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– El asesinato del Tuerto. Estaba en ciertos tratos con un enano, un alcahuete que prostituye jovencitas de los bajos fondos. Además, quiero hablar con la mujer que frecuentaba el Tuerto, una especie de novia que tenía, esta tarde. A lo mejor ella nos pone al tanto de qué negocios se llevaba entre manos.

– No veo qué relación tiene el enano con el caso -dijo don Alfredo.

– Al parecer, el Tuerto llevaba un asunto a medias con él. Además, no debe de ser difícil de localizar: un enano, de negro y con un perrito… demasiado llamativo, ¿no?

López Carrillo apuntó:

– ¿Y dices que se dedica a traficar con jóvenes vírgenes? No me suena. Hablaré con mis compañeros. De todas maneras, hay más de diez mil putas en Barcelona y el setenta y cinco por ciento son menores de edad, todas de clase baja, claro. Pero haré lo que pueda.

– Te lo agradeceré.

– ¿Y el asunto de Icaria? ¿Qué hay de los socialistas? -preguntó de nuevo López Carrillo.

– Esa pista es falsa -sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

– Pero ¿cómo lo sabes? -volvió a preguntar el policía de Barcelona-. ¿Tienes alguna hipótesis ya? ¿Crees que hallaremos a los secuestradores?

– Te contesto a las tres cosas y por orden: ya lo explicaré, sí y no sé.

– Aclárame eso -pidió don Alfredo. Víctor tomó de nuevo la palabra:

– No es un asunto de socialistas, es evidente. Aún tengo que atar algunos cabos al respecto, pero estoy casi seguro. Veamos, segunda pregunta: sí, tengo una hipótesis, claro, y muy sólida, pero no me creería nadie. Tengo que reunir pruebas y estoy en ello. En cuanto a si llegaremos a encontrarlos, no lo sé, me temo muy mucho que don Gerardo estuvo en manos de una banda muy peligrosa, de gente sin escrúpulos… y lisios, muy listos.

– ¿Una banda, dices?

– Sí, al menos son cuatro.

– ¿Cuatro?

– Sí, y me atrevo a decir que cuatro. Sí.

López Carrillo estalló en una violenta carcajada:

– ¡Eres el acabóse, amigo! Nos tomas el pelo.

Don Alfredo negó con la cabeza:

– No creo que lo haga, Juan de Dios, nunca bromea con el trabajo.

Capítulo 6

Aproximadamente a las seis de la tarde Víctor y Eduardo salieron del hotel.

– Voy ridículo, parezco un panoli -refunfuñó el rapaz.

El crío iba vestido con una camisa blanca de manga corta, pantalón corto azul marino, calcetas hasta la rodilla del mismo color, y llevaba unas botas nuevas, lustrosas y resistentes a la vez. Cerraba el conjunto una gorra, esta vez de su talla, de idéntica tonalidad del pantalón.

– Vas perfectamente, Eduardo.

– A mí me gusta mi ropa, ¿qué tiene de malo?

– Que son harapos, pero descuida, tendrás que volver a ponértela para espiar.

– Esto es una mierda.

Víctor se paró en seco y lo miró a los ojos:

– No vuelvas a decir una palabrota más. Por cada una que digas te caerá un guantazo, es bueno que lo sepas ya. Me he propuesto ayudarte, sacarte de la calle, y te haré una persona de bien, con un futuro. Tú te lo mereces.

El crío lo miró avergonzado:

– Perdone, don Víctor, es la falta de costumbre.

– Apéame el don, para ti soy Víctor, a secas, y de tú. Somos socios, ¿entendido?

– Entendido.

Tomaron un tranvía de mulas, de Catalana Ripperts, a la carrera. El detective por poco se cae y el pilluelo, muerto de risa por la impericia de su nuevo amigo, le contó durante el trayecto que eran muchos los barceloneses que habían sufrido serios percances (algunos incluso mortales) por intentar subir a lo que los más conservadores tildaban de invento maligno.

Llegaron pronto a su destino y el crío dijo:

– Aquí bajamos.

