– Este país cambia, amigo, pero muy lentamente. Como un dinosaurio que despierta después de una siesta de millones de años. No se puede luchar contra el sistema, pero tenemos la obligación de hacerlo.
Capítulo 4
A la mañana siguiente, tras desayunar como es debido, Víctor y don Alfredo tomaron un coche de alquiler y se llegaron a Sant Martí de Provençals. No tardaron en hallar la casa del hijo de Monturiol, donde residía el inventor con su mujer, rodeado de sus hijas y nietos. Los recibió en una especie de despacho-taller donde permanecía enfrascado en complejísimos cálculos matemáticos.
A Víctor le pareció un hombre cansado. Calvo, de pelo cano, lucía unas inmensas patillas y unos bigotes blancos que enmarcaban un rostro severo, serio y pleno de determinación.
– Ustedes dirán -dijo sin apenas levantar la cabeza de su trabajo.
– Inspectores Ros y Blázquez -anunció Víctor.
– Dejen sus tarjetas ahí -contestó el inventor sin mirarlos. Era uno de esos hombres dotados de una gran energía, capaces de hacer varias cosas a la vez- Sean breves, el tiempo es oro.
Víctor comprobó algo sorprendido que en el cuarto había un crucifijo y algunas imágenes religiosas. Monturiol, por primera vez, los miró:
– No se asuste, joven, y no mire así mis cosas, con los años he redescubierto la religión. Pero digan, digan…
Los dos policías se miraron. No sabían muy bien cómo atacar el asunto:
Queríamos preguntarle sobre Icaria -se atrevió a decir Ros. Monturiol había vuelto a su trabajo.
– Aquello fracasó. Pura utopía. Como tocio.
Estaba claro que no iba a ponerles las cosas fáciles.
– Ya, pero usted fue el… líder del grupo en Barcelona.
– He sido muchas cosas, joven. Yo soy el inventor de un sistema para mover los submarinos con motor y de otro para generar oxígeno dentro de la nave; he inventado una máquina para fabricar carpetas, otra para imprimir papel de música, otra para liar cigarrillos, por no hablar de mi fusil, llamado la «culebrina»; diseñé un tranvía-funicular y un velógrafo; también he sido el descubridor de un procedimiento para sacar papel engomado que llegué a introducir en la Fábrica Nacional del Sello cuando fui su director y, ¿saben?, no me ha servido de nada. Me hallo enfermo, viejo y cansado. Bien es cierto que mis submarinos, los dos Ictíneo, gozaron del apoyo económico y emocional de unos cuantos buenos amigos, pero ¿tuve ayudas de la Administración? Ninguna. Ni siquiera la sociedad catalana, que tanto me encumbró en su momento, ha sabido valorar mis invenciones. Ahora he de verme acosado por las deudas, acogido por mi hijo, y dirán ustedes: ¿para qué?
Víctor y don Alfredo se miraron. Aquel hombre parecía cargado de razón.
– Intentamos resolver un secuestro, don Narcís -dijo Ros-. Hemos hallado una pista: alguien grabó la palabra «Icaria» en el interior del coche del secuestrado, don Gerardo Borras.
Monturiol levantó la cabeza por segunda vez en toda la entrevista:
– Maldito sea -profirió.
Volvió a sus cálculos al momento y dijo tras un rato de silencio:
– Sólo hay dos hombres a los que nunca perdonaré, y bien que me pesa. Uno, un secretario que se enriquece en Inglaterra con un invento mío para conservar la carne, y el otro, ese maldito mercader que usted ha nombrado.
– ¿Don Gerardo?
– En efecto. Nunca me gustó.
– ¿Lo conocía?
