrededor de la región de fuego recorriendo el zodíaco, igual que el Sol y la Luna. Los principales pitagóricos enseñaban la misma doctrina. La Tierra, según ellos, no está inmóvil en el centro del mundo; gira en círculo, y está lejos de ocupar el primer lugar entre los cuerpos celestes. Timeo de Lócride llamaba a los cinco planetas conocidos los «órganos del tiempo», a causa de sus revoluciones, y añadía que era preciso suponer que la Tierra no era inmóvil, sino que por el contrario giraba sobre sí misma y se trasladaba en el espacio. Y, sobre todo, lo intuyó Aristarco de Samos, mucho tiempo antes que Tolomeo [9]. Pero, cosa curiosa, las primeras menciones de ese otro sabio alejandrino no fueron exhumadas de los sótanos del Vaticano hasta un año después de la muerte de Copérnico. Mucho más próximos a él, Nicolás de Cusa, Regiomontano, Marsilio Ficino y su propio maestro Novara, no se sintieron satisfechos con el sistema astronómico de Tolomeo.

Así pues, aquellos hombres extraordinarios intuían que el Universo no podía ser tal como lo había descrito Tolomeo. Su sistema era demasiado complicado, y a fuerza de remiendos tenía todo el aspecto de un monstruo horrible. ¿Por qué no se atrevieron entonces a acabar con él? Poseían genio para hacerlo y no les amenazaban la hoguera ni el índice. Al contrario, parecía que la Iglesia romana lo estaba deseando, no aspiraba sino a que fuera revelada la Creación en toda su belleza y equilibrio. Y, sin embargo, no se atrevieron. Fue uno de sus más oscuros discípulos quien se encargó de hacerlo.

Tal vez hablaron del tema entre ellos, en el seno de las academias que florecían en aquella época en las ciudades italianas, en las que se reunían las mentes más preclaras a la manera de Pitágoras y sus discípulos. Tanto como éstos temían la escritura, de la que pensaban que mataba la memoria y el discurso, desconfiaban aquéllos de la imprenta, que editaba sin criterio lo mejor y lo peor, y si ayudaba por un lado a reconstruir el templo armonioso levantado por los antiguos, por otro lado difundía entre la muchedumbre las necedades acumuladas durante los siglos oscuros. La imprenta iba a engendrar los peores desórdenes, en tanto que ellos se afanaban en descubrir el gran orden del Universo. Así Marsilio Ficino, el hombre que, sin embargo, hizo renacer completos a Platón y a Aristóteles al traducirlos al latín, se encolerizaba porque otros hacían lo mismo con Arquímedes, Tolomeo y los geómetras alejandrinos, temeroso de que, si se daba una explicación mecánica del Universo al alcance de todos, el hombre, para quien ese Universo había sido creado, olvidaría o negaría a Aquel que lo creó.

Esa desconfianza de los grandes espíritus de la época hacia lo impreso, y la parsimonia con la que se sirvieron de ese recurso, tal vez explica en parte la extraña fórmula utilizada por Copérnico en su prefacio a Sobre las Revoluciones, dirigido al papa Paulo III, donde afirma haber dudado en «dar a la luz la obra que había estado oculta en mi interior no ya nueve años, sino ya muy cerca de cuatro veces nueve años». La alusión jocosa al tiempo de la gestación de la mujer esconde sin duda otros símbolos pitagóricos, tales como las nueve musas, o las nueve esferas celestes en las que Hesíodo decía haberse inspirado al principio de su Teogonia; pero, sobre todo, el nueve era el número de Prometeo.

En lugar de buscar sentidos ocultos, veamos el significado aparente. ¿Por qué no dio Copérnico la fecha exacta de la conclusión de su obra, en lugar de esa fórmula extravagante? En cualquier caso, la sitúa en la época de su regreso de Italia. «Ya muy cerca de…» ¿Uno, dos, tres años después, tal vez? Incluso para un Prometeo como él, el plazo parece muy corto… Habría podido exagerar y dejar voluntariamente la fecha entre vaguedades, para hacer creer al lector que su trabajo había sido el fruto de un largo proceso de maduración. Y esos largos años de silencio son treinta y seis, tantos como las divisiones de las casas del zodíaco. Los pitagóricos llamaban «Mundo» o «Gran Cuaternario» al número 36.