Llevó a Víctor atajando por varias calles, algunas angostas, y se encontraron frente a J. & M. Smith, una inmensa construcción de ladrillo rojo propiedad de un potente grupo inversor escocés. Víctor tomó nota de que el paisaje barcelonés había ido cambiando lentamente hacia esos tonos que daban un aire más moderno, pero también más triste, a la ciudad. Alguien, decían que Francesc Cambó, llegó a definirla como «la Manchester del Mediterráneo».

– Aquí es -dijo el crío y entró en aquel edificio, una mole tras la que se adivinaban unas inmensas chimeneas. Unas amplias letras de color rojo rezaban: «J. & M. Smith».

Víctor se presentó dando su tarjeta al portero y al instante se personó un capataz, un tipo de Linares que se llamaba Tristán.

– Buenas, soy Víctor Ros, vengo a ver a una trabajadora, Blasa, asunto oficial.

– Mira, Víctor, allí está -dijo Eduardo, señalando al fondo de una enorme sala que se veía a través de una inmensa cristalera. Allí cientos de mujeres se afanaban en los telares. La llegada de la maquinaria de origen inglés, las llamadas «selfactinas» -término que provenía de la expresión inglesa self-acting-, había transformado el ramo del textil. De ser una industria familiar pasó a convertirse en un auténtico maremágnum de empresas y grandes fábricas que, aprovechando las ventajas de la mecanización y la mano de obra barata, había originado un auténtico despertar económico. Aquellas máquinas podían accionar más de mil husos a la vez y, manejadas por sólo dos operarios, producían miles de metros de tejido al día. Blasa era una de ellos, parecía menuda y vestía falda larga de color gris, la camisa era negra y asomaba bajo una especie de guardapolvos gris sin mangas que le protegía la ropa. Llevaba el pelo recogido en un moño

– No puede ser, está trabajando-protestó el capataz.

– Por eso hemos venido ahora, no sé dónde vive, además, serán unos minutos.

– No puede ser.-No quiero montar un escándalo -dijo Víctor.

– Acompáñenme -contestó el otro.

Al final del pasillo se hallaba el despacho del administrador. El capataz abrió la puerta y los hizo pasar. Un tipo de fino bigote y cara de comadreja los miró y, sin levantarse, dijo con fastidio:

– ¿Qué pasa?

– Aquí, un policía que quiere hablar con una trabajadora.

– Al acabar el turno.

El capataz se giró mirando a Víctor como diciendo: «¿Ve?».

– Es un asunto oficial. Víctor Ros, ¿usted es?

El administrador contestó de malos modos:

– Wellington, el duque de Wellington.

El capataz rio la ocurrencia.

Víctor sacó la placa:

– Su verdadero nombre. Ya.

– Eusebio Rius, puede usted hablar con ella al acabar el turno. A las nueve.

– Es un momento. Apenas serán unos minutos

– Mire, don Importante, tengo una fábrica que llevar, ¿sabe? Mis jefes no quieren que se pierda ni un minuto. Así que, ¡aire!

Para entonces aquel tipejo se había levantado y agitaba el brazo delante de la cara de Víctor; era un maleducado, un tipo miserable. El policía, más rápido, le cogió el dedo corazón y se lo retorció; luego, la mano, y al instante, el brazo, que le clavó a la espalda. Aquel desgraciado se dobló como un junco por el dolor y cuando quiso darse cuenta estaba esposado, con las manos en la espalda y la cara pegada a su escritorio.

– Me veo obligado a detenerlo por obstrucción a la justicia.

A una voz del capataz aparecieron tres matones en el quicio de la puerta. Iban armados con garrotes. Víctor sacó el revólver y los apuntó directamente a la cabeza:

– Tú, aquí, a mi lado -ordenó a Eduardo-. Ni un paso u os vuelo la cabeza. Este tipo se viene detenido a Jefatura y al que intente atacarme le descerrajo un tiro entre los ojos y que lo lloren en su casa.

Uno de los hombres adelantó un pie y Víctor hizo fuego en el marco de la puerta. Recularon esquivando las astillas que volaron por los aires y uno de ellos corrió incluso por el pasillo. El policía, que sujetaba al detenido por el pelo, golpeó su cara contra el escritorio y dijo: