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– Vaya -repuso don Alfredo-. Pero ¿es verdad? ¿Ha habido varias desapariciones de niñas?

– Pues me temo que sí. Bueno, niñas, niñas… Digamos que mujeres jóvenes de entre doce y diecisiete años.

– Mal asunto -dijo Víctor dando un salto en su silla.

– Sí. El gobernador ha ordenado cautela y discreción. Algunas desapariciones no están del todo constatadas, tened en cuenta que hablamos de gente de clase baja: hay chicas que se fugan o incluso a veces las familias van y vienen, vuelven a sus regiones, en fin, que es difícil saber a ciencia cierta el número. Hay gente que prostituye a sus hijas, o incluso las venden.

– Ya, pero… ¿de cuántas hablamos? -dijo Víctor-. Aproximadamente.

– Pueden ser unas diez.

– Rediez -añadió Ros pasándose la mano por la frente-. Una vez detuve a un tipo así. Fue un caso espeluznante: el Sacamantecas de Almadén, que había secuestrado, violado y asesinado a veinticinco infantes.

– ¿Por qué Sacamantecas? Yo creo que esto debe de esconder un móvil más… sexual. No irás a decirme que el hombre del saco existe, es un cuento con el que asusto a mis hijas para que se tomen la sopa.

– No quieras saberlo, Juan de Dios, no quieras saberlo -dijo Ros.

Entonces se abrió la puerta y apareció un botones y, tras él, un niño escuálido, harapiento y con la cara negra por el tizne.

– Os presento a Eduardo, mi nuevo colaborador. El nos ayudará a capturar a los secuestradores de don Gerardo Borrás.

Los dos amigos de Ros se miraron con sorpresa mientras que éste decía:

– Pasa, pasa, Eduardo, siéntate. Que traigan la comida.

El botones salió del cuarto para cumplir con la orden que le habían dado. Víctor, sirviendo agua en su copa al pilluelo, dijo:

– Aquí mi buen amigo Eduardo es hijo de Agapito Marín.

– El Tuerto -apuntó don Alfredo.

– Exacto. ¡Pero vaya, aquí está!

Todos se giraron para ver cómo entraban un camarero y el maître del restaurante portando una paellera inmensa.

– Tu plato favorito -dijo Ros-. Arroz con conejo.

El crío tenía los ojos abiertos como platos.

– Huele bien, huele bien -dijo López Carrillo.

– Gracias, pueden irse, nosotros solos nos serviremos -declaró Ros y despidió al servicio. Entonces, tomando al crío del brazo, lo hizo levantarse y lo llevó hacia la puerta de su cuarto, que abrió mientras decía-, te diré lo que haremos, Eduardo. Primero comeremos; luego, ¿ves ese pequeño catre que he mandado instalar en mi cuarto? Hay ropa limpia sobre él, te bañarás y te vestirás correctamente. No tires la ropa que llevas ahora, la necesitaremos. Dormirás aquí.

El crío se zafó del brazo del detective y dijo:

– Pero ¿qué quiere?

Era todo desconfianza. Víctor lo miró con calma y repuso:

– Ayudarte, Eduardo, ayudarte. Aquí estarás bien, comerás y dormirás a cubierto.

– Ya, y luego… ¿qué? ¿Qué querrá a cambio? Es usted un pervertido como los demás.

– No, te dije que quiero cazar a los energúmenos que mataron a tu padre. Tengo mujer e hijos. Créeme, yo fui como tú. Sé lo que piensas. No quieres depender de nada ni de nadie, te crees fuerte, invulnerable, eres listo y la policía nunca te cogerá, ¿verdad? Pero en el fondo tienes miedo, estás cansado y te gustaría tener algún lugar al que volver, alguien que se preocupara por ti, ir a la escuela y jugar, como un niño.

El discurso hizo su efecto. Dos lagrimones caían por las mejillas de Eduardo. Don Alfredo lo tomó de la mano y le dijo:

– Ven, mi nieta tiene tu edad. Comamos.

Se sentaron a la mesa. López Carrillo comía incluso con más ansia que el niño vagabundo, por lo que Víctor y don Alfredo rieron divertidos.

– ¿Está bueno? -dijo Ros.

– Sabe a gloria -repuso Eduardo.

– ¿Y dices que este pilluelo te ayudará? -preguntó Juan de Dios mientras atacaba una pata de conejo-. ¿Cómo? A la que te descuides te sisará la cartera.

