Capítulo 5
Aquella misma noche, durante la cena en el hotel, Víctor contó a sus dos amigos lo que había averiguado. Les refirió la historia de Eduardo sin poder evitar que lo invadiera cierta sensación de pena y remordimiento. También les relató su visita al despacho del secuestrado. Al parecer don Gerardo es un asiduo de los lupanares.
– Quién lo hubiera dicho -exclamó don Alfredo hojeando la Guía nocturna de color rosa-. Si Gerardo era un hombre…
– Sí, probo, lo sé -contestó Víctor, algo cansado de aquella coletilla de doña Huberta.
– Esos son los peores -aseveró López Carrillo-. Dios nos libre de los que se dan golpes de pecho en la iglesia. No hay cosa peor que un hipócrita. Quizá de ahí le vengan esos ataques cuando ve símbolos religiosos. De su pasado libertario y de su doble vida con los asuntos de damas.
Víctor tomó la palabra y dijo mirando a su buen amigo Juan de Dios:
– He telegrafiado a Madrid. Quiero aclarar lo de esos negocios que iba a hacer Borrás. ¿Habéis adelantado algo sobre el asunto de la caja fuerte?
López Carrillo contestó:
– No; parece claro que la combinación sólo la tenían don Gerardo y su secretario, Guzmán.
– Creo que el secretario es honrado apostilló Víctor.
– Eso asegura mi prima -apuntó don Alfredo.
– Le he puesto vigilancia y hemos registrado su casa. Nada. Además, apenas tiene dinero en el banco -añadió Juan de Dios.
– ¿Debemos suponer que don Gerardo se llevó el dinero y los valores? -preguntó Víctor.
Quedaron en silencio. López Carrillo pidió café, coñac y habanos para los tres.
Entonces don Alfredo dijo:
– Pero ¿para qué iba alguien a robarse a sí mismo?
– Es una buena pregunta, Alfredo, es una buena pregunta. Mañana por la mañana me entrevistaré con la joven a la que el Tuerto atacó junto a la casa de tu prima, quiero asegurarme de una cosa.
– ¿Sabéis? -López Carrillo tomaba de nuevo la palabra-. Esta mañana, en la Jefatura de Policía, he podido hablar con uno de los agentes que levantó el cadáver del Tuerto. Según le dijo una testigo presencial, en la agresión no hubo discusión previa. Un tipo se le acercó por la espalda y le metió la navaja por la axila, hasta el fondo.
– Un ajuste de cuentas. Está claro. Una ejecución, buscando el corazón.
– ¿Y por qué había de estar relacionado con el secuestro de Borras? Todo esto es circunstancial -dijo don Alfredo.
– No tenemos otra cosa, piensa, ese hombre se volatilizó, desapareció del interior de su coche. La única, y digo bien, la única posibilidad lógica que entreveo es que aquel incidente junto a su puerta no fuera algo casual, y si así fue, vuelve a aparecer otra nueva casualidad. ¿De verdad no te parece demasiada coincidencia que ejecutaran al tipo al que detuvieron por dicho incidente el mismo día en que quedó en libertad? Piensa: protagoniza el incidente, es detenido, dos días al calabozo y nada más salir lo matan. Es demasiado.
– No sé, chico, no lo veo claro -repuso don Alfredo-. Pero la experiencia me hace tener fe en tu instinto, hijo, no nos queda otra opción que seguir así.
– Bien dicho, amigo, bien dicho. Pero hablemos de cosas más agradables, ¿qué hay de interesante en los teatros de la ciudad, Juan de Dios?
A la mañana siguiente, Víctor se personó en casa de Ana María Velázquez, que vivía en un coqueto edificio de tres alturas situado nada menos que en el paseo de Gracia. Estaba presente el marido, de nombre Julián, al parecer un joven abogado que, salido de la nada, se iba labrando un porvenir en la ciudad. El piso, un principal, denotaba que las cosas les iban bien.
Víctor tomó asiento en un incómodo sofá mientras los dos tórtolos lo hacían en sendas sillas frente a él. Ana María era una joven hermosa, de profundos ojos azules y pelo castaño, lacio. Él era moreno, de ojos marrones, y lucía una perilla recortada seguramente con el propósito de parecer mayor ante sus clientes.
