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– Estuvo casado con una pintora que reside en el Poblé Sec. Acabaron separándose.

– Vaya. ¿Y después? ¿Tienes otra dirección? ¿No sabes dónde vivió después?

– Sí, claro, lo del prostíbulo ocurrió en la calle Petritxol, pero ya no vive allí, fue detenido por aquello.

– ¿Y cómo es que no está en la cárcel?

– Con él fue detenido un joven de la alta sociedad, Santiago Berga. No sé muy bien cómo, pero ambos salieron absueltos. Me temo que las influencias del joven fueron de gran ayuda.

– Poderoso caballero… -sentenció Ros.

El lunes, de buena mañana, Víctor desayunó y ayudó a Eduardo a disfrazarse con sus antiguas ropas para que saliera a la calle a buscar con sus pilludos al enano, al que parecía haberse tragado la tierra. Nadie en Jefatura lo conocía y no había ni rastro de él. Víctor pensó que era cuestión de tiempo, se sentía optimista a esas horas del día. Entonces se encaminó hacia el Poblé Sec. Tomó un tranvía de muías y luego continuó un buen trecho a pie, no le importaba caminar. Pensaba y repensaba en el caso mientras se empapaba del paisaje: era curioso, pero la ciudad había ido creciendo hasta engullí las poblaciones cercanas, con lo que el panorama alternaba la existencia de zonal nuevas y modernos edificios con huertas, lavanderías con fábricas o vaquerías con nuevos almacenes. Iba a ver a la ex mujer de Paco Martínez, el amante de don Gerardo. El marido de doña Huberta había resultado un tipo interesante, con doble y hasta triple vida. No tardó en encontrar el domicilio de la pintora, una pequeña casa encalada, de planta baja, aislada del camino polvoriento por una endeble valla de cañas.

Llamó a la puerta y le abrió una joven escuálida, de aspecto apocado y hermosos ojos azules, que vestía un inmenso guardapolvos con manchas de múltiples colores.

Mostró su placa y ella dijo:

– Viene a verme por Paco, ¿no es así?

Ros asintió y la pintora añadió:

– Pase.

Tomaron asiento, Víctor en una silla plegable de madera, endeble, y ella en un taburete desde el que atacaba un cuadro, un desnudo que al detective le pareció horrible. Apenas sí se distinguía el cuerpo de la joven del entorno.

– Lo titulo Desnudo conceptual -dijo la joven.

– Ah -contestó Ros.

Al fondo había cuadros de santos, crucifixiones y martirios de prohombres de la Iglesia. Era evidente que se ganaba la vida con aquel tipo de obras para poder dedicarse a otro tipo de pinturas de aspecto modernista.

– Bueno -comenzó a decir Víctor-. No le he preguntado, pero supongo que es usted Juana Baños.

– Sí, sí, claro, ¿qué ha hecho ahora?

– De momento, que yo sepa, nada, pero quiero hablar con él lo antes posible.

– Hace dos años que no lo veo. Nos separamos.

– Lo sé. Cuénteme cosas sobre él.

– Yo la quería, ¿sabe?, señor…

– Ros, Víctor Ros. ¿Ha dicho «la»?

– Sí, es a la vez hombre y mujer, un ser especial. Cuando se viste con ropas hermosas es toda una dama.

– Ya, bueno, decía usted que…

– Pues lo dicho, que lo quería, y creo que a mi manera aún lo quiero. Lo conocí en el mercado de la Boquería, cuando trabajaba como cochero para una casa muy seria. Una belleza, un hombre muy guapo, siempre lo ha sido. Me volví loca por él y lo pinté mil veces. Su señorito iba tras él, lo acosaba, así que dejó el trabajo y nos vinimos a vivir juntos. Entró a servir en otra casa como externo, de mozo, pero se cansó, porque siempre fue ambicioso. Decía que aquélla no era forma decente de ganarse la vida. «Quitar mierda de los demás no es para mí», farfullaba de continuo.

– ¿Sabía usted que era homosexual cuando se casaron?

– No.

– ¿No lo sabía?

