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En realidad fue el mismo ingeniero militar que remodeló las Ramblas, Juan Martín Cermeño, quien lo llevó finalmente a cabo. A Víctor le gustaba pasear por la ciudad así, sin rumbo fijo, como cuando venía a disfrutar de sus días libres cuando estaba destinado en Figueras.

Decidió volver al puerto, donde contempló por un momento el edificio de la Aduana, de cuya fachada se decía que «era más falsa que Judas», y la Lonja de aspecto neoclásico tras ser remodelada por Joan Soler i Fanez. Allí tomó un coche de alquiler para acercarse al poblado donde vivía el Tuerto. Según le había dicho López Carrillo, estaba en Sant Martí de Provençals, un municipio a punto de ser engullido por la urbe, que devoraba insaciable a todos los pueblos de los alrededores. Sant Martí estaba constituido por los barrios del Clot, Poblé Nou, la Verneda, Camp de l'Arpa, la Sagrera y Pekín, este último un poblado de emigrantes chinos. Gracias al cochero no tardó en hallar unas pocas chabolas situadas junto a una fábrica de alpargatas en la Sagrera donde se hacinaban cientos de andaluces, extremeños y murcianos que trabajaban en la Maqui nista o en las fábricas textiles. Aquellos inmigrantes aparecían de pronto allí donde había trabajo y era frecuente que fueran desalojados de tal o cual barrio, porque con ellos llegaban también las chabolas.

Víctor pagó al cochero y le dijo que lo esperara allí.

Lo primero que le llamó la atención de aquel lugar fue el olor. Un pequeño albañal recorría las calles por el centro, buscando el camino más fácil, la pendiente. Olía a podredumbre, a heces y a enfermedad. Contempló una multitud de ropa secándose al viento colgada de cordeles que se tensaban entre las chabolas de un lado y otro de la estrecha calle. En muchos espacios apenas llegaba la luz del sol.

Como una verdadera ciudad medieval, aquél era un lugar de trazado complejo y caótico que había ido creciendo, cambiando de aspecto, no ya en cuestión de días sino de horas. Auténticas hordas de chiquillos jugaban persiguiéndose y disparándose unos a otros con fusiles de palo, luchando en guerras imaginarias mejores que el hambre, en ellos vio Víctor la sombra de la necesidad, la desnutrición y la enfermedad. Tenían las cuencas de los ojos hundidas y sus pies descalzos le hicieron pensar en sus dos hijos. Concluyó que eran afortunados por no vivir en la miseria que él mismo había conocido de pequeño. Enseguida lo vieron y corrieron en tropel hacia él. Sacó la placa, porque sabía que si se le acercaban a menos de un metro no volvería a encontrar ni su reloj ni su cartera. Salieron por piernas gritando:

– ¡Polizonte, polizonte!

La primera paisana con la que se cruzó ya le miró de manera aviesa.

Mal empezamos, pensó mientras se adentraba en aquel mar de chabolas hechas de adobe, fragmentos de hojalata, maderas y cartón.

Pasó junto a una que no era más que un toldo que quedaba sujeto por cuatro postes gruesos y altos. Una mujer de rostro agitanado y pelo negro y despeinado descansaba sobre una concha de retales con una niña en brazos. La cría era medio rubia y sus ojos, claros. A la madre se le marcaban los pómulos de hambre y los dientes se le salían como si su boca fuera la de un caballo. Bajo el toldo había una alacena de madera de tres alturas en la que descansaba un solo plato. Estaba limpio.

Víctor sacó la cartera y le dio todo lo que llevaba, acallando así su conciencia. Una fortuna para aquella mujer, que le besó la mano como si fuera un obispo.

Siguió caminando a paso vivo. No sabía adónde iba. Y además, acababa de quedarse sin dinero. ¿Cómo iba a sobornar a nadie para que hablara? Se sintió vulnerable, triste por ver cómo vivía aquella gente. Vio a algunos hombres que, sentados, permanecían aferrados a la botella viendo pasar el tiempo. Eran parados. La mayoría de los varones, los que podían, estaban trabajando. Continuó caminando entre las chabolas por espacio de unos quince minutos, esquivando heces y charcos de orines.

