– No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba -corrigió ella.
– Sant Adrià de Besós.
– Exacto. Si tuviera un par de aprendices me hacía de oro. La gente es muy pía en este país.
Víctor empleó el resto de la mañana en volver a la urbe, al hotel, donde había quedado con Eduardo para que le informara. Este le dijo que su pequeño ejército de confidentes se hallaba al tanto del negocio, pero que no había ni rastro del enano que siempre vestía de negro. Entonces se acercaron a la calle Petritxol, el último domicilio conocido del amante de don Gerardo. En el número 4, en el tercer piso, había residido aquel hombre que, sospechaba, había arrastrado a don Gerardo a la muerte en vida. No era mala zona aquélla, una calle céntrica, paralela a las Ramblas. Cuando llegaron al portal se encontraron con una niña que jugaba con una muñeca de trapo. Dijo ser la hija de la portera y salió a buscarla a toda prisa en cuanto Víctor se identificó como policía. La mujer estaba en el mercado de la Boquería haciendo la compra. Víctor y Eduardo se sentaron en los escalones del primer tramo, en el portal. El detective encendió un cigarro. Entonces, más para hacer tiempo que para otra cosa, dijo:
– Esta calle tiene una leyenda, ¿la conoces? -el crío puso cara de no saber de qué le hablaban, así que Víctor continuó hablando-: cuando Barcelona estaba bajo dominio de los moros, creo que por el año 800, no se podía escuchar misa en la ciudad. Sólo era posible hacerlo en una pequeña y vieja iglesia, la iglesia del Pi, y a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para no ofender a los musulmanes, porque justo cuando salía el sol comenzaban a hacer las llamadas a la oración desde los minaretes.
– ¿Minaretes?
– Algo así como nuestros campanarios. Los cristianos se habían visto obligados a vivir en el Raval, de manera que para llegar a la iglesia tan temprano tenían que dar un gran rodeo. Un buen día, el capellán de dicha iglesia, un hombre mayor, fue a sacar agua del pozo y se le cayó el cubo dentro. Se descolgó con una cuerda para cogerlo y halló un cofre lleno de monedas. Supuso que lo había escondido allí alguna familia cristiana antes de la llegada de los musulmanes. Inspeccionó bien el lugar y halló varios cofres más. Se había hecho con una fortuna. Entonces se presentó delante del emir y le dijo: «Sé que vuecencia anda corto de dinero y necesito que mis líeles puedan llegar hasta mi iglesia, ¿me venderíais el suelo que va desde la muralla hasta mi iglesia?». El gobernador se rió mucho con aquella ocurrencia y le dijo que sí, siempre y cuando cubriera de oro el trayecto que había desde la Portaferrisa hasta la iglesia del Pi. Entre los muchos cofres que había hallado y las donaciones de los cristianos, el cura juntó un buen dinero. Llegó el día de la prueba y comenzaron a traer los cofres y a extender las monedas sobre el piso, pero, mala suerte, quedaron a apenas unos metros de la Portaferrisa.
– ¿Y qué pasó? -preguntó Eduardo intrigado.
– Que el emir dijo que no importaba si no llegaban a la Por taferrisa, que les vendía ese trayecto y que mandaría hacer un nuevo pórtico por el que los cristianos podrían entrar a oír misa. Ese pórtico, de Petritxol, dio nombre a la calle.
– ¡Vaya, menuda historia!-exclamó el crío con la boca abierta.
– Sí, me pirran las leyendas y leo mucho sobre ellas.
Víctor se quedó pensativo unos segundos y, tras dar una calada a su cigarro, dijo:
– ¿Sabes, Eduardo? Esto me recuerda algo. Cuando yo era joven, mucho mayor que tú, era un delincuente. No creas, de los buenos. Nunca o casi nunca me trincaban y me las prometía muy felices. Entonces se cruzó en mi vida un sargento de policía que me ayudó: me sacó de la calle y me llevó por el buen camino. Yo conocía bien las calles de Madrid, pero él me descubrió otra ciudad, leía mucho y conocía muchas leyendas. Con él, pasear por las calles era una delicia; me relató un montón de viejas historias sobre Madrid que no conocía.
– ¿Por eso te gustan tanto las leyendas?
