– ¿Ve? Debe ir al monasterio.
El inspector Ros cogió a aquella comadreja por el pecho y casi lo estampa contra una pared. Alfredo y López Carrillo lo sujetaron.
Intervino el gobernador y ordenó que lo sacaran a la calle.
– Ros, en Madrid sabrán de esto.
– No le quepa duda -dijo Víctor mirando amenazador. Lewis permanecía al margen, observando-. Están todos ustedes locos. Parecen trogloditas.
– Está usted fuera de este caso, me encargaré personalmente de ello -dijo el gobernador-. Don Gerardo se va al monasterio.
– Eso si no ha terminado de quedarse idiota, se ha reventado la cabeza.
– Quizá sea mejor así -sentenció don Trinitario-. ¿No ve que prefiero que éste sea un asunto de ultratumba a un negocio de socialistas? Si la prensa quiere carnada ultraterrena la tendrá.
– Carnada ultraterrena -dijo Ros sonriendo para sus adentros-. Pues va usted a tener un poco de eso. Le recuerdo que hay más de diez jóvenes desaparecidas y alguien les chupa la sangre.
– Ya es suficiente. ¡Fuera de aquí! -gritó el gobernador furibundo.
El público, apenas contenido por los guardias, los observaba atentamente. Por fortuna, el griterío hacía imposible que los escucharan.
– Aquí no hay nada que hacer ya -dijo Víctor a don Alfredo. Fue entonces cuando un pilluelo, con la cara llena de tizne, logró abrirse paso entre los guardias y dijo:
– ¿El inspector Ros?
– Sí, soy yo -contestó Víctor.
– Me envía Eduardo: lo hemos encontrado.
Cuando llegaron a la calle Riera Alta el pilluelo que los acompañaba, el Pedrín, saludó a un compinche que hacía guardia frente al número ó, el Bolas.
– Dime, Bolas, ¿y Eduardo? -dijo el inspector Ros.
– Ha entrado a buscarlo. Es ahí, en el entresuelo.
Víctor miró a don Alfredo y a López Carrillo con cara de preocupación.
– Sí, señor -prosiguió el Bolas-. Yo lo he visto, al enano, en la Boquería, y lo he seguido hasta aquí, he mandado aviso a Eduardo y hemos hablado con la portera. El enano vive en el entresuelo. Entonces, hemos visto una cara de chica que nos miraba a través del cristal, en esa ventana, y hemos pensado en las crías secuestradas, las del periódico, porque nos hacía señas pidiendo ayuda. De pronto, la cara de la chica ha desaparecido y hemos visto la del enano, que nos miraba, y se ha girado rápidamente. «Se escapa», ha dicho Eduardo, y se ha ido para dentro.
– Esperad aquí -les ordenó Víctor sacando su revólver-.Juan de Dios, Alfredo, ¡vamos!
Los tres hombres se encaminaron hacia la vivienda y atravesaron el portal; después de subir un corto tramo de escaleras cubierto de manchas de humedad, giraron a la izquierda y, antes de que pudieran darse cuenta, Víctor había reventado la endeble puerta de una patada. El piso estaba vacío y sucio, muy sucio. Hedía. Se dividieron.
– ¡Aquí! -dijo don Alfredo.
Víctor corrió hacia la voz y se encontró a Blázquez en la cocina con una jovencita que llevaba un vestido de cuadros y que estaba encadenada a una argolla en la pared.
– El enano. ¿Dónde está?
La cría les señaló las escaleras y contemplaron el tramo que ascendía.
– ¡La azotea! -exclamó Víctor-. ¡Rápido, Juan de Dios, conmigo! ¡Tú, Alfredo, quédate con la cría y pide refuerzos!
Subieron los cuatro pisos a toda prisa mientras escuchaban fuertes golpes. Al final, una especie de estallido, como de maderas que crujen y se rompen, les hizo saber que alguien había echado abajo la puerta que daba a la azotea. Cuando llegaron acertaron a ver un bulto negro, con largas ropas de mujer, que se descolgaba hacia el edificio de al lado perdiéndose de vista.
– ¡Ni un paso!
Era una voz masculina, grave. Un tipo que no había podido saltar mantenía agarrado a Eduardo y sujetaba, amenazante, un enorme cuchillo junto a su cuello. A su lado, sin saber muy bien qué hacer, estaba el enano, un tipo de enorme cabeza con un perrito de aguas en los brazos.