– No lo es. Es una persona muy ardiente… muy sensual, sus gustos no entienden de sexos, igual puede sentirse atraído por un hombre que por una mujer.

– Ya. ¿Y por eso se separaron?

– No. Fue a raíz de lo de la sesión de espiritismo. El es muy aficionado a lo esotérico, le gusta mucho leer libros viejos, de espíritus, brujas, esas cosas… Una noche vino muy raro, había estado en una sesión espiritista con unos amigos suyos de la ciudad. Al día siguiente, cuando volví a casa de vender unos cuadros, me lo encontré vestido de mujer, bellísima. Lo pinté. Luego hicimos el amor.

– ¿Se vestía mucho de mujer?

– Al principio, no, pero luego poco a poco sí, más. Pero usted no lo entiende, no es que se vistiera como una mujer, ¡era una mujer! Me dijo que se llamaba Elisabeth.

– A ver si lo entiendo, Juana, usted me está diciendo que su marido tenía algo así como una personalidad doble.

– Podría decirse así, pero… no. Yo creo que esa mujer fue poco a poco comiéndole el terreno. Al principio fue como un juego, me pareció excitante, incluso trajo a algún hombre que otro, bebimos e hicimos locuras los tres. Pero empecé a cansarme, era como si fuera dos personas distintas; por un lado, Paco, un hombre bueno aunque con mala suerte en la vida; por otro, Elisabeth, culta, refinada, bella pero mala, muy mala.

– ¿Por qué dice eso?

– Empezaba a estar cansada y un día dije que echaba de menos a mi marido. Me dio una paliza. Nos separamos y sé que empezó a prostituirse. Le iba bien, ganaba dinero. Luego volvimos a intentarlo, hasta hace dos años, que se fue. Yo lo adoraba pero, la verdad, estaba harta de cuernos, de señores poderosos que aparecían por mi casa a buscarlo. Es una furcia, señor Ros, una furcia. Yo me cansé de sus historias, las detenciones, ¡si hasta participó en una especie de secuestro! No quiero ni pensar en otras cosas que hace.

– ¿Como qué?

– Está obsesionado con los libros de brujería, hace pócimas y, no crea, había idiotas que se las compraban. Gente decadente. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho?

– Le he dicho que no lo sé. Aún. ¿Sabría localizarlo?

– No.

– ¿De dónde es Paco?

– De Cádiz.

– ¿Sabría contarme algo de su infancia?

– No hablaba nunca de ello. Su madre murió y su padre estaba siempre fuera, era pescador. Se vino a Cataluña muy joven, con apenas dieciséis años. Tiene un pasado duro. Sólo me habló de aquello una vez que había bebido. Me confesó que su padre había matado a su madre y que lo había visto todo siendo un niño.

– Y… cuando era Elisabeth y luego, de nuevo… volvía a ser Paco, ¿se acordaba de lo que hacía?

– Sí, claro.

– O sea que ambas personalidades codirigen su mente. -Le he dicho que mi marido no tenía doble personalidad.

– Perdone, Juana, pero por lo que usted me ha contado es así. ¿Tiene usted otra explicación?

– Se lo he dicho, esa noche, con el espiritismo, se coló un espíritu en su interior, el de esa mujer, una condesa. Es mala, muy mala. No tiene salvación. Poco a poco se fue haciendo la dueña de su mente, vino de lejos para hacerse con él.

– ¿De lejos?

– Sí, a veces hablaba en húngaro.

– ¿En húngaro? ¿Está usted segura? ¿Cómo lo sabe?

– El me lo dijo.

– Ya.

Quedaron en silencio. Ros pensó que aquella mujer justificaba como podía el que su matrimonio hubiera resultado un fiasco. Sintió pena por ella, aunque si lo que contaba era cierto, aquel tipo estaba realmente como una cabra.

– Yo con mis pinturas soy feliz.

Víctor se levantó y justo antes de salir añadió:

– Si vuelve a verlo o tiene noticias de él, ¿me lo hará saber?

– Descuide.

– Me gustan más sus otros cuadros, los del fondo.

– ¿Ah, ésos? Los hago a granel. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de…

– De Besos.