Víctor puso cara de pensárselo y contestó:
– Por eso y porque cuando volví a Madrid investigué un caso muy difícil, una casa que incitaba a sus ocupantes a matar.
– ¿De veras?
Víctor sonrió:
– Cómo pasa el tiempo -dijo-. Parece que fue ayer cuando don Armando…
– ¿Murió?
– Sí, hace tiempo, y lo echo de menos, de veras.
El crío sonrió con desparpajo y dijo:
– Y ahora tú haces lo mismo conmigo.
Víctor rió a carcajada limpia y pasó la mano por el pelo al rapaz.
– Vamos fuera, esa portera no llega.
Cuando iban a salir al exterior les salió al paso la portera, malencarada, con una sola ceja y una enorme verruga en la nariz. Fea como ella sola, vestía una amplia falda, delantal y camisa de lunares y llevaba un enorme pañuelo de cuadros anudado al cuello que casi le cubría los hombros.
– Ros, policía, quisiera ver el piso donde vivió Paco Martínez Andreu.
– ¿Cómo dice?
– Sí, Martínez Andreu, fue sonado, una casa de citas…
– ¡Ah, sí! La Elisabeth. Pero de eso hace ya lo menos dos años. Se la llevaron presa.
– No, no, Paco.
– ¿Cómo dice?
– Que era un hombre.
– Imposible. Si era guapísima. Vestía como una reina. ¿Y dice que se llamaba…?
– Paco.
– Pues me deja usted de piedra. Yo siempre la vi vestida de mujer. Una dama.
– ¿Sabría usted dónde para?
– Estará en la cárcel. El piso que ocupaba ha tenido ya más de media docena de inquilinos desde entonces.
Víctor pensó que cualquier evidencia que hubiera podido quedar en el piso era ya historia, así que decidió sonsacar a aquella cotilla, porque a lo mejor averiguaba algo.
– ¿La conocía usted bien?
– Nadie conoce bien a esa arpía, era una tipa rara -dijo aquella mujer apoyándose en el palo de la escoba.
– ¿Podría aclararme eso? ¿De verdad tenía un prostíbulo?
– Sí, ¡y de crías muy jóvenes! Cuando entré a limpiar, cuando quedó libre el piso, no se imagina usted lo que vi… Tenía dos habitaciones muy lujosas, con alfombras, cortinas de terciopelo y sábanas de raso. No me sorprendió, la verdad, aquí venía gente muy pero que muy importante, ¡tienen vicios! Por la noche paraban carruajes bien historiados, lujosos, y bajaban señores embozados en capas de buen paño, llevaban chisteras y se cuidaban de taparse el rostro. Hasta venían damas con ellos.
– Vaya.
– Sí, gente bien, ¿sabe? De posibles -dijo frotándose el pulgar y el índice como el que habla de dinero-. Además, aquella loca era medio bruja, no se puede usted hacer una idea de lo que tuve que limpiar: tenía un altar horrible, con velas negras, una especie de estrella pintada en un círculo y un dibujo de un hombre cabra o algo así, el demonio; y había cabezas de gallo. ¡Se me pone el pelo de punta de pensarlo! Jesús, María y José! Y un cuadro de una mujer de esas antiguas. Las chicas eran pobres, las traían de los poblados de obreros. Pobres crías, se les llevaban la virtud por unos pocos dineros para sus padres, a los que Dios confunda. Una cosa es ser pobre y otra dejar que a tus hijas les hagan cosas esos ricos pervertidos.
Entonces Víctor tuvo una corazonada. Recordó que ya había reparado en que era mucha casualidad que el enano buscara chicas vírgenes y que el amante de don Gerardo hiciera de alcahuete de chicas pobres. Decidió arriesgarse:
– Se las traía un enano misterioso, claro.
La mujer se le quedó mirando.
– ¿Cómo?
– Sí, un enano, siempre vestido de negro y con un perro pequeño.
– Ah, eso es otra historia… porque de misterioso, nada.
– ¿Cómo?
– Sí, era su criado.
– Perdone, no la entiendo.
– Sí, el enano era su criado. Un tipo raro. Un par de locos, ¿sabe? Estaban como cabras. Una tarde oí como el enano, Higinio, le decía a Elisabeth: «¿Se le ofrece algo más, señora condesa?».