– Bien, bien -dijo el detective mientras sorbía el café que le habían servido-. Cuénteme usted lo del ataque.
– Pues fue una cosa rarísima. Era muy temprano. Yo iba a casa de mi hermana, que vive en esa misma calle, porque tenía que cuidar a su hijo pequeño; ella tenía que ir al médico por un sarpullido que…
– Al grano, querida -le dijo su marido demostrando que sabía de aquellos asuntos.
– Perdón. El caso es que, de pronto, iba yo caminando a paso vivo cuando un borracho, un tipo feo como él solo, tuerto y muy mal vestido, todo harapos, se lanzó sobre mí dando manotazos a mi sombrero diciendo: «¡Moscas, moscas, todo está lleno de moscas!».
– Vaya -dijo Víctor.
– Sí, sí, a voz en grito. Afortunadamente, no pudo arrancármelo porque iba bien sujeto por alfileres; además, dos caballeros que caminaban tras él lo agarraron bien fuerte por los brazos, aunque él seguía gritando.
– Esos dos caballeros, ¿cómo eran?
– Altos, más bien robustos.
– ¿Cómo vestían?
– Bien. Hombre, no creo que fueran de la alta sociedad, si se refiere a eso, pero llevaban traje, creo que los dos de mezcli11a, y bombín.
– ¿Vio sus rostros?
– No me fijé mucho, la verdad. Pero me parecieron muy normales, excepto… -¿Sí?
– Uno de ellos, el más alto quizá, tenía una cicatriz en la cara, junto a la barbilla.
– Bien observado, Ana María -la felicitó Víctor tomando nota-. ¿Le parecieron vulgares o educados?
– Más bien educados.
– Cuando detuvieron al loco, ¿éste siguió gritando?
– Sí, sí, no paraba. De hecho, incluso cuando se lo llevaban los guardias seguía dando berridos.
– Ya.
– Es una pena que esos dos caballeros que me auxiliaron no acudieran a declarar, me hubiera gustado saber sus nombres para agradecerles su intervención.
– Igual eran de fuera y estaban de visita en la ciudad; ¿tenían acento de aquí?
La joven se lo pensó:
– Pues ahora que lo dice… no. Tenían un acento así…, como el de una criada que tuve yo, de pequeña, creo que era sevillana o quizá de Murcia.
– De acuerdo, Ana María, me ha sido usted de gran ayuda. Y ahora, si me disculpan, debo hacer otras gestiones relacionadas con el caso.
Joaquina Vendrell era la madama de una casa de citas de acertadísimo nombre, Las Hijas de Venus, que estaba situada, como tantas otras, en la calle Quintana. Abrió ella misma la puerta e invitó a Víctor a entrar. De inmediato lo acomodó en un salón demasiado recargado, atestado de sillones y con asientos de cuero rellenos de plumas como los que usaban los árabes de los cuentos que Víctor leyera de pequeño. Sentado en uno de ellos, y luchando por no caerse, el detective acertó a preguntar por doña Joaquina, a lo que aquella añosa alcahueta contestó:
– Soy yo, guapo. Tranquilo, que estás en las mejores manos de Barcelona para encontrar el placer, te guste lo que te guste.
Llevaba un vestido ajustado en la cintura, negro, y el pelo bien recogido en un peinado bastante recargado. Iba discretamente maquillada. Parecía haber recibido una buena educación por su porte y maneras. Había sido guapa de joven, no cabía duda.
– No, no -dijo él-. No quiero ver a las chicas.
– ¡Cómo! No me digas que un buen mozo, tan guapo como tú, nos ha salido «rarito»…
– No-continuó mientras sacaba su placa-. Sólo quiero hacerle unas preguntas.
– ¡Acabáramos! Ya pagué la semana pasada.
Víctor hizo oídos sordos a aquel inquietante comentario Y dijo:
– Perdone, pero no es ni mucho menos mi intención importunarla. Mire, investigo un secuestro. He venido de Madrid exclusivamente para ello. El tiempo corre en nuestra contra, porque el secuestrado está como ido. Quiero capturar a los secuestradores y considero que usted podría ayudarme.