Víctor pensaba que el dinero y los bonos de don Gerardo podían estar en aquella casa, así que ordenó que el registro fuera concienzudo, a fondo. Golpeó incluso las paredes con su bastón buscando compartimentos, pequeños escondrijos, y halló uno. Mientras los guardias buscaban un pico y comenzaban a golpear la pared llegó López Carrillo de la azotea.
– El muerto llevaba sus papeles. Eladio Férez, se llamaba -dijo.
– Deberías pasarte por Jefatura, a ver qué hay sobre él.
– Sí -dijo Juan de Dios.
Estaban en el pequeño salón y don Alfredo se asomó a la puerta caminando despacio, como con miedo:
– Víctor… -su voz temblaba como si fuera un niño-. Tienes que ver esto…
Segunda Parte
Capítulo 9
Víctor entró en la cocina. Notó que don Alfredo lo seguía arrastrando los pies y que se detuvo en el pasillo, como asustado. ¿Qué había visto allí su compañero? Un guardia sostenía un saco de lona sobre la mesa. La habitación estaba mal iluminada, apenas un pequeño postigo daba a un patio interior, y junto a él se encontraba el fogón de carbón. Una vela iluminaba insuficientemente la estancia.
Víctor sintió que el urbano le señalaba el saco como con miedo, con aprensión. Lo abrió y comprobó que había ropa vieja y sucia en su interior.
Se escuchaban los golpes de los guardias que, en el dormitorio, intentaban abrir el tabique. Sonaban como latidos lentos y pesados que le oprimían el corazón.
– Al fondo, rebusque usted en el fondo -dijo el guardia.
Víctor ladeó la ropa y pudo verlos. Sintió asco, miedo quizá. Volcó el contenido del saco y tomó uno de ellos con la mano derecha. No podía creer lo que veían sus ojos.
– Es un fémur. Humano. De una mujer joven, quizá una niña -dijo.
Siguió escarbando en aquella macabra colección.
Había rótulas, varias clavículas y pequeñas costillas. Así hasta más de treinta huesos. López Carrillo estaba como petrificado, lodos pensaban en los suyos: Blázquez en su nieta, Víctor en sus hijos y López Carrillo en sus tres vástagos. A buen seguro que los guardias hacían otro tanto. Uno de ello, el más bajo, dijo:
– Están como quemados.
Víctor miró hacia otro lado, como si así la realidad se hiciera más soportable y repuso:
– Cal viva, creo.
– ¡Señor! ¡Vengan! ¡Rápido! -gritó una voz desde el dormitorio.
Cuando llegaron al cuarto vieron a uno de los guardias vomitando apoyado en el pico mientras el otro les señalaba el macabro hallazgo. En la pared, justo donde les había marcado Víctor, había un escondrijo. El tabique roto y la luz de un quinqué mostraban varios frascos rellenos de sangre coagulada, así como un fajo de cartas. Había un cuerpo de niña, seco y pálido, casi azul. Apenas llevaría muerta una semana, pero era evidente que la habían sangrado. Estaba desnuda y presentaba pequeños cortes y laceraciones por todo el cuerpo. Pequeñas, pero suficientes para haberla desangrado poco a poco por el excesivo número de heridas.
Víctor sintió que se le saltaban las lágrimas. Las cartas estaban escritas en un código cifrado y todos los remitentes firmaban con iniciales. Al fondo del escondrijo hallaron un pequeño cráneo, de mujer, que aún tenía pegados fragmentos de cuero cabelludo. López Carrillo tomó otro libro, pequeño, un dietario, y comenzó a leer los nombres que allí aparecían en voz baja. Muchos de los apellidos eran de hombres conocidos, se le notó en el rostro, que palideció, demudado. Era un listado de clientes.
Se echó las manos a la cabeza y dijo:
– Hemos dado con algo gordo, muy gordo.
Víctor comenzó a hojear un libro de hechizos, antiguo, de tapas repujadas, que contenía las instrucciones para preparar algunas recetas que parecían ancestrales. Escrito a medias en catalán y castellano, detallaba cómo elaborar sustancias como «filtro de amor», «poción para la virilidad», «licor afrodisíaco» o «crecepelo infalible». Todo ello adornado con ilustraciones horripilantes de brujas, calaveras y algún que otro carnero de aspecto inquietante con estrellas de cinco puntas por aquí y por allá. Don Alfredo no sacaba nada en claro de las cartas, todas cifradas, y López Carrillo parecía abrumado por el dietario, así que Víctor decidió ponerse manos a la obra con la lista de clientes de aquella mujer que había resultado ser un auténtico monstruo. Había una lámina entre las páginas, un grabado de una dama del medievo que se guardó en la chaqueta. Antes de que pudiera echar un solo vistazo al dietario apareció Ángel Silla, el policía encargado del caso, con tres detectives de paisano. Era un tipo de unos cincuenta años, con el pelo y la barba completamente blancos. Iban delegados por el gobernador. Dijeron que se hacían cargo del caso y les requisaron todo el material. Al fin y al cabo aquél no era asunto suyo. Víctor decidió salir de allí y pasar a hablar con la víctima antes de irse.
Teresita estaba sentada junto a la portera. Habían mandado llamar a sus padres.
– Dime, hija -dijo Víctor con tono cariñoso-. ¿Cómo te trajo aquí esa mujer, Elisabeth?
La niña contestó muy resuelta:
– Yo le dije a mi madre que me iba a casa de una amiga. Ella estaba hablando con una vecina. Entonces, Elisabeth se me acercó y me dijo que me daría mucho dinero si hacía una cosa para ella. Yo la seguí, pero al final de la calle me dio miedo y le dije que