– Ojalá nunca se nos hubiera arrimado. Recuerdo que fue en torno a 1848, cuando Cabet se animó al fin a crear su ciudad, Icaria. El lugar elegido fue Estados Unidos. Se esperaba a unos veinte mil icarianos y sólo se sumaron setenta. Nuestras relaciones con Cabet eran excelentes; de hecho, dos años antes, un joven idealista, Gerardo Borras, había acudido a París enviado por nosotros con unos buenos dineros. Supo ganarse la confianza de nuestro líder, no en vano era un gran contable. Se pusieron en sus manos todos los fondos que los icarianos habían recaudado a lo largo del orbe y se adelantó para comprar los terrenos. El muy ruin se puso de acuerdo con el vendedor y entre los dos se embolsaron la mayor parte del dinero. Hicieron ver que el precio pagado era más alto y a Cabet le endosaron un terreno cerca de Shreveport, Luisiana, que era arenoso, pantanoso y estaba lleno de mosquitos. Nada se pudo probar, pues el vendedor y el comprador, Borras, que actuó en representación de la comunidad, decían que ése era el precio que se había pagado. Un timo. Fueron tres catalanes a Icaria. Uno de ellos, Rovira, un buen amigo mío, se pegó un tiro en Nueva Orleans a consecuencia de aquel fracaso. Cabet murió apenado en Illinois. Unos años después, Borras volvió a casa como un hombre rico. Maldito.
– Menuda historia -dijo don Alfredo.
– O sea, que es posible que los icarianos hayan querido vengarse-repuso Ros.
– ¿Qué icarianos? -contestó con tristeza Monturiol.
Quedaron en silencio. Aquel hombre volvió de inmediato a sus quehaceres y los ignoró de nuevo.
Salieron de allí apesadumbrados. Aquél era un inventor, un idealista, que había querido mejorar la sociedad en la que vivía y había terminado olvidado y frustrado, triste e impotente.
Como su modelo, Cabet.
Antes de subir al coche de alquiler, la mujer de Monturiol les despidió con una frase muy profética:
– Algún día, los logros de mi marido serán reconocidos, pero no creo que él viva para verlo.
Después de aquella triste experiencia acudieron a la calle Calabria. La pista de los icarianos tomaba fuerza. Allí, frente a la puerta, Ros colocó una piedra más o menos a un par de metros de la acera. Hizo lo mismo tomando como punto de partida la acera contraria y se quedó mirando hacia el suelo.
Medía la distancia que quedaba entre los dos carruajes.
Había una treintena de curiosos a la puerta de la casa de los Borras. Querían ver al poseído, pero, a falta de otro espectáculo, se acercaron a mirar las extrañas maniobras del detective.
– Puede hacerse. Apenas dos metros -dijo Ros mesándose la barba-. Aunque sacar a un hombre de un coche y pasarlo a otro a rastras es complicado, y a poco que se resista… difícil negocio. Aunque…
Víctor seguía mirando, ensimismado, el suelo. Había una boca de alcantarilla entre el espacio que aquel día ocuparon los dos carruajes.
– ¡Eeeeh!
Un grito y el fuerte brazo de don Alfredo que tiró de él le hicieron apartarse.
– No puedes estar aquí en medio -repuso Blázquez-. Ese coche casi te aplasta.
– Sí, sí -dijo Ros sin abandonar su mundo-. Quizá por la alcantarilla. Habrá que echar un vistazo. Pero ahora, hagamos la gestión que nos ha traído aquí.
Víctor llamó al picaporte de la casa de enfrente. Era bonita, aunque más modesta que la de los Borrás, pues estaba terminada en ladrillo rojo y las ventanas eran de madera blanca, con tiestos repletos de geranios que colgaban de dos pequeñas balconadas del primer piso.
Abrió una criada pequeña y de tez muy morena.
– ¿Los señores de la casa? -preguntó Víctor tendiendo su tarjeta.
Los hicieron pasar a un pequeño y luminoso salón, con cortinas de terciopelo rojo y con una estantería repleta de libros. Allí bordaba una joven, muy hermosa, y un anciano dormitaba en una silla de ruedas junto a la ventana.
– No tema, señora -afirmó Víctor-. Soy el inspector Ros y vengo a hacerle unas preguntas sobre el secuestro de un vecino, don Gerardo Borrás.
– ¿Cómo?-dijo ella, quien, tras ponerse en pie, tendió la mano a los recién llegados-. Pero, no sabía…