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– Sí, amigo, hay casos documentados de personas, auténticos psicópatas que sienten la necesidad de ingerir sangre humana apuntó Lewis-. Algunos, tras la ingesta, quedan en estado de coma durante un rato o incluso alcanzan el orgasmo. Una disfunción muy interesante para el estudio de la psique humana. Yo mismo investigué el taso del sargento Bertrand, en París, en 1841. Un loco que asaltaba cementerios para despanzurrar cadáveres y abrazarse a sus intestinos. Un loco, un necrófago.

– ¿De verdad cree que desangraron a esa chica? -preguntó don Alfredo.

– No lo creo: el Sello lo ha comprobado. El agente que investiga el caso lo está llevando con el mayor de los sigilos. Nada debe trascender y si aparece el enano, debemos saberlo. Yo, por mi parte, haré otro tanto, moveré mis hilos -dijo el inglés.

– Vamos, que piensa usted que puede haber alguien suelto por ahí que se cree vampiro y que puede estar relacionado con nuestro enano alcahuete -apuntó don Alfredo.

– Más o menos -dijo el inglés.

– El secreto está a salvo con nosotros -lo tranquilizó Víctor-. Después de lo del Endemoniado sólo nos faltaba que la gente se pusiera histérica con asuntos de brujas y «chupa-sangres».

Ya a los postres llegó un telegrama para el inspector Ros.

– Vaya, lo que esperaba -dijo abriendo el sobre sonriente. Leyó con atención y dijo:

– Es de Córcoles, el químico. Me envía un informe más extenso por correo que ya llegará, pero me adelanta que el polvillo amarillo era, en efecto, azufre. Como ya sabrán ustedes, si el grado de humedad es alto, reacciona con el hidrógeno del aire produciendo sulfhídrico, lo que provoca el olor a huevos podridos. Los restos de tierra de las botas de don Gerardo han sido productivos, me dice que eran materiales diluviales, en concreto arenas con Pupilla dentata. Del cuaternario.

Los tres compañeros de Víctor lo miraron como si fuera un bicho raro.

– Sé lo que me digo, sé lo que me digo -repuso-. Sólo necesitaré un buen tratado de geología y algunos mapas de la zona. Algo avanzamos, amigos, algo avanzamos.

Barcelona, 21 de junio de 1881

Querida Mariana:

Te echo de menos. Te mentiría si te dijera que las cosas van bien y eso provoca quizá que os eche más de menos a ti, y sobre todo a nuestra nieta. Dale un beso de mi parte y dile que su abuelito piensa en ella todas, todas las noches.

Víctor, como siempre, se muestra hermético en exceso y yo, por mi parte, procuro frenar sus ansias y sus ganas que, a veces, le llevan demasiado lejos.

Gerardo está hecho una ruina, lo torturaron y quedó como ido, eso cuando no le muestran símbolos religiosos, porque entonces se vuelve loco. En suma, que no va a poder contarnos nada. Como siempre, mi compañero parece saber más de lo que demuestra, a veces se sonríe, pero yo creo que no las tiene todas consigo. Se niega a pensar que el secuestro es cosa de socialistas y anda enfrascado en no sé qué asuntos relacionados con unos análisis que un químico hizo de las ropas del secuestrado. La prensa abunda en el asunto del viaje al infierno de Gerardo, es la opción que más vende y que, la verdad, da que pensar. Sé que en Madrid estáis al tanto y que La Época, El Imparcial y los demás periódicos están cubriendo el asunto. Aunque no tanto como Víctor, me tengo por hombre racional, pero la verdad, no acierto a entender cómo se volatilizó don Gerardo del coche y cómo pudo volver a aparecer lleno de azufre, tierra y odiando todo lo que suena a religión. Víctor parece seguro al respecto y ahí anda con no sé qué estudios de geología, de materiales «diluviales» y no sé cuántos organismos microscópicos fosilizados. De locos. Espero volver pronto, la verdad, porque creo que aquí poco nos queda por hacer. Me parece obvio que unos facinerosos secuestraron a Gerardo, lo torturaron y consiguieron hacerse con el dinero y los bonos de su caja fuerte. Mi prima Huberta se a volcado en la religión y cree firmemente que su hombre ha vuelto del infierno. Quiere llevárselo a un monasterio, aunque Víctor y yo pensamos que en un lugar así no haría sino volverse loco.

