Doy estos detalles únicamente para mostrar que no es absurdo imaginar a Maestlin tomándose el trabajo gigantesco de escribir una biografía de Copérnico únicamente para satisfacer la curiosidad de su alumno y amigo (aunque se sepa que no fue tal el caso). Así pues, el punto de partida de la novela se sitúa en 1595, cuando el profesor de astronomía y matemáticas Michael Maestlin (45 años) se dispone a contar a su antiguo alumno Johannes (34 años) la vida de Copérnico, y la del que fue su propio maestro de astronomía, Joachim Rheticus. El interés de dar cierta perspectiva histórica a la narración es evidente. Permite en primer lugar sumergirse en el pensamiento reformado de expresión alemana (lo que explica que se hayan germanizado los nombres polacos). En segundo lugar, si en esa fecha Copérnico no ha sido aún incluido en el Índice, está desde luego «en el purgatorio», tanto en el bando católico como en el protestante, las dos facciones que se combaten en toda Europa. También es en esa época cuando se toma una conciencia real del alcance de todos los descubrimientos de las generaciones anteriores (en los Ensayos de Montaigne, que datan de 1588, se menciona a Copérnico). El año 1595 es además la fecha en la que Kepler (porque Johannes es él, como el lector ha comprendido en seguida) empieza a concebir su primera obra, El secreto del mundo, cuyo borrador somete a su maestro. Maestlin conoce la historia de Copérnico a través de su propio maestro, Rheticus, lo que permite también contar brevemente la suerte corrida por éste después de la muerte de Copérnico. El narrador puede además explicar cómo el sistema copernicano fue «filtrado» por algunos de sus discípulos hasta los más lejanos rincones de Europa. Finalmente, ese procedimiento sitúa coherentemente en el conjunto esta primera parte de la serie «Los constructores del cielo»: Copérnico pasa el relevo -simbolizado por el bastón de Euclides- a Kepler vía Rheticus, Maestlin y Tycho Brahe, y el bastón llegará después a las manos de Newton por caminos que aún tengo que inventar…
La carta imaginaria enviada por Maestlin a Kepler, en la que le anuncia que se dispone a redactar para él la biografía de Copérnico, está inspirada en parte en un texto muy real de Maestlin, aunque bastante más tardío; se trata de un proyecto de postfacio para la edición de 1617 de las Revoluciones de Copérnico, postfacio que no fue publicado en la edición en cuestión, pero que figura como apéndice en el tratado que Kepler publicará en 1618, Sobre la admirable proporción de los orbes celestes (Harmonices Mundi).
Aparece en ese texto el «verdadero» Maestlin: copernicano convencido, de un estilo literario polémico y colorista, no vacila en ridiculizar a los cardenales ignorantes del alcance inmortal de la obra de Copérnico, que rebajan al mismo nivel de quienes antiguamente, y contra toda evidencia, habían negado la redondez de la Tierra. He aquí algunos extractos de ese texto llamativo, que bastaría para legitimar la elección de Maestlin como narrador de la novela:
En 1616 apareció, en la imprenta de la Cámara apostólica de Roma, un decreto firmado por la mano del ilustre cardenal de Santa Cecilia y lacrado con su sello, el 5 de marzo, que lleva por título: Decreto de la Sagrada Congregación de Ilustres Cardenales de la Santa Iglesia Romana, especialmente encargados por nuestro Santo Padre, el papa Paulo V, y por la Santa Sede apostólica, de la confección del índice de libros, de su permiso, interdicción, corrección o impresión en toda la República cristiana, decreto que ha de ser publicado en todas partes.
En dicho decreto se lee, entre otras cosas: «Puesto que ha llegado a conocimiento de esta Sagrada Congregación que esa falsa doctrina pitagórica, en total desacuerdo con la Sagrada Escritura, de la movilidad de la Tierra y la inmovilidad del Sol, que enseña Nicolás Copérnico, se difunde ahora e incluso es aceptada por muchos […], en consecuencia, para que semejante opinión no se extienda más y lleve a la ruina a la verdad católica, la Sagrada Congregación ha decidido que el dicho libro: Copérnico, Sobre las revoluciones, debe ser suspendido hasta que haya sido corregido.»