– Si se mueven un pelo lo degüello. ¡Quietos! -dijo el alto. Tenía una gran cicatriz en la barbilla.
Víctor y López Carrillo comenzaron a moverse lentamente.
– ¡He dicho que quietos o me lo cargo como hice con su padre!
Al escuchar esto último, Eduardo, presa de la indignación y la rabia, le soltó un codazo a aquel tipo, que bajó la guardia un segundo. Sonó un disparo y su cabeza voló por los aires. Víctor, con la pistola humeante al frente y sujeta con las dos manos, suspiró de alivio. El agresor se desplomó como un peso muerto.
Mientras Ros se abrazaba al crío, el enano soltó el perrito y saltó por donde había escapado la mujer. Se escuchó un ruido sordo, un golpe, un grito y luego un impacto brutal. López Carrillo se asomó y enseguida se descolgó al edificio contiguo para perseguir al fugitivo.
Era demasiado tarde. Paco Martínez Andreu, vestido de mujer, de Elisabeth, había volado. El enano, tras calcular mal el salto, yacía estrellado contra el suelo después de haber tropezado en una cornisa.
Había errado en el salto.
– No tenías que haber entrado, hijo -dijo Víctor abrazando al chico, que apenas si podía llorar.
– Se escapaban.
– Ya, ya, pero si hemos de ser socios debes esperar siempre mis órdenes, ¿entiendes? El crío asintió.
– Quería ser útil, ayudar, ser como tú.
– Tiempo habrá, Eduardo, serás uno de los mejores, créeme; pero para ello debes cuidarte. Un policía listo sabe mantenerse vivo.
El crío asintió, tomando nota. Se abrazaron.
Una vez en la puerta del entresuelo, López Carrillo, don Alfredo y Víctor se reencontraron.
– Ha volado-dijo Juan de Dios, que volvía desde el inmueble de al lado por el portal.
– ¿Y la cría? -preguntó Víctor.
– Dentro -repuso Blázquez.
Pidieron a la portera que se encargara de Eduardo y entraron en el piso. Se escuchó ruido en las escaleras: los guardias llegaban. López Carrillo subió a la azotea para echar un vistazo al cuerpo del tipo de la cicatriz en la barbilla.
– ¡Registrad con cuidado! -dijo Víctor, que se acercó a la cocina, donde la joven permanecía sentada en una silla. Llevaba unos zapatos viejos, raídos, con dos calcetines que se deshacían por momentos. Víctor la miró al rostro. Estaba pálida y tenía incisiones en el cuello y en las muñecas. Ros volvió a mirar a aquella cría, desnutrida y blanca como un cadáver. Había algo en su cara que le resultaba familiar. Todo comenzaba a encajar, no podía ser de otra manera.
– Un momento. Tú… eres Teresita, ¿verdad?
Ella asintió entre sollozos y se le abrazó.
Pensó en que el caso de las vírgenes desaparecidas confluía con el de don Gerardo.
– ¿Eran cuatro? -dijo señalando con la cabeza hacia arriba, hacia la azotea.
– Sí, una mujer, Elisabeth, que era la jefa, el enano y dos hermanos.
La cría hipó y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
– ¡Dios! -dijo el inspector Ros-. Avisad al gobernador y llevad a la cría con la portera. Hay que registrar esto a fondo. No me extrañaría que el dinero de don Gerardo estuviera por ahí.
Rápidamente se repartieron el trabajo. Aquel tipo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, era un verdadero delincuente. No sólo había participado en el secuestro de don Gerardo, como demostraba su relación con el tipo de la cicatriz en la barbilla y con el Tuerto, sino que también estaba implicado en el asunto de las chicas secuestradas que tanto perturbaba a la opinión pública barcelonesa. Era lógico, por otra parte, pues era un alcahuete, un corruptor de menores acostumbrado a vender los favores de crías pobres a la gente bien. Víctor no podía creerlo. Se las veían con una auténtica mente criminal a la altura, quizá, de Eduardo de la Rubia, el tipo al que persiguiera en el caso que la prensa tituló «El caso de la Viuda Negra». Aunque éste quizá era peor, pues era dos personas en una.