En definitiva, el único testigo tiene la mente perdida y el dinero y los malhechores volaron. Espero que pronto estemos ahí aunque nos apuntemos un fracaso en nuestro curriculum. Total, no se puede ganar siempre. No me gusta nada mi sobrino, Alfonsín, pero no quiero decirle nada a Víctor al respecto. Menudo es. Recibe un fuerte abrazo y un beso de tu marido,

Alfredo

Víctor salía del hotel con la intención de acercarse a la universidad para realizar unas consultas cuando fue abordado por don Federico Ponce, el médico de la familia Borrás.

– ¡Alabado sea Dios! ¡Menos mal que lo encuentro!

– Buenos días, don Federico.

– Sí, sí, buenos días. Disculpe mis modales, pero necesito su ayuda. Es urgente.

– Usted dirá.

– Doña Huberta y ese cura…

– ¿Sí?

– Quieren demostrar al obispo que don Gerardo está endemoniado.

– Vaya.

– Sí, ahora mismo, en su casa. Quieren llevárselo a un monasterio y han llamado al obispo. Creen que si lo ve se convencerá y presionará a las autoridades para que les dejen trasladarlo.

– Es un testigo en un caso importante y no debería salir de la ciudad, por lo menos hasta que haya podido declarar.

– Usted lo ve como policía, pero yo lo veo como médico. No creo que aguante el estar rodeado de símbolos religiosos, con curas, monjas y exorcismos.

– Mi amigo Alfredo ha salido hace unos minutos para allá. Lo acompaño.

No tardaron mucho en llegar a la calle Calabria, pues el cochero se empleó a fondo. Al llegar por poco no pueden bajar del coche de alquiler. Un gentío medio histérico ocupaba la calle, varios coches lujosos con sus cocheros aguardaban y media docena de guardias propinaban empellones a los curiosos porque resultaba imposible transitar. Cuando Víctor bajó y se disponía a entrar escoltado por dos urbanos, un periodista le dijo:

– ¿Es verdad que han exorcizado a don Gerardo?

Le pareció ver a dos plumillas que hablaban entre sí en inglés.

Un tipo orondo, de afilados bigotes, les tendió una tarjeta:

– ¿Son de la familia? -preguntó entre el gentío- Soy del Circo Columbus, tengo planeada una gira mundial. Don Gerardo puede ganar mucho dinero.

Una vez dentro, el médico y Víctor se miraron con alivio mientras dejaban sus bastones y sombreros a la criada.

– Víctor, ¡dichosos los ojos! -repuso don Alfredo, que salió a recibirlos-. Te he mandado aviso, esto es una locura.

Víctor entró en el salón y se encontró con doña Huberta, el cura de la familia y el obispo de la diócesis, Emeterio Cuenca, un hombre menudo, de rostro afilado y ojos escrutadores que le estrechó la mano sin hacer fuerza, como con aprensión.

– Pero… -acertaba a decir Víctor cuando sonó la campana de la casa. Todos se giraron y pudieron ver cómo entraban Lewis y un caballero desconocido.

El inglés dijo a modo de presentación:

– Estos son Víctor Ros y don Alfredo Blázquez.

– Don Trinitario Mompeán, gobernador civil de la plaza -dijo aquel tipo, bajo, rechoncho y de enormes bigotes, estrechando su mano-. Tenemos que hablar.

Víctor señaló el gabinete. Aquello se le iba de las manos. Sonó de nuevo la campana y llegó López Carrillo.

– Pero ¿qué demonios es esto? -exclamó con su característica bonhomía.

Entraron todos en el gabinete: Víctor, don Alfredo, López Carrillo, Lewis y el gobernador

– Ustedes dirán -protestó Víctor, que no podía disimular su enojo-. Me dice el médico, don Federico, que van a hacer no sé qué ceremonia de exorcismo…

– Tranquilo, joven, tranquilo -dijo el gobernador, don Trinitario, alzando la mano-. Aquí no se va a hacer exorcismo alguno, es tan sólo que el sacerdote de la familia…