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Víctor, con el corazón en un puño, miró a Eduardo de soslayo.

Tenía que pensar: aquel hombre, el amante de Borras, era un criminal consumado. Era la misma persona que prostituía niñas y cuyo criado recorría los bajos fondos para hacerse con los servicios de chicas vírgenes y pobres para prostituirlas. El mismo enano que andaba metido en algún negocio con el Tuerto, el enano que acompañaba a veces al tipo de la cicatriz en la barbilla, el del incidente, el que había despachado a Agapito Marín de una certera puñalada en el corazón.

Todo formaba parte de un plan, ese hombre era listo y entre él y sus compinches habían preparado el secuestro, pero ¿cómo habían desaparecido el dinero y los valores de la caja fuerte de Borras? ¿Estaría implicado Guzmán, su secretario?

La policía lo estaba vigilando y no había nada raro en él.

Una cosa era segura: Paco Martínez no tenía escrúpulos, era ladrón, parece que extorsionador, se creía brujo y traficaba con la virtud de chicas pobres. Y la vida de don Gerardo Borras, o mejor dicho, lo que quedaba de él, estaba en sus manos. Temió por aquel pobre hombre.

– ¿Habéis visto? -dijo López Carrillo haciendo su entrada en el cuarto con varios periódicos en la mano-. Más detalles sobre don Gerardo. Han publicado lo de Icaria. ¿Cómo han podido saberlo?

– De eso hablábamos. Yo lo filtré. Envié una nota anónima a La Vanguardia con Eduardo. Nos conviene que piensen que vamos por ahí, que seguimos el rastro de los socialistas -contestó Ros. Pero siéntate, amigo, y toma un café.

– Pero entonces, ¿no vamos por ahí? -dijo López Carrillo.

– No, no -sentenció Víctor-. De socialistas, nada. Ésa es una pista falsa, puesta ahí a propósito.

– Pero ¿por quién?

– No quieras saberlo aún. No me creerías.

Los cuatro guardaron silencio.

Víctor tomó la palabra:

– Definitivamente esto se nos va de las manos. Así no puedo pensar, necesito parar, repasar los detalles. Espero los análisis de la tierra que había en las ropas de Borras. Necesito los resultados.

– Sí, yo los sé: tierra del infierno -bromeó López Carrillo.

Víctor lo miró haciéndose el enfadado.

– No digas eso ni en broma. A ver, veamos, ¿qué tenemos?: un hombre que sube a su coche y desaparece. Bien, es un hecho evidente que se volatilizó. Pero ¿cómo? Se abren ante nosotros dos posibilidades: primera, desapareció de manera mágica, sobrenatural. Segunda, lo secuestraron. Y hay una tercera de la que, de momento, no hablaré. Descarto por motivos obvios la primera. Así que, de alguna manera empírica, se le hizo desaparecer. No sabemos cómo lo hicieron pero a la misma hora se produjo un incidente en su calle. ¡Qué casualidad! Todo el mundo miró hacia el lugar en que un tipo de mala vida, el Tuerto, montaba un altercado porque le molestaba el sombrero de una dama que pasaba por allí. Ridículo. Dos tipos lo sujetan, uno de ellos con una cicatriz en la barbilla, pero luego, curiosamente, no se presentan a declarar. Por otra parte, yo averiguo por mi cuenta que la caja fuerte de don Gerardo está vacía, otra extraña casualidad.

– Quizá para eso lo torturaron, para saber la clave, luego debieron de ir con su llave a su despacho y la vaciaron. Una vez que se hicieron con el botín lo soltaron en tan lamentable estado -dijo don Alfredo Blázquez.

