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¿Cómo iba a querer una joven como aquélla mantener relaciones con un vejestorio como él, al que apenas conocía y, por ende, en el compartimento de equipajes de un tren? Eso no ocurría ni en la más increíble de las novelas de amor que leía su mujer. Pensó en ella y sintió que le invadía el pánico. Merecía la pena callar, perder el dinero si cabe, los gemelos y el reloj suizo, con tal de que no trascendiera lo ocurrido. Acababa de salir de su pueblo y ya lo habían timado. Se sintió avergonzado.

– Ahí te quedas, pardillo -dijo el timador abriendo la puerta del departamento de equipajes y sacando la cabeza para ver si el camino estaba despejado.

El sonoro clic de un arma al ser amartillada y el frío acero del cañón en la sien paralizaron al momento a aquel chulo. Unas esposas se cerraron sobre su muñeca, dejándolo anclado a una agarradera del pasillo.

– Espose a la joven, revisor -dijo una voz que surgió de la derecha.

El tipo en cuestión, bien vestido, de barba recortada, amplia frente y luminosos ojos entre verdosos y pardos, mantenía encañonado al timador.

– Quedan ustedes dos detenidos -repuso solemnemente.

Matas reconoció al viajero que había permanecido dormido a su lado durante casi todo el trayecto mientras él flirteaba con la joven.

– ¿Usted? -acertó a decir balbuceando, a la vez que se ponía de pie con dificultad.

– Víctor Ros, inspector de policía de la Brigada Metropoli tana -contestó su salvador inclinando la cabeza-. Me temo que, en cuanto lleguemos a Barcelona, estos dos pájaros pasarán un largo tiempo a la sombra. Ha tenido suerte, caballero.

Primera Parte

VÍCTOR

Capítulo 1

Don Alfredo Blázquez, con su sempiterno traje de mezcli11a, aspecto apocado, fino bigote y gruesas lentes, miraba arriba y abajo en el andén del apeadero del barrio de Sants buscando a Víctor, mientras evitaba chocar con la multitud de mozos y viajeros que transitaban a su lado. Aquel pueblecito había ido poco a poco convirtiéndose en una localidad industrial, próspera y prometedora, y sin saber bien cómo, cuándo ni por qué, estaba siendo engullido por la metrópoli que lo acechaba, Barcelona.

Sacó su reloj de bolsillo y, apartándose todo lo que pudo del vapor que exhalaba la locomotora, miró la hora y advirtió que el tren, una vez más, había llegado con retraso.

De pronto, detectó movimientos extraños al fondo. Las carreras, idas y venidas de un revisor acompañado de dos guardias y del jefe de estación le hicieron acercarse al último vagón. Después de deshacerse de un par de pilludos que, con la cara negra como el carbón e inmensas gorras, pretendían sacarle unos reales a cambio de «enseñarle la ciudad», llegó a la altura del último compartimento. Dos jóvenes, una mujer y un hombre, bajaron escoltados por la fuerza pública. Iban esposados. Después bajó Víctor, acompañado de un mozo de equipajes que portaba su baúl, entre lisonjas y agradecimientos del revisor y del jefe de estación.

¡Alfredo! dijo Ros lanzándose a abrazar a su buen amigo. Se le ve bien,

– Tú tampoco estás nada mal -repuso Blázquez-. Veo que ya la has armado.

– Sí -dijo Víctor Ros, sonriendo con modestia-. Dos pillos que iban a timar a un espabilado. Lo de siempre.

– Nunca dejas de pensar, ¿verdad?

– Ya me conoces.

– Venga -añadió don Alfredo-. Vayamos al hotel. Estarás cansado.

Los dos amigos caminaron pausadamente por el andén, algo más despejado, mientras se ponían al día sobre sus respectivas familias.

– Tu mujer me dice que por la noche te tapes con una sábana; afirma que el relente te sienta mal y que sueles dormir con los postigos demasiado abiertos.

– No sabes el calor que estamos pasando, Víctor. Barcelona a veces puede ser muy húmeda.

– Más que Madrid, seguro -dijo Víctor Ros riendo divertido-. Bueno, bueno, yo he transmitido el mensaje. Por cierto, tu nieta está hecha un sol.

– ¿Sana?

– Sana como un roble.

– ¿Y mi ahijado?

