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El aire de una ventanilla abierta le golpeó en la cara ayudándolo a volver en sí antes de entrar en el vagón restaurante, donde sólo un caballero tomaba una copa al fondo de la barra. Ni lo miró. Se sentó y pidió un café bien cargado. Permaneció absorto, mirando por la ventanilla hasta que le trajeron la humeante taza que, junto con un buen cigarrillo, le sacó al fin de su sopor.

Entonces levantó la vista, zarandeado por el traqueteo del tren, y se fijó en él.

El joven de la estación. El novio de la chica.

El galán al que había visto despidiéndose de la joven que, en esos instantes, charlaba animadamente con Matas en el compartimento. Se fijó en él. Era bien parecido, alto y delgado. Estaba sentado a la barra en un taburete elevado, con los codos apoyados, mirando al infinito y con una copa de coñac en la mano. Su pelo, repeinado hacia atrás, era abundante y negro, muy negro, y su rostro moreno estaba atravesado por dos imponentes patillas que le daban un aire claramente meridional. Le faltaba un pequeño fragmento del lóbulo de la oreja derecha, un tipo duro, y parecía esperar algo o a alguien. Entonces, el joven levantó su copa de coñac para beber un trago y el viajero desconocido comprobó, no sin sorpresa, que en la zona inferior de la muñeca del galán se apreciaba un tatuaje carcelario.

Vaya, se dijo, a la vez que decidía volver a su compartimento. Pagó y se levantó de su taburete. De camino pensó en que aquello era extraño, ¿Por qué iba una joven a despedirse de su novio si luego éste viajaba en el mismo tren que ella? Tal vez el joven de aspecto duro estaba allí sin que Ana Ferrán lo supiera, para seguirla o vigilarla. Quizá era un tipo celoso. Reparó en que la joven había dicho que se disponía a comenzar una nueva vida en Barcelona y en que sólo llevaba un bolso de mano. Sospechoso.

Justo cuando entraba en el compartimento le pareció ver que el pie de la muchacha jugueteaba con el de Matas. Observó que si el ex presidiario del restaurante se presentaba allí en aquel mismo momento, Matas pasaría un mal rato.

Tomó asiento. Eso era, un mal rato. Fue entonces cuando supo lo que ocurría.

– Es usted una joven deliciosa -decía Matas-. Me gustaría visitarla, si es posible, en cuanto me instale en Barcelona. Estaré allí más de un mes.

– Claro, claro, será un placer -contestó ella, parpadeando de una manera que al viajero le pareció hasta ridícula por lo exagerada.

Comprobó entonces, sin perder detalle, que Matas tocaba con el pie la pantorrilla de la joven, que estaba sentada justo enfrente de él. La beata no se percató de nada y las miradas de la joven y del caballero castellano se encontraron como si no hubiera nadie alrededor.

En aquel momento el industrial y diputado se levantó con disimulo y salió al pasillo con el pretexto de que iba a no sé dónde. El viajero desconocido se dio cuenta de que esperaba en el pasillo, pues lo vio reflejado en el cristal de la ventanilla.

Después salió ella.

El pasajero se levantó a toda prisa para buscar su bolso de mano y avisar al revisor.

La respiración de Matas era agitada. La joven no sólo se dejaba besar, sino que parecía muy excitada y emitía pequeños gemidos cuando él apretaba sus senos, que se estremecían bajo el vestido. Aquello prometía, pensó el hombre. Toda su vida había fantaseado con la posibilidad de ganar un acta de diputado. Era la mejor manera de conseguir poder e influencia, de prosperar aún más en sus negocios y escapar de su autoritaria mujer durante largas temporadas, que le permitirían hacer de las suyas en múltiples viajes oficiales. ¡No podía creerlo! Ni siquiera había tenido que llegar a Barcelona para lograr su primera conquista y, además, la joven, nada menos que una huérfana desvalida, iba a residir en la misma ciudad que él.

Sí, Pablo Matas se las prometía muy felices.

Comenzó a subir lentamente la falda de la joven que, muy sofocada, suplicaba por su virtud. Mientras besaba el cuello de aquella apasionada jovencita, Matas luchó por quitarle el refajo.