¿Cuál es, te lo ruego, benévolo lector, tu opinión sobre ese decreto de los Ilustres Cardenales? ¿No estás convencido, cuando lees el magnífico título de la Congregación, de que se ha enviado a la susodicha comisión a las personas más específicamente instruidas y más sabias no sólo en todas las partes de la sagrada teología, de la jurisprudencia, etc., sino también en todos los dominios de la ciencia, de suerte que no se les escape nada importante de cuanto cotidianamente se enseña, se escribe o se difunde entre el público? Es seguro que personas que pretenden juzgar con rigor el permiso de editar libros, su corrección, condena o proscripción, tendrían que ser de tal manera. Por consiguiente, te dirás que en la Sagrada Congregación ha de haber algunos miembros bien impuestos en las ciencias matemáticas, entre las cuales no es la menor la astronomía.
Pero cuando hayas considerado con más atención los términos de ese decreto sobre la astronomía de Copérnico, sin la menor duda sospecharás conmigo que esos cardenales no han leído el libro de Copérnico, que jamás lo han visto e incluso que lo han ignorado cuando Copérnico se contaba todavía entre los vivos y aún respiraba.
[…] En efecto, los libros de Copérnico sobre las Revoluciones de los cuerpos celestes fueron editados en Nuremberg en 1543; fueron precedidos por la obra que se incluye aquí, es decir la Narratio de Rheticus, dedicada en 1539 a J. Schöner, difundida por A. P. Gasser en 1540 y finalmente impresa en Basilea en 1541. La Narratio fue adjuntada a la reimpresión de las obras de Copérnico en Basilea. La fama de esa doctrina había llegado ya a oídos de otros sabios, antes incluso de la primera edición. De ello da testimonio Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, en una carta dirigida a Copérnico en 1536. Fue el mismo Schönberg quien, de concierto con T. Giese, obispo de Kulm, y también buen número de hombres muy eminentes y sabios, consiguieron convencer a Copérnico, mediante serias exhortaciones mezcladas en ocasiones con reproches, de que editara sus libros, que tenía en reserva «para el año cuadragésimo noveno». Por fin, vencido por sus exhortaciones, Copérnico no sólo consintió en la publicación de su obra, concluida al precio de unos trabajos dignos de los de Hércules, y permitió a sus amigos llevar a cabo la edición tanto tiempo solicitada, sino que dirigió el prefacio, que tenía la forma de una dedicatoria, al papa Paulo III. Que esta obra, que en verdad sobrepasa las fuerzas de la industria humana, haya sido desaprobada, sea por Paulo III, sea por alguno de los pontífices romanos que le sucedieron, hasta Paulo V, e incluso condenada, prohibida o suspendida por los inquisidores, no tiene parangón con nada que haya yo encontrado en ningún catálogo de libros prohibidos ni en las obras de ningún autor. Sin duda, en privado la obra de Copérnico ha sido objeto de ataques o de insultos por parte de muchas personas, que, valiéndose de argumentos extraños al tema, se han burlado de ella más que combatirla. Pero nadie la ha refutado con razones y fundamentos propiamente dichos, extraídos de la propia astronomía o de las matemáticas. Ciertas personas reconocen sin duda en Nicolás Copérnico a un hombre de un talento incomparable y confiesan que habrían de presentarlo como una maravilla del mundo, de no temer ofender a algunos que sostienen con tenacidad antiguas opiniones filosóficas; es decir, si no temieran la sombra del milano. Resulta asombroso, por ello, que los cardenales de la Sagrada Congregación condenen solamente ahora a Copérnico, del que nunca han oído hablar y que todavía no ha sido convincentemente refutado.