– Mi hijo Víctor está perfecto. Gordito y feliz. Y Cecilia, también, es una cría preciosa. La niña de mis ojos.

– Eres afortunado, Víctor, tienes dos hijos maravillosos. ¿Y Clara?

– Esplendorosa. Ahí anda, con tu mujer y sus amigas, preparando no sé qué moción para que las dejen presentarse a las elecciones.

– ¡Pero si no pueden votar! ¿Cómo han de dejarlas presentarse?

– Ahí está el quid de la cuestión. Son sufragistas, querido amigo, sufragistas. Lo único que quieren es montar un escándalo y llamar la atención de la sociedad sobre lo injusto de su situación. Sus mentes nunca descansan.

Blázquez quedó pensativo por un momento.

– Creo firmemente que si las mujeres votaran otro gallo nos cantaría. Serían perfectamente capaces de hacer un mundo mejor -dijo.

– No te falta razón, Alfredo, no te falta razón.

Habían llegado al coche de caballos que don Alfredo tenía preparado. Víctor contempló el panorama que se abría ante él al salir de la estación: el trasiego de carruajes, tranvías, paisanos arrastrando carretones y gente a pie; resultaba impresionante.

– Vaya -apuntó echándose el bombín hacia atrás para ver mejor-. Me recuerda a la Puerta del Sol a las doce de la mañana. Esta siempre fue una ciudad laboriosa.

– ¿Cuánto tiempo hace que no venías por Barcelona, Víctor?

– Hace ocho años, creo.

– ¿Conoces la ciudad? -preguntó Blázquez cuando subían al carruaje.

– La conocía, pero crece tanto que temo que a estas alturas debo de ser un desconocido para ella y ella para mí. Pero no creas, cuando estaba en Figueras y juntaba varios días libres me venía para acá. Tomaba habitaciones en el Hotel Colón y pasaba unos días de órdago a la grande.

– Correrías de juventud.

– Exacto, Alfredo.

El coche comenzó a traquetear sobre el piso y Víctor miró hacia el exterior.

– ¿Alguna novedad? -preguntó refiriéndose al caso que había llevado a su amigo a la Ciudad Condal.

– Ninguna. Por eso te llamé.

– Tienes razón, qué pregunta más tonta. Sigue desaparecido.

– Sigue.

– Me gustaría asearme, cenar en el hotel y acostarme pronto. Estoy cansado.

Descuida, lie reservado unas habitaciones magníficas. Dan a las Ramblas y a la plaza de Cataluña. El hotel hace esquina.

– Perfecto. Si te parece, durante la cena me puedes poner al día.

– Eso había pensado.

El carruaje transitaba por la avenida de Roma. A Víctor le pareció que la ciudad estaba muy cambiada. El Ensanche, al igual que el barrio de Salamanca de Madrid, había supuesto un serio intento de hacer crecer la urbe de manera racional, moderna. Con amplias calles y un trazado regular, aquella manera de urbanizar debía descongestionar los barrios de la ciudad en los que se hacinaba y malvivía la gente, y en los que las viviendas dejaban mucho que desear en cuanto a su salubridad y condiciones de vida. Se había intentado imitar, al igual que en Madrid pero con más éxito, el desarrollo urbanístico de ciudades modernas como París o la mismísima Nueva York.

– Esto tiene, realmente, muy pero que muy buena pinta -dijo Víctor asintiendo complacido a la vez que miraba por la ventanilla.

– Sí, se lo han tomado en serio. Una de mis primas vive por aquí, la mujer del secuestrado, precisamente. Son muchos los burgueses que han comenzado a construirse casas por esta zona. Al parecer, y según me contaron mis primas, la ciudad presentó un proyecto de un tal Antoni Rovira i Trias con grandes ejes radiales que partían de la zona antigua, pero en Madrid el Gobierno central lo rechazó y apostó por éste de don Ildefonso Cerdá.

– Nunca aprenderemos, Alfredo.

– Me temo que no. Aun así, este Cerdá, hombre convencido por los postulados del socialismo utópico, hizo un diseño moderno, preocupado como estaba por las condiciones sanitarias de los obreros. Ya sabes: espacios abiertos con zonas ajardinadas, amplias vías, todos los servicios básicos en cada manzana…, pero los burgueses, los especuladores, han terminado por desvirtuar el proyecto buscando la máxima ganancia.