– ¡Sí… sí…! -decía ella, excitándolo aún más.

Entonces se abrió de golpe la puerta del compartimento de equipajes y apareció un tipo alto, fornido y con aspecto de duro. No vestía mal, aunque tenía cierto aire peligroso y una mirada ruda, inhumana, que se fijaba en don Pablo Matas como si fuera una presa. Este se separó de un salto de la joven, justo antes de recibir un puñetazo en pleno rostro que le hizo rodar por el suelo. Debió de golpearse la ceja al caer, porque cuando logró ponerse en pie, un velo rojo le cubría enteramente el ojo derecho.

– ¡Maldito hijo de puta! ¡Te rajo! -dijo el otro sacando una inmensa navaja que hizo que la joven prorrumpiera en un sonoro grito de pánico.

– ¡No, no! ¡Espere! ¡Ha sido ella! -exclamó el burgués intentando salvar la vida.

– ¡Lo he visto! ¡Estaba usted forzando a mi hermana! ¿Verdad? -dijo aquel energúmeno mirando a la joven, que ya se había cubierto y aguardaba sumisa en un rincón.

– Sí -afirmó ella mintiendo descaradamente-. Me ha traído aquí mediante engaños y quería violarme. ¡No, no! ¡Miente! gritó Malas.

– ¡Te mato, bastardo! -dijo el afrentado hermano de Ana Ferrán, a la vez que con una mano tomaba por el cuello al industrial para intentar apuñalarlo con la otra.

– ¡No lo mates, no lo mates! -gritaba la joven.

– ¡Espere! ¡Espere! ¡Tengo dinero! ¡Mucho dinero!

El joven arrojó a un rincón al diputado, que quedó allí hecho un guiñapo, y adoptó después un aire pensativo. Miró al techo con desesperación y, de pronto, dijo:

– No merece la pena que me manche las manos de sangre con usted. Llamare a la policía y tendrá su merecido. Mi hermana es menor de edad. Es usted un sucio pervertido.

Don Pablo Matas y Contreras sintió que se le hundía el mundo bajo los pies.

– No… no… espere, por favor-suplicó patéticamente-. Todo ha sido un malentendido y nadie ha salido herido. La virtud de su hermana está intacta, ¿verdad?

La joven asintió.

– ¿Y qué? Es usted un delincuente, un violador de muchachas. Se le va a caer el pelo, seguro.

Matas, de rodillas en el suelo, suplicó de nuevo:

– Espere, se lo ruego. No ha ocurrido nada irreparable. Es la primera vez en mi vida que me pasa algo así y no volverá a pasar, se lo juro. No sé qué me pasó por la cabeza, creí que ella quería, se lo aseguro. Un escándalo no conviene a nadie, ni a mí ni a su hermana. Estoy dispuesto a compensarles por el mal rato que ha pasado la joven y por el sufrimiento que le pueda haber causado a usted, de verdad.

El hermano de la joven cerró la puerta y la miró como pidiendo consejo, mientras el industrial sacaba su billetera y les tendía un buen fajo de billetes. Hizo otro tanto con su reloj.

– Los gemelos -ordenó el afrentado.

Matas se deshizo de ellos y la joven tomó el dinero y las prendas que les entregaba el diputado metiéndoselo todo bajo el refajo en un gesto que resultó un tanto ordinario viniendo de una joven dama.

Don Pablo, que permanecía de rodillas, se sintió algo aliviado. Parecía que iba a salir con bien de aquello. Tenía un aspecto patético. La corbata aflojada, la pechera de la camisa rota y algunos mechones de su cabello, que debían cubrir su ya avanzada calvicie, caídos ridículamente hacia la derecha.

– Míralo -dijo el joven moreno-. ¡Qué pena de hombre!

En aquel momento el tren se detuvo.

– Perfecto -añadió guardando la navaja-. Conforme al horario previsto, como siempre.

– ¡Daroca! -gritó el factor de la estación indicando la parada a los viajeros.

Fue entonces cuando don Pablo lo comprendió todo, al ver que la joven tomaba del brazo a aquel chulo mientras lo miraba sonriendo. Lo habían desplumado. Había sido víctima de un timo. Ahora lo veía claro.