Víctor miró al crío muy serio:

– Esta tarde iré a ver a la mujer que me dijiste, a la novia de tu padre, ¿vendrás? -Entonces aclaró a sus compañeros-: Trabaja en J. & M. Smith.

– Ten cuidado Víctor, esta tarde habrá algarada por allí -dijo Juan de Dios sin levantar la cabeza del plato.

– ¿Cómo?-dijo Ros

– Sí, los anarquistas y los socialistas preparan una huelga, un paro, creo. La gente no está por la labor pero…

– ¿Y cómo lo sabes? Poveda, claro.

– Y otros. Tenemos gente infiltrada, hombre, asisten a las asambleas y nos adelantamos a sus planes.

– Vaya. Sí que le dedicáis energías al asunto -exclamó Ros-. Eduardo, tú tienes amigos en la calle, gente de tu edad, ¿no?

– Sí -dijo el crío.

– Bien, podríamos, a cambio de unas monedas, hacer que trabajen para nosotros con un único fin: encontrar a ese hombre, el enano que andaba en tratos con tu padre.

– Se puede hacer -contestó Eduardo. Parecía mucho mayor de su edad. Víctor reparó en que eran miles de niños los que no tenían infancia, como aquél, y se lamentó por ello.

Trajeron el postre: un inmenso soufflé de limón que sirvieron a Eduardo y que éste devoró manchándose cómicamente la nariz.

Cuando hubo terminado aparecieron dos camareras con toallas.

– Y ahora, el baño -dijo Víctor.

– Pero… ¿de verdad voy a vivir aquí? -preguntó el pilluelo, que no podía dejar atrás su desconfianza.

– Pues claro, hijo, y ahora ve.

Eduardo se fue con las dos sirvientas como si lo llevaran al garrote y los tres hombres quedaron en silencio.

– Sé lo que estás haciendo y te equivocas -sentenció don Alfredo.

Víctor, encendiendo un cigarro, dijo:

– Sospecho que me vas a explicar por qué.

– Pues sí, querido amigo, él no es como tú.

– Y eso ¿quién lo dice? Puede que sea incluso mejor que yo.

López Carrillo tomó la palabra:

– A ver, a ver-repuso alzando la mano-. Me he perdido, ¿es posible saber de qué collons estamos hablando?

Don Alfredo y Víctor se miraron sonriendo, el primero de ellos tomó la palabra:

– Mira, Juan de Dios, Víctor llegó a Madrid de niño con su madre, sólo tenían lo puesto. Su padre había fallecido de tuberculosis en Extremadura. Su madre trabajaba horas y horas de costurera y él pasaba mucho tiempo en la calle; llevaba camino de terminar convertido en un criminal, y de los buenos, pero un sargento de policía, don Armando, lo apartó del mal camino, lo apadrinó y consiguió que ingresara en la policía, porque logró entrever en él ciertas cualidades que lo han llevado a ser lo que es. Como conozco a nuestro mutuo amigo como si fuera su mismísima madre, sé que se siente en deuda con el mundo por aquello y me temo que piensa hacer lo mismo con este pilluelo, pero… -entonces miró a Víctor y añadió-, ¿tú te has parado a pensar qué será del crío cuando regreses a Madrid? Será más duro para él volver a la calle.

– Lo tengo pensado. No volverá a la calle.

– Ya.

Juan de Dios López Carrillo volvió a hablar: -¿Pero no fue ese tal Alberto Aldanza el que te enseñó lo que sabes, Víctor?

– Más o menos. Don Armando me encarriló; fue a su muerte, cuando yo investigaba el misterio de la Casa Aranda, cuando se cruzó en mi camino un dandi, don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que me ayudó en el caso del asesino de prostitutas. Me enseñó nuevas técnicas: dactiloscopia, química, botánica, geología y, sobre todo, ciencia forense, pero… ¿sabes?, no sé si podré soportar durante toda la vida el peso de aquellas lecciones, hablemos de cosas más actuales. Este tema me torna el ánimo sombrío. Centrémonos en el caso. Tenemos dos vías abiertas: una, la querida de don Gerardo, o mejor dicho, su querido, porque es un hombre; creo que era un mal bicho y a veces los placeres suelen traer la perdición a los hombres respetables. Seguiremos ahondando en el asunto. ¿Y la otra? preguntó don Alfredo.