– ¡Dile a tus perros que se aparten, explotador!
– Ya se van… ya se van… -murmuró con la boca llena de sangre-. Esto es un malentendido, no hace falta que me lleve usted preso, no nos hemos entendido, ahora mismo avisan a la joven… ¿se llama?
– Blasa.
– Date prisa, Tristán; y vosotros, fuera de ahí.
En un momento, apenas un par de minutos, la joven estaba junto a la puerta y el panorama despejado de matones. Eran muchas las trabajadoras que se asomaban ya al pasillo, pese a que el disparo apenas se había percibido por el ruido de la maquinaria.
– ¡A trabajar! -les gritó Tristán.
– Pon ahí esa silla -dijo Víctor a Eduardo y señaló al pasillo. Sentaron en ella al encargado, que no cesaba de preguntar si iba detenido-. Ya veremos si se ha enmendado usted. Que le limpien la sangre de la boca.
Eduardo miraba con la boca abierta a Víctor, como se mira a un héroe. Obviamente, estaba acostumbrado a que aquellos explotadores se salieran siempre con la suya y aquel tipo que había aparecido de pronto en su vida se comportaba como un salvador.
– Pero ¿no le vas a quitar las esposas? -acertó a preguntar.
– Aún no -le susurró Víctor al oído.
El detective cerró la puerta y ordenó a Blasa que se sentara en una silla frente a la mesa de despacho. Él tomó asiento en el propio pupitre y Eduardo hizo otro tanto, pues a fin de cuentas «eran socios». Las piernas le colgaban y las movía rítmicamente, como jugueteando.
– Yo no he hecho nada -dijo la joven, que parecía un poco lenta.
– Soy Víctor Ros, policía, e investigo la muerte del Tuerto. Este es su hijo, Eduardo.
– Lo sé, una vez lo vi de lejos.
– Era tu hombre ahora, ¿no?
– Sí.
– ¿De dónde eres?
– De Gijón.
– ¿Viniste sola?
– Sí. Me escapé de casa con un sargento de artillería que me dejó a las dos semanas, aquí, sola y sin sustento. Este trabajo es lo único que tengo y por su culpa lo voy a perder, no quiero volver a la calle.
– Descuida, que eso lo arreglo yo -dijo el detective, que se levantó y comenzó a abrir cajones aquí y allá mientras no dejaba de hablar-. ¿Sabes si alguien perseguía al Tuerto? ¿Temía por su vida? ¿Sabes si estaba intentando chantajear a alguien?
– Sé que andaba metido en un negocio que me dijo «le iba a dar mucho dinero».
– Ya -dijo Víctor mientras abría los cajones de un inmenso mueble archivador-. ¿Tenía miedo?
– Pues ahora que lo dice… -dijo la joven con expresión pensativa-. Recuerdo que el día que lo soltaron vino a verme en la pausa del almuerzo y…
– Voilà! -dijo Víctor agitando una goma larga como una serpiente que tenía en la mano. La había hallado en un cajón del escritorio. Entonces miró detrás de un cuadro y observó que allí se escondía una caja fuerte. De pronto volvió la cara hacia la chica y dijo-: Perdona, perdona, te he interrumpido. El día que lo soltaron…
– Vino a verme aquí, en la pausa, muy nervioso y hablamos. Quería venirse a vivir conmigo a mi cuarto. Yo le dije que habían pasado a verme dos personas y que preguntaban por él.
– ¿Quiénes?
– Un hombre y un enano. Un enano de negro, con un perro… -Víctor y Eduardo se miraron-. Y un señoritingo con una cicatriz muy grande en la barbilla.
– ¡Ahí está! ¡La conexión! ¿Ves, Eduardo? Método, paciencia e inteligencia ¡Un hombre con una cicatriz en la barbilla! Sigue, hija mía, ¿qué ocurrió entonces?
– Que se puso «histórico».
– Histérico.
– Sí, lo que yo he dicho, «histórico».
– Nervioso.
– Sí, sí, muy nervioso, comenzó a agitarme por los hombros y me hizo repetir cómo eran esos dos. Gritó, me dio un bofetón y salió por piernas. No lo volví a ver con vida. Una hora después estaba muerto.
La joven se tapó el rostro con las manos y estalló en sollozos. Eduardo se le acercó y le puso la mano en el hombro.