Es más, al fechar en los años 1506 o 1507 la conclusión de su obra, quiere mostrar que se dedicó a esa tarea colosal una vez concluido el largo ciclo de sus estudios en Italia, de regreso en «su casa». Si en la novela me demoro en los años italianos de Copérnico, es porque creo que es en ellos donde se esconde su secreto. Fue allá abajo, en medio de la eclosión de ideas y de novedades que se produjo a pesar de las intrigas y de las guerras, o tal vez gracias a ellas, donde hizo su descubrimiento. No fue más que una intuición a la que faltaba el rigor de las matemáticas, pero una intuición que flotaba en el aire de la época, en el aire italiano, y que sólo un extranjero venido del septentrión podía aspirar a pleno pulmón. Siempre es en Italia donde hemos de buscar…

Para el novelista que aspiraba a penetrar en lo más hondo del espíritu de Copérnico, era necesario poner en claro otros misterios, en torno a la publicación de la Primera exposición de Rheticus tres años antes que la de las Revoluciones. ¿Por qué Copérnico autorizó a su discípulo a divulgar su teoría, corriendo el riesgo de que se la robara? ¿Por qué eligieron los dos para la edición de la primera obra, redactada por un reformado, un impresor de Danzig, en un país católico, mientras que las Revoluciones aparecieron en Nuremberg, cuna de la Reforma? ¿Por qué, como advertencia al lector de esta última obra, el extraño preámbulo anónimo, que anuncia que lo que se va a leer no es sino una hipótesis sin fundamento, que en resumen el heliocentrismo no es más que el ensueño de un poeta, y como tal ha de ser tomado? ¿Por qué, finalmente, Copérnico omitió en sus agradecimientos el nombre de Rheticus, a pesar del papel capital que éste afirmaba haber desempeñado en la publicación? En el libro se proponen algunas respuestas plausibles…

El lector curioso me seguirá tal vez ahora en la explicación de la elección de Michael Maestlin como narrador, debido a una serie de cartas dirigidas a su antiguo alumno Johannes Kepler.

Este auténtico profesor de matemáticas (1580-1635) jugó de hecho un papel importante en la vida de Kepler. Fue uno de los primeros astrónomos de renombre en adherirse a la teoría de Copérnico, si bien no habló más que del sistema de Tolomeo en los cursos que daba en la Universidad de Tubinga. Se contentaba con dar detalles sobre el sistema de Copérnico a los estudiantes más asiduos, entre ellos el joven Johannes Kepler, al que convirtió en un copernicano convencido.

Fue Maestlin quien reveló a Kepler que el «escandaloso» prefacio de las Revoluciones de Copérnico, que explicaba que se trataba de «hipótesis no más verosímiles que las antiguas», no había sido escrito por Copérnico. Fue él también quien persuadió a Kepler de que abandonara su proyecto de entrar en religión y le consiguió en su lugar, en 1594, un puesto de profesor de matemáticas en Graz. El también quien hizo imprimir en Tubinga, en 1596, la primera obra de Kepler, El secreto del mundo. Sus relaciones, por lo menos las epistolares, siguieron siendo muy estrechas a lo largo de toda su vida. Así, en una carta a su profesor y amigo, el 15 de marzo de 1598, que incluye una interpretación del horóscopo, Kepler predice que el hijo que muy pronto va a tener Maestlin llegará a la edad adulta. En una carta del 2 de mayo de 1598, Kepler, que acaba de perder a uno de sus hijos, añade lo siguiente: «Me ha nacido un hijo, igual que a ti. Quieran los dioses que el tuyo tenga más suerte. Yo esperaba una vida larga para mi hijo.» Y en una carta del 11 de junio de 1598, al saber que a su vez Maestlin está de luto por su hijo, se compadece del dolor de su antiguo maestro: «Por lo que respecta a la muerte de tu hijo recién nacido, me entristece, y puedo evaluar tu dolor por las dimensiones del mío.»

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[9] Véase mi novela histórica, Le Bâton d'Euclide, Lattes, 2001.