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– Pero ¿tras una sesión de espiritismo?

– Un hombre puede convertirse, o creer, en todo aquello que crea su mente.

– ¿Entonces?

– Estimo que esas sesiones de espiritismo, en mentes débiles, llegan a hacer mucho daño. Yo mismo tuve el caso de una mujer que iras una sesión comenzó a ver cosas que nadie veía. Apariciones, ruidos, decía que había un fantasma en su casa de Gerona. Nadie veía nada solo ella

– ¿La curó usted?

– Se suicidó.

– Ya. Un tipo con doble personalidad… ¿es especialmente peligroso?

– No tiene por qué. Aunque depende del motivo por el que su mente crea ese nuevo ser. No sé, digamos, por ejemplo, que un tipo que soporta estoicamente una vida de padecimientos, una personalidad servil; un tipo humillado podría crear otra personalidad fuerte, cruel, peligrosa, sí.

– Y piensa usted que éste es el caso.

– Puede ser, sí. ¿Tuvo una infancia traumática?

– Creo que su padre mató a su madre.

– Pues quizá tenga usted ahí la respuesta.

Capítulo 8

Santiago Berga echó un vistazo a la platea desde su palco del Liceo. El ambiente le pareció memorable, edificante; aquél era el verdadero escenario donde se podía tomar el pulso a la ciudad, o por lo menos a lo más granado de ella. Había una auténtica estratificación social en altura, una representación fidedigna de la sociedad barcelonesa ordenada de más a menos. Abajo, en la platea y en los primeros palcos, se situaba lo más granado de la alta sociedad y la burguesía catalanas. Luego, en los pisos intermedios, la incipiente clase media y al final, donde los iluminadores, en el gallinero, las clases más populares, la gente de la calle. Berga recorrió con su mirada la zona bien, los palcos más selectos y la platea en busca de conocidos, de algún gesto, una indiscreción o un buen cotilleo que llevarse a la boca. Nada. Dicen que una vez Josep Pía describió aquel ambiente como «un océano de joyas». Se sintió aburrido y decidió aprovechar el entreacto para acercarse al excusado. La función estaba resultando interesante y había quedado con Antoni Pujol para cenar en casa de los Ripollet al acabar la obra: Don Carlo, de Verdi.

Pasó por las dependencias comunes al exclusivo Cercle del Liceo, adyacente al edificio, y al que sólo unos pocos varones de entre lo más selecto de la sociedad barcelonesa tenían acceso, y buscó un poco de intimidad en el urinario. El Cercle era un espacio sublime, elitista, exquisito y reservado a la cultura, a las tertulias de alto nivel y a las buenas maneras. El gran salón, los billares, la sala de lectura, las salas de juego, el comedor o la barbería formaban parte ya de una serie de espacios comunes exclusivos de los más adinerados que sonaban a oídos de la gente del pueblo como ensueños más propios de las mil y una noches.

Una vez a solas sacó del bolsillo del frac una pequeña cajita y sobre un pequeño espejuelo dispuso un par de líneas de aquel polvo blanco que comenzaba a hacer furor entre los más avezados noctámbulos de la ciudad. Había adoptado esa costumbre durante los dos años que pasara en Londres y le había resultado muy difícil hallar un buen proveedor en Barcelona. Afortunadamente, no era cuestión de dinero y un marino malencarado que le presentara el chino Takeo en una tasca de la Barceloneta traía un buen género que venía desde el mismísimo Londres.

Después de esnifar aquel oro blanco sintió que surtía su efecto. Unas pequeñas luces blancas siguieron al estado de omnisciencia que aquella droga le solía producir. Notó cómo fluía su sangre, estaba vivo y la noche era larga. Quitó el pestillo, sorbiendo hacia arriba por la nariz, y abrió la puerta. Un tipo lo aguardaba detrás de ella. Vestía de calle, iba con un traje que le pareció más bien corriente con una corbata quizá demasiado llamativa. Llevaba un bombín en una mano y en la otra una tarjeta.

– Víctor Ros, policía.

– ¿Cómo? -dijo el otro bastante alarmado. -Es usted Santiago Berga, ¿no?

