– Descuide, todo se está llevando en secreto. Cuento con su total discreción. Aunque la prensa ya ha hincado el diente al asunto, me temo -ella asintió-. Aquí mi amigo, el inspector Blázquez. Hemos venido desde Madrid.
– Tomen asiento. Felisa, café y pastas -ordenó la joven-. Me llamo Rosa, Rosa Guerra, y éste es mi padre, don Faustino Vicente, teniente coronel retirado. Está enfermo, a ratos demente. Yo lo cuido, pues mi madre murió cuando aún vivíamos en Filipinas.
La criada entró, dejó una bandeja de plata con la tetera y las pastas, y Rosa Guerra hizo los honores.
– Con leche, dos terrones -dijo Víctor.
– Yo solo, sin azúcar -añadió don Alfredo.
Se hizo un corto silencio y ella repuso:
– Ustedes dirán.
Víctor tomó la palabra:
– Su vecino, don Gerardo, fue secuestrado hace ahora un mes y creemos que lo hicieron aquí mismo, delante de su propia casa. En ese preciso momento había dos carruajes en la calle: uno, el de su vecino, y otro que paró aquí en su puerta. Sé que debe de ser imposible acordarse de ello, pero ¿recuerda usted si pidieron un carruaje por aquellos días?
– Rotundamente, no.
– ¿Cómo?
– Que no. Mi padre está inválido y no sale nunca, y yo, cuando lo hago, apenas doy un corto paseo y voy a misa. No uso carruaje, no tenemos, y tampoco suelo alquilarlos. No hemos tenido una sola visita en años, mi padre no tiene ni un solo amigo o familiar en la Península.
– Vaya -dijo Víctor-. Esto resulta muy interesante, porque… -añadió mirando a su amigo-. Si esta joven no pidió un coche, ¿qué hacía uno parado en su puerta en la mañana de autos?
Víctor y don Alfredo aguardaban a Juan de Dios López Carrillo sentados a una mesa del Gran Restaurant de France, conocido más popularmente como Justin. Era un local lujoso, situado en el número 12 de la plaza Real, donde según decían se comía muy bien.
Esta plaza, que quedaba muy cerca de las Ramblas, era sin duda la obra más destacable de Francesc Molina i Casamajó. Formaba parte de un viejo proyecto que pretendía desarrollar un eje que comunicara las Ramblas con el futuro parque de la Ciudadela. La plaza Real era un recinto sereno, alejado del bullicio de las Ramblas, y que se comunicaba con el exterior por tres bellos pasos para peatones. Las farolas, de seis lámparas, eran un diseño de un joven arquitecto que comenzaba a despuntar, Antonio Gaudí, y en el centro destacaba una fuente de hierro con las Tres Gracias.
Pese a que la plaza, de reminiscencias obviamente europeas, había sido concebida como lugar de residencia de familias bien, iba poco a poco cediendo el testigo al paseo de Gracia y a zonas más amplias del Ensanche. Aun así, era hermosa, con unos amplios arcos que llegaban hasta el segundo piso de los edificios, la bella cornisa y sus características buhardillas. En el restaurante, los dos policías aguardaban en una buena mesa rodeados de hombres de negocios y prebostes que aprovechaban aquel local para relacionarse y hacer negocios que les reportaban pingües beneficios.
– Mira, ahí está -dijo Víctor señalando con la barbilla a la vez que apuraba su vermú.
López Carrillo agitó la mano y se dirigió hacia ellos:
– No he podido llegar antes -dijo mientras tomaba asiento.
– Hemos pedido ya para los tres -apuntó Víctor-. Si no te importa. Lomo relleno con alubias, creo que aquí lo hacen especial, y luego bacallà a la llauna.
– Perfecto, perfecto. Estoy hambriento. Tráigame una cerveza, por favor -indicó López Carrillo al camarero, a la vez que atacaba un trozo de pan-. Luego pediremos un vinito, aquí la bodega es excelente.
– ¿Has hecho los deberes?
– Sí, lo tengo, aunque me ha costado trabajo encontrarlo. ¿Y vosotros?
– Algo hemos adelantado -dijo Víctor.
Don Alfredo tomó la palabra:
– En la casa de enfrente no habían pedido ningún coche, así que debemos suponer que estaba ahí parado por algún motivo.
