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Eran más de las ocho cuando Víctor hizo su entrada en la chabola de Rosalía.

– Ahí lo «tié usté» -dijo la mujer señalando a un crío que esperaba sentado en una silla con el asiento de esparto-. No vea lo que me ha costado traerlo, es listo y resabiado como él solo.

Eduardo era un niño alto, espigado. Estaba demasiado delgado, era evidente que pasaba hambre; de rostro agraciado aunque muy sucio, tenía unos hermosos ojos verdes de enormes pestañas que daban a su mirada un cierto aspecto felino. Era un pícaro, estaba claro, sus ojos brillaban inteligentes y escrutadores. Cuando Rosalía se le acercó tomó tierra del piso y se la arrojó a los ojos, lanzó la silla sobre Víctor y corrió hacia la puerta. El detective, que había caído al suelo por el impacto, logró estirar la pierna haciéndole tropezar, por lo que pudo abalanzarse sobre él para retenerlo. Se sentó encima del crío y le sujetó los brazos mientras éste le escupía diciendo: -¡A mí, no! ¡No!

Víctor tuvo que protegerlo de las iras de Rosalía, que quería emprenderla a golpes con aquel rapaz, a la vez que le gritaba:

– ¡Soy policía, Eduardo, soy policía!

Viendo que el crío no se calmaba, le puso las rodillas sobre sus brazos, sujetándolo con fuerza, y le mostró la placa. A continuación sacó el revólver y lo lanzó lejos, a un rincón.

– ¿Ves? -dijo-. No tienes nada que temer.

Rosalía había tomado asiento en la silla frotándose los ojos con un paño húmedo mientras soltaba lindezas. Entonces Ros se levantó de un salto y se separó todo lo que pudo del chico, que se quedó sentado en el suelo.

– Sólo quiero hablar contigo, hijo.

Eduardo guardó silencio, pensativo. Se levantó. Llevaba unas botas que daban pena, a través de una de ellas se le veía el dedo del pie, que incluso se salía del calcetín de color rojo por un orificio. El otro calcetín era marrón y el pantalón, que le quedaba muy ancho, ni siquiera le llegaba a los tobillos. Quedaba sujeto por un único tirante que, cruzado, lo mantenía en su sitio. Debajo llevaba una camisa que un día fue blanca y cubría su cabeza con una inmensa gorra de obrero.

Se quitó la gorra y quedó al descubierto su pelo, corto, de punta y de color castaño claro.

– Perdone dijo -. Al verlo a usted tan trajeado pensé…

– Sólo estoy intentando aclarar qué le pasó a tu padre. Quiero cazar al hombre que lo mató.

El crío parecía más tranquilo.

Víctor le dejó unas monedas a Rosalía y dijo:

– Ven, Eduardo, vamos a que comas algo.

Salieron de aquel poblado sin decir palabra y, tras coger un coche de alquiler, llegaron al puerto. Desde allí se plantaron en un momento en una horchatería de la calle Santa Mónica, donde Víctor pidió una limonada y un buen vaso de leche con magdalenas para el crío. El camarero, un tipo estirado de pelo rizado, lo miró extrañado. Mostró la placa y aquél desapareció para buscar lo que le habían pedido.

– Tu padre -empezó Víctor-, ¿sabes quién lo mató?

El chaval miró al suelo.

– Veamos -volvió a decir el detective-. ¿Sabes si Agapito estaba metido en algún lío? Eduardo comenzó a hablar.

– No lo veía mucho. A veces, con suerte, un par de veces a la semana.

– Era carterista, ¿no? Se sacaría unos buenos dineros. Es un oficio que da rendimiento -repuso Víctor, recordando la época en que era un raterillo como Eduardo.

– No crea -dijo el crío-. Bebía mucho y le temblaba la mano. La gente de la calle decía que había perdido «el toque».

Trajeron el refrigerio.

– Come -dijo Víctor.

Lo contempló mientras mojaba las magdalenas y se las introducía, casi enteras, en la boca. No tenía modales, pero sí mucha hambre. Recordó cómo su mentor, don Armando, lo había sacado de la calle cuando apenas era un crío para convertirlo en policía. Quizá era ley de vida, quizá él debía hacer otro tanto con alguien como él, con Eduardo. Sintió pena por el crío.