De vez en cuando le llegaba el olor del potaje que preparaba alguna mujer, enfrascada en avivar el fuego mientras se secaba el sudor de la frente con el delantal. De pronto, vio a una mujer que lo miraba. Rondaría los cuarenta y parecía resuelta. Tenía los brazos en jarras y permanecía de pie, observándolo, con las piernas algo abiertas. No es que estuviera gorda, pero era de constitución robusta, no parecía tan desnutrida como las demás.

– Perdone -dijo tocándose el bombín con la diestra-. Soy policía y busco a un tal Agapito Marín, es tuerto y, según me han dicho, vive por aquí.

Ella lo miró como si hubiera llegado de la luna y sonrió.

De pronto, dos mujeres comenzaron a chillar. En un momento las rodeó el gentío.

Una arreó un sopapo a la otra, que se lanzó uñas por delante a arañarle la cara. Rodaron por el suelo y terminaron por caer en un inmenso charco, asqueroso y pestilente. La muchedumbre bramó pidiendo sangre, animándolas a pelear, y la matrona con la que Víctor intentaba hablar corrió hacia ellas. El hizo otro tanto. Las separaron. Víctor cogió a la suya por detrás cuando ya arrastraba a su rival por el pelo, negro y sucio, y la agarró con fuerza.

– ¡Basta! -gritó la mujer de más entendimiento, que con su fuerte brazo inmovilizó a la otra contendiente por el gaznate-. No merece la pena pelear por un hombre. Aquí no hay nada que ver. ¡Cada mochuelo a su olivo!

Dos mujeres, negras por la suciedad, se llevaron a la que sujetaba Víctor, mientras que la otra, que parecía hacer esfuerzos por no asfixiarse, pareció entrar en razón ante la inquisitiva mirada de la grandullona que había detenido la pelea. Parecía tener mando en plaza. Después de soltar a su presa, que se perdió en dirección contraria, aquella impresionante mujer miró a Víctor y le sonrió como dándole las gracias.

Fue entonces cuando un pilluelo pasó frente a él y le empujó. Otro diablillo se había situado detrás de él y le hizo trastabillar y caer a un charco. Pensó que acabaría cogiendo el tifus. Quedó empapado entre las risas del respetable, íntegramente formado por féminas, pues la mayoría de los hombres no había vuelto aún del tajo.

– Rosalía de la Cruz -dijo la mujerona tendiéndole el brazo. Lo levantó de un tirón sin apenas esfuerzo.

– Víctor Ros -contestó él sacudiéndose la ropa y el sombrero. Estaba empapado.

Se miraron.

Estallaron en una carcajada.

– Hueles a policía desde más de un kilómetro.

– Lo sé -dijo él-Pero en ningún momento he querido ocultarlo.

– ¿Quieres secarte?

– Sí, mejor, aunque hace calor.

Ella lo llevó a su caseta. Era de las mejores, casi toda de ladrillo y limpia por dentro. El piso, de tierra, había sido aplanado. Víctor se quitó la chaqueta y la puso junto a un fuego sobre el que aquella mujer calentaba una especie de puchero. Olía bien.

– Mi hombre llegará pronto.

– ¿Trabaja por aquí?

– Sí. En una fábrica -dijo ella-. Doce horas diarias por una miseria.

– ¿De dónde eres?

– Nací aquí, pero mis padres vinieron de Extremadura. Él arqueó las cejas diciendo:

– Yo soy madrileño, vivo en Madrid, pero nací en el valle del Jerte.

Se hizo un silencio:

– Vaya, somos paisanos entonces. ¿Quieres un café?

Dijo que sí venciendo cierta aprensión.

– Tú eres como nosotros -añadió la mujer.-En efecto. En mis primeros años en Madrid fui un rateri11o. Conocí el hambre.

– Otro en tu lugar hubiera sacado eso y se hubiera liado a tiros -dijo ella señalando el revólver de Víctor, que descansaba en la funda, bajo la axila.

– No me separo nunca de él desde un incidente que tuve en Córdoba que por poco me cuesta la vida. Lo del charco ha sido una trastada de crios. Sólo me he mojado un poco.

Observó que más de veinte mujeres se arracimaban en la puerta de la chabola.

Rosalía se asomó y las echó de allí: