Se metieron bajo un soportal de la fábrica.
Detrás de los agentes a caballo venía una treintena de guardias urbanos con sus porras en ristre.
Un teniente de la Guardia Civil, a caballo, desenvainó su sable.
– Pero ¿va a usar eso? -preguntó Víctor alarmado.
– No, no, normalmente golpean con el sable por el lado plano, para asustar a la gente y que se disuelva. No es nada -dijo el crío, que parecía familiarizado con aquel tipo de incidentes. Víctor vio a Poveda, el policía infiltrado, entre los obreros. Se escabullía discretamente.
Salieron varios matones de los que servían a los patronos al paso, iban pertrechados con trancas y dos de ellos llevaban escopetas. Los guardias urbanos cargaron contra la gente. Víctor vio cómo unas pequeñas cosas negras, como moscas, volaban a ras del suelo.
– Son bolas de metal de las rodaduras de las máquinas de vapor. Hacen caer a los guardias -aclaró Eduardo con toda naturalidad.
En efecto, tres civiles que intentaban avanzar tras calar las bayonetas rodaron por el suelo. Los obreros se abalanzaron sobre ellos. Víctor vio cómo otro de los guardias, el teniente, aún a caballo, era rodeado por la masa. Un obrero salió despedido con un tajo en el cuello. Los matones cargaron y los guardias de las porras también. Las piedras volaban por encima de la pancarta. Le pareció escuchar disparos, primero al aire, pero luego observó que la masa se dispersaba. Corrían asustados. Un obrero partió un madero, literalmente, en los riñones de un guardia urbano, que cayó como un peso muerto.
Hacia la derecha, varios guardias apaleaban a un hombre menudo que no acertaba a levantarse. Víctor no perdía detalle. Vio cómo un matón derribaba a un paisano golpeándolo con la tranca en la cabeza, y observó consternado cómo otro disparaba con una pistola por encima de las cabezas de los que huían al fondo. Un tipo cayó a lo lejos. Vio a Ruggero tirar una especie de paquete con una mecha que hizo explosión junto a la cara de un guardia, que cayó llevándose las manos al rostro mientras gritaba que no veía. El italiano escapó por un callejón lateral. Una mujer lloraba llevando a un niño de la edad de Eduardo en brazos. Tenía una herida en la ceja y parecía inconsciente.
En un momento, las fuerzas del orden se habían hecho con la situación. Los obreros corrían al final de la calle. Uno de los guardias civiles no volvía en sí y algunos oficiales presentaban heridas en la cabeza y en el rostro. Víctor contó una decena de obreros tendidos, dos de ellos inmóviles. El teniente de la Guar dia Civil al mando saludó militarmente desde su caballo hacia una cristalera donde varios tipos trajeados fumaban puros habanos como si aquello fuera un espectáculo.
– Siempre al servicio del pueblo -murmuró irónicamente el detective-. Vamos, Eduardo, aquí no hay nada que ver.
Víctor y Eduardo recogieron a don Alfredo en la puerta de la casa de la calle Calabria. Ros no quiso entrar a ver a doña Huberta. Había más de cincuenta curiosos en la acera.
– Quizá le hubiera tranquilizado hablar contigo. Está decidida a llevarse a Gerardo a un monasterio.
– Quizá sea lo mejor. Lejos de este circo.
– Está enfermo. Fiebres reumáticas.
Ros sonrió con aire divertido.
– No le veo la gracia -dijo don Alfredo poniéndose muy serio.
– Pues a mí me parece una excelente noticia.
Echaron a andar. Víctor quería caminar un rato por el paseo de Gracia. Tomó la palabra:
– ¿Le has contado lo de su marido? Ya sabes, lo de su otra vida, los lupanares y su amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.
– No, por Dios, ¿cómo iba a contárselo?
– Tarde o temprano lo sabrá. El confesor lo sabía, por eso dijo el día que lo liberaron que era un pecador. Ella debe saber-lo. Ese es el motivo por el que no he querido entrar; si me pregunta, se lo cuento. Por no hablar de su juventud como miembro de los icarianos a los que, dicho sea de paso, levantó un buen capital. ¡Menudo pájaro!