– Interesante teoría, Alfredo -prosiguió Víctor. Y debo decir que en ningún modo es descartable. El caso es que al mismo tiempo averiguo que don Gerardo era un asiduo de los lupanares y que tenía un amante, un joven muy atractivo al que había retirado y que tenía antecedentes por extorsión, robo, prostitución de niñas y ¡secuestro! Este hombre, al que sus vecinos tomaron por una mujer, fue procesado por tener un prostíbulo y, con él, un joven de la alta sociedad, por lo que se fue de rositas. Sigamos. Eduardo vio a su padre en tratos con un enano que recluta chicas para realizar servicios sexuales a caballeros acaudalados y ese mismo enano fue con el tipo de la cicatriz a buscar al Tuerto a casa de Blasa, su novia. Lo mataron, eso está probado. Y ahora descubro que el hermoso amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, la pasión oculta de don Gerardo, tiene un criado que le hace de alcahuete, ¡un enano! Un enano estaba en tratos con el Tuerto, al parecer un asunto de enjundia. Dije que en este negocio habían participado tres hombres y una mujer, ahora sé quiénes y debo rectificar: fueron cuatro, los dos hombres que redujeron al Tuerto: el tipo de la cicatriz y su compañero; el enano y el amante. Ojo con este último. Es un hombre peligroso, frío e inteligente. Parece leído y cuando se viste de mujer da el pego. Cuidado. Supongo que el enano contrató al Tuerto para que montara aquel numerito, pero debió de pasarse de listo. Ese tipo, el amante, lo preparó todo. Necesitamos más información.

– Pero don Gerardo está fuera de juego -adujo López Carrillo.

– Sí, es una lástima. Eso del Endemoniado del Ensanche es una tontería mayúscula, no hay ni que rebatirlo. Pero debo confesar que me preocupa, no facilita las cosas sino que entorpece la investigación. Dime, Alfredo, tu prima Huberta, ¿es tan religiosa como parece?

– Mucho.

– Mal asunto.

Llamaron a la puerta y apareció un botones.

– Un telegrama para el señor Ros.

Víctor tomó el papel de la bandeja y, tras dar una propina al chico, rompió el pequeño sobre y leyó el contenido de la esquela.

Sonrió.

– Señores, recordarán ustedes que pedí un informe a Madrid sobre las actividades que don Gerardo iba a realizar allí, ¿verdad?

Don Alfredo y López Carrillo asintieron.

– Bien, pues he de decir que mi teoría, la tercera tesis, la intermedia, se impone. Y no hablaré más porque no quisiera equivocarme. Y ahora, debemos esperar. Tú, Eduardo, aprieta a tus pilluelos, moveos, dóblales el sueldo y no dejéis un rincón sin revisar. Tenéis que encontrar al enano.

– ¿Ros?

Víctor alzó la mirada y dejó el periódico a un lado. Levantándose de la butaca, tendió la mano al recién llegado, un tipo alto, en la cincuentena, calvo, de poblados bigotes y dijo:

– ¿Velarde?

– El mismo.

– Muchas gracias por venir. No sabía si podría usted acudir. ¿Podemos hablar un momento?

– A eso venía. Me avisó Juan de Dios López Carrillo, es un buen amigo. Me ayudó mucho con mi hijo en un asunto acaecido hace unos años.

– Siéntese, siéntese. ¿Querría tomar algo?

– Un café.

Víctor hizo un gesto al botones, que se acercó, y le ordenó que avisara a un camarero.

En un momento les habían servido y Víctor comenzó la conversación:

– Es usted un eminente psiquiatra y necesito ayuda. Juan de Dios le habrá puesto en antecedentes.

– Sí, parece que busca usted a un tipo con doble personalidad.

– En efecto. Pero hay algo que me llama la atención.

– Usted dirá.

– Por lo que he deducido, antes de comenzar a manifestar su segunda personalidad, este hombre, Paco, ya era, digamos… liberal en asuntos del tálamo.

– ¿Perdón?

– Sí, vamos, que no hacía ascos a la compañía de ambos sexos. -Era bisexual.

– Eso creo, sí. A su mujer no le importaba y, según parece, hasta participaba con él en ciertos juegos.

– Artistas -dijo el psiquiatra despectivamente.

– El caso es que esa mujer comenzó a aparecer tras una sesión de espiritismo.

– Ya. ¿Y quiere usted saber si puede estar poseído por un espíritu?

– No, no, espero que no. Pero me parece muy llamativo. ¿Es posible algo así? ¿Por qué apareció esa segunda personalidad tras una experiencia espiritista?

Adolfo Velarde sorbió su café ruidosamente y se atusó los bigotes. Se daba importancia. Sonrió.

– Puede ocurrir que un fenómeno como éste, un caso de doble personalidad, se manifieste tras ciertas experiencias… A veces, un traumatismo en la cabeza, un fuerte golpe; otras, una experiencia personal traumática y, las menos, esto ocurre en circunstancias ciertamente especiales, como por ejemplo una sesión de hipnosis.