– Lo que me has contado es muy importante, me va a ayudar a cazar a esos miserables, Blasa, y descuida, que no te quedas sin trabajo. ¡Que pase el señor Rius!
El administrador entró en el cuarto y Víctor le quitó las esposas, esperó a que Blasa saliera y ordenó a Eduardo que cerrara la puerta. Quedaron los tres a solas y tomó la palabra:
– Señor Rius, no lo llevo preso de milagro y sé, porque conozco a muchos como usted, que en cuanto me vaya de aquí intentará despedir a Blasa como venganza. ¿Me equivoco?
El otro sonrió desafiante.
– Bien -continuó diciendo el detective-. Pero eso no va a ocurrir porque usted no es tonto y no quiere quedarse sin trabajo, ni siquiera ir a la cárcel, porque… ¿desde cuándo es usted cocainómano? Adquirió esa costumbre en la marina, ya sabe, cuando estuvo usted en Inglaterra.
– ¿Cómo? ¿Qué dice?
Víctor agitó la goma.
– Que usted se inyecta cocaína, una sustancia que, fuera de los usos médicos, no se puede comprar legalmente. ¿Quiere que pida al juez una orden para abrir esa caja? Repito: sé que se inyecta usted cocaína. He visto sus pupilas. Ahí tiene la droga, ¿verdad? O mejor, para qué llamar a un juez, mejor avisaré a sus jefes. Será más rápido.
– No, no. Espere.
– ¿Nos entendemos?
– Nos entendemos.
– Mire, Rius, esa joven no tiene la culpa, yo la he interrogado como testigo de un suceso importante y no debe pagar lo ocurrido aquí esta tarde, ¿entendido? Si usted la despide lo sabré al instante, tengo mis fuentes, y ese mismo día vendré a por usted. No creo que sus jefes quieran saber que tienen su patrimonio en manos de un vicioso.
– Descuide, descuide. No ha pasado nada.
Los dos hombres se dieron la mano para cerrar el trato.
– Pero ¿cómo ha sabido lo de la marina?
Víctor sonrió y dijo:
– Pues por ese tatuaje que asoma bajo la manga de su camisa y que usted ha intentado borrar con tan poco éxito.
La puerta se abrió de golpe y apareció uno de los matones:
– ¡Se van! -exclamó muy alarmado.
– ¿Quiénes? -repuso Rius, algo cansado de aquella maldita tarde en la que nada le salía bien.
– Los trabajadores. Hay un paro -dijo el otro.
Víctor recordó que López Carrillo le había dicho que habría algaradas. No lo había tomado en serio, la verdad. Salieron a la calle. Los trabajadores, tanto hombres como mujeres, salían en tropel de las fábricas dejando las máquinas en marcha. También había obreros de otras empresas de aquella misma zona: el Vapor Vell, el Vapor Industrial, Justerini Company, Tablada Hermanos y La España Industrial.
– Esto se va a poner feo -sentenció Eduardo.
Víctor lo cogió de la mano. Se sintió bien haciéndolo. Había cientos de obreros en la calle, entre hombres, mujeres e incluso niños. Llevaban una gran pancarta sacada de no se sabía dónde que decía: «POR LA JORNADA DE OCHO HORAS».
Víctor sabía que era una reivindicación histórica de los obreros de la ciudad, que vivían en condiciones de semiesclavitud con jornadas de doce horas. Pedían ocho horas al día de trabajo y una jornada libre a la semana y, probablemente, no lo conseguirían nunca. Algunos llevaban pañuelos encarnados al cuello y otros agitaban alguna que otra bandera roja. Un tipo con una especie de embudo metálico en la mano que ampliaba algo su voz dictaba consignas y daba órdenes.
– Es Ruggero- aclaró Eduardo, quien los conocía a todos-. Un anarquista italiano
Frente a la masa obrera había dos guardias civiles que, visiblemente nerviosos, les apuntaban con sus enormes mosquetones.
– Los civiles -dijo Eduardo.
Víctor se giró a la derecha y al minuto vio aparecer a unos veinte guardias armados. Decididamente, aquel crío era un superviviente, tenía un sexto sentido:
– Deberíamos irnos -insistió el niño.
– Espera -contestó Víctor.