– Este… sí, claro.

– Tengo que hablar con usted -dijo Ros estudiando atentamente sus facciones. Le pareció evidente que aquel fulano no era trigo limpio-. Lleva usted algo en la nariz.

Berga se limpió rápidamente, muy azorado.

– Es un hábito nocivo -dijo el policía sonriendo muy ufano.

– ¿Cómo? No entiendo qué me dice. Estoy resfriado.

– ¿Podemos hablar a solas?, le digo que es urgente.

– La función va a continuar -dijo el joven aristócrata.

– No lo entretendré mucho.

Víctor siguió a Berga y tomaron asiento en una mesa, junto a la entrada. Desde allí la vista de la entrada al Liceo era magnífica, y perfecta para presenciar la llegada de los carruajes, la pompa y los vestidos de las damas. Se decía que la función era a veces lo de menos, lo que de verdad importaba era relacionarse, ver a la sociedad barcelonesa en su esplendor y hacer negocios, urdir conspiraciones y estrechar alianzas.

– Blas, dos copas de champán -dijo Berga a un camarero, parecía acostumbrado a mandar.

Víctor lo estudió con atención: alto, delgado, muy delgado, de maneras aristocráticas, pelo moreno con un largo flequillo que le caía sobre la frente, lucía perilla y finos bigotes, a la manera de los tan conocidos poetas románticos. Era obvio que una vida de excesos, adicciones y fiestas le había conferido aquel aspecto, con unas profundas ojeras que a Víctor le recordaron las de los obreros hambrientos de las fábricas de la ciudad. Qué paradojas.

– Usted dirá -espetó Berga apurando su copa.

– Paco Martínez Andreu.

El otro permaneció impertérrito, como si no supiera de qué le hablaban.

– Alias Elisabeth -apuntó Víctor.

Berga negó con la cabeza arqueando las cejas.

– Sabe usted de qué le hablo. Su buen amigo Paco. No me haga recordarle el sumario en el que usted estuvo implicado.

– Aquello se archivó, falta de pruebas.

– Ya.

– Necesito que me ayude a capturarla.

– Solo la vi una vez, casualmente…

– No me mienta, joven. Escapó usted por poco y no va a volver a tener tanta suerte.

– ¡Usted no sabe…!

– … con quién estoy hablando, sí. Torres más altas han caído. ¿Dónde puedo encontrarlo? Se ha esfumado.

– No lo sé, hace tiempo que no la veo. Desde aquel desagradable incidente que usted menciona, ya sabe, mi detención al hallarme en aquella casa, no he vuelto a verla. Mi padre me amenazó con desheredarme y, créame, no soy tonto. Me gusta la buena vida, lo admito. No diré que no me he corrido buenas juergas y que conozco todos los ambientes lúdicos de Barcelona, pero esa mujer por poco me trae la ruina.

– ¿Mujer?

– A él le gusta pensar que lo es, y resulta convincente, créame. Es bellísima aunque, fíjese que ya no cumple los cuarenta.

– Vaya.

– Sí, se conserva joven, tiene un cutis… Acudí a aquella casa recomendado, pensaba que era un burdel más. No sabía que era un lugar donde se prostituía a chicas tan jóvenes.

– Y a chicos.

– Vaya, ha hecho usted los deberes, pero eso son rumores.

– Miente.

– ¿Cómo?

– No me tome por tonto. Su amigo Paco se ha metido en un buen lío. Es más que probable que esté implicado en el secuestro de Borras.

– Ah, ¡el Endemoniado!

– Eso es una tontería. De endemoniado, nada.

– Tengo amigos ocultistas que no opinan lo mismo.

– ¿Es usted espiritista? ¿También?

Se hizo un silencio.

– Mire, señor…

– Ros.

– Le he dicho que no sé dónde para Elisabeth.

– Paco.

– Elisabeth o Paco, ¿no se da cuenta? Son dos caras de una misma moneda. Cuando nos detuvieron, en el cuartelillo tardaron dos días en darse cuenta de que era un hombre. Y fue gracias a las quejas de las reclusas, que le vieron el miembro al orinar.