– Ya, Víctor, pero no soy optimista con respecto a este asunto, me temo que está perdido para siempre y, de ser así, ¿qué necesidad tenemos de tirar por tierra la buena fama de un hombre demente?
– Visto así… -dijo Ros.
Llegaron al cruce del paseo de Gracia con la calle Aragón. Víctor miró hacia el fondo y dijo:
– Allí, al final, queda la Diagonal. Quiero echar un vistazo, caminemos.
Aquello le recordaba el paseo del Prado, donde años antes había conocido a Clara, de la que se enamoró al instante. El ambiente era similar. Barcelona estaba creciendo y no pudo evitar que su mente comparara el paisaje fabril, las casetas de los inmigrantes, el hacinamiento del casco antiguo o la Barceloneta, con las amplitudes del Ensanche o aquel hermoso paseo que tenía ante sus ojos: una inmensa avenida, arbolada, con una amplia calzada central y dos hileras de árboles, a los lados, de hermosos falsos plataneros. Aquella vía estaba ya casi tan transitada por paseantes como las Ramblas, aunque no estaba asfaltada ni empedrada aún. Todos los paseantes iban muy peripuestos, no en vano era sábado. Había competencia, como en el Prado, en Madrid, por pasear a la grupa del mejor caballo o lucir los mejores carruajes, que ahora en verano iban descubiertos. Las damas vestían con elegancia, imitando la moda parisina, mientras que los hombres copiaban más la moda inglesa.
– Esta tarde, en la fábrica, he averiguado algo. La novia del Tuerto dice que el enano y un tipo con una cicatriz fueron a buscarlo. Al saber que iban tras él se puso «histórico» -bromeó Ros.
– ¿Histórico?
Víctor miró a Eduardo, al que había comprado una bolsa de almendras garrapiñadas, y ambos se sonrieron.
– Una tontería mía. Se puso histérico. ¿Te das cuenta, un tipo con una cicatriz?
– No te sigo -dijo don Alfredo tocando el ala de su sombrero para saludar a dos damas realmente hermosas que se les cruzaban.
– Sí, hombre, es la conexión. ¿No recuerdas que la chica a la que atacó el Tuerto, Ana María…? -Velázquez.
– Eso, Alfredo, Ana María Velázquez dijo que uno de los dos tipos que redujeron al Tuerto tenía una gran cicatriz en la barbilla. ¡Y un tipo con una cicatriz en la barbilla fue a buscarlo al trabajo de su novia cuando lo soltaron! Es obvio. Además, iba con el enano con el que, según Eduardo, el Tuerto tenía un negocio. Por lo menos esto demuestra que el incidente de la calle Calabria no fue algo casual. Ya le he encargado a Eduardo que coordine a sus amigos para que estén atentos. Todos los días, nuestro joven colaborador se vestirá con sus antiguas ropas, le tiznaremos la cara y oteará en busca del enano al que él y sus amigos ya conocen. Si lo encuentran lo seguirán sin aspavientos y nos mandarán aviso de inmediato. ¿Entendido?
El crío asintió.
Llegaron a la intersección del paseo con la avenida Diagonal.
– Grandioso -dijo Víctor.
Aquella zona aún estaba por terminar, pero ya se intuía que la ciudad iba a resultar amplia y hermosa a partir de allí. La Dia gonal atravesaría la ciudad de parte a parte. Decidieron acercarse a los Campos Elíseos. Hasta apenas unos años antes el paseo de Gracia no era más que el camino que unía la ciudad con uno de los pueblos que la rodeaban. Algo más arriba del cruce con Aragón se había instalado un jardín, trasladado desde el portal de Sant Antoni. Había fuentes, merenderos, salas de baile, un auditorio para conciertos e incluso atracciones, montañas rusas incluidas. Era la réplica del Prater vienés en Barcelona, sus Campos Elíseos. Eduardo se quedó mirando embobado un tiovivo.
– ¿Quieres montar? -dijo Víctor mirando al niño. Los ojos del crío brillaron de ilusión. Eran muchos los niños que pululaban por la ciudad sin infancia, vagabundeando o acaso en las fábricas, sin juegos, sin ilusión y trabajando de sol a sol por sobrevivir.
En un momento se hallaron junto a la atracción. Eduardo, subido en un caballo blanco, como un vaquero del Oeste americano, disfrutaba como el niño que era.