– ¿Como cuál? -preguntó Juan de Dios con la boca llena de pan.
– Hacer de pantalla. Con un coche a cada lado de la calle, lo que pasara en medio quedaría medio oculto a los ojos de la gente. Además, el incidente del Tuerto hizo que todo el mundo mirara hacia allí. Ese fue el momento. O lo metieron en una alcantarilla que había entre los dos coches o lo subieron al carruaje que había en la casa de enfrente. Los dos coches estaban a un paso.
– Ya.
Les sirvieron el primer plato y López Carrillo pidió un buen vino.
Víctor, tras entornar los ojos al probar aquella delicia, dijo muy resuelto:
– Hay otra cosa: el incidente. Si el Tuerto hubiera montado el numerito él solo atacando una pobre viandante, la cual me parece probado que no estaba en el ajo, el mismo cochero hubiera podido bajar en su ayuda…
– ¡Y entonces hubieran secuestrado a don Gerardo!
– No, el cochero se habría dado cuenta al volver -dijo Víctor-. No sé por qué pero quisieron ganar tiempo. Era obvio que lo querían trasladar a algún sitio. Los secuestradores quisieron que el cochero se llegara hasta el apeadero. Eso les dio, al menos, una hora extra para escapar. Por eso intervinieron dos hombres, bien vestidos, que redujeron al Tuerto. Para que la gente mirara hacia allí pero el incidente no interrumpiera la salida del coche de don Gerardo.
– No lo veo claro -dijo don Alfredo-. Me parece muy retorcido. Además, eso implica que hicieron falta dos hombres para reducir al Tuerto, el propio Tuerto y, como poco, otros dos más para reducir a don Gerardo. O sea, un mínimo de cinco tipos.
– ¿No estará metido el cochero? -preguntó López Carrillo con mirada desconfiada.
– No creo -continuó Víctor-. Tenemos muchos puntos que aclarar, amigos. Pero por ahí van los tiros. Aquello fue una maniobra de distracción. Roma no se hizo en un día.
– Sigo sin verlo claro, Víctor, ¿cómo iban a trasladar a un tipo contra su voluntad de un coche a otro en tan poco tiempo? Es, simplemente, imposible.
Víctor se quedó pensativo y declaró:
– Ahí me pillas, sin paliativos. Tendré que buscar una teoría alternativa. Junto al apeadero hallé un montón de tierra que me da qué pensar, no sé. Tal vez saltó. ¿Y qué hay de lo tuyo?
Mientras servían el bacalao, y tras limpiarse con la servilleta, López Carrillo dijo:
– En respuesta a tu pregunta, Víctor, te diré que me ha costado encontrar el atestado porque nadie se acercó a identificar el cadáver ni se interesó por el cuerpo. Agapito Marín, alias el Tuerto, salió de la cárcel tras su fechoría del sombrero en la calle Calabria el 18 de mayo por la mañana, n las siete y cuarto. A las dos de la tarde del mismo día yacía en el depósito del cementerio a consecuencia de una puñalada en el corazón. Lo enterraron donde los indigentes, en una fosa común. He podido hablar con el médico que certificó la defunción: una sola herida, mortal, una buena cuchillada que entró por la axila izquierda, por detrás, buscando el corazón. Según me ha dicho el matasanos, «un trabajo de profesional».
Víctor sonrió como diciendo: «Ahí lo tenéis. Un trabajo de profesionales».
– Me parece de perogrullo que a este fulano se lo quitaron de en medio. Es mucha casualidad que lo mataran nada más salir de la cárcel tras el incidente. Esta misma tarde espero poder hablar con su hijo, en un pequeño poblado de chabolas junto a la Sagrera -dijo Ros.
– No deberías ir por allí -repuso López Carrillo- Ni siquiera nosotros entramos en esos sitios, ¡ni la Guardia Civil!
– Descuida, lo tengo bien atado.
Juan de Dios dijo entonces:
– Esta tarde he recibido una esquela del gobernador civil, dice que quiere resultados, que tanta histeria no es buena y que ahora que están las cosas tranquilas no quiere complicaciones. La idea de que pueda ser un asunto de socialistas le pone los pelos de punta. Prefiere incluso lo del infierno.
– Ya -dijo Víctor.
Permanecieron en silencio, pensativos.