– ¿Tu madre?

– Murió; cólera.

– Lo siento, hijo.

– No lo sienta, no la conocí.

Víctor volvió a compadecerse.

– ¿Dónde vives?

– Ahora, en la calle, claro. ¿Dónde si no?

– ¿Y en invierno?

– Buf, ya veremos.

– ¿Y de qué vives?

– Hago recados.

– ¿Qué recados? -Dos damas que iban a sentarse a una mesa miraron al crío con asco y siguieron su camino. Víctor tuvo que controlarse para no soltarles cuatro frescas.

– Pues recados, llevo paquetes para gente.

– Ya. ¿Robas?

– Claro, en la Boquería sobre todo. Para comer. Pero no va a detenerme por eso, ¿verdad? -dijo Eduardo mirándolo con malicia y deparándole la mejor de sus sonrisas. Se le notaban los hoyuelos de las mejillas. Era un crío.

– ¿Estaba tu padre metido en un lío? -insistió.

– No sé, él hacía su vida y yo la mía. A veces venía a la chabola a dormir y a veces no, pero casi nunca me hablaba. Sé que algo se traía entre manos con el enano ese, el de las chicas.

– ¿El de las chicas?

– Sí -dijo Eduardo sin dejar de mirar el vaso y la magdalena que mojaba-. Un enano, de negro, que siempre va con un perro pequeño, a veces viene y se lleva chicas del poblado, ya sabe… pagan bien.

– ¿Chicas? ¿Para qué?

El otro lo miró como si fuera tonto.

– Pues para algunos caballeros de mucho parné a los que les gustan sin estrenar. A mí me dijo una vez que si quería ir, pero le dije que no, que no quería. Es un alcahuete.

Víctor sintió más pena aún de que aquel crío supiera tanto de la vida.

– Y esas jóvenes, ¿vuelven?

– Pues claro.

– ¿Y les pagan bien, dices?

– El lo arregla con sus padres.

Víctor sintió asco. La pobreza sólo traía aquellas cosas. Volvió a preguntar:

– ¿Podría hablar con alguna de ellas?

– No, bueno, de las que han ido sólo conocía a la hermana de mi amigo Sebastián y regresó a Cáceres con sus padres. Fue varias veces y venía contenta, decía que le daban cosas bonitas. Pero debió de ponerse enferma, porque estaba siempre muy pálida y decidieron volverse al pueblo a que se recuperara. Dice la gente que ganó mucho dinero para la familia.

– Ya. Dices que tu padre tenía algo con él. Con el enano.

– Sí, últimamente lo vi con él dos veces, hablando.

– ¿En tu casa?

– No, una vez en las Ramblas y otra en la Boquería. Un día me dijo que iba a conseguir un dineral con un asunto que se traía entre manos. Supongo que con él.

– Ya.

Víctor le dio todo el dinero que llevaba encima.

– No te lo gastes todo de golpe. ¿Tienes dónde dormir?

– Con esta fortuna, ¡claro!

– Bien, Eduardo, estoy en el Hotel Continental. Pásate a verme mañana a la hora de la comida, hablaremos.

– Gracias, señor. Es usted bueno.

– Ahora tengo que irme, hijo, cuídate.

Justo cuando se despedían, el crío le dijo:

– ¿Sabe? Es usted distinto a los demás; aunque va así vestido, como los ricos, en el fondo parece usted uno de nosotros.

Víctor se quedó pensativo. Aquel crío tenía instinto. Como él a su edad.

– ¿Sabe? El Agapito tenía una mujer.

No había dicho mi padre, sino el Agapito, Víctor reparó en aquel detalle. Qué pena.

El crío siguió hablando:

– Sí, se llama Blasa, es mucho más joven que él y trabaja en Sants, en una fábrica de telas. Es de unos ingleses, se llama J. & M. Smith.

– Gracias otra vez. Te espero mañana -le recordó encaminándose al hotel-. Por cierto, ¿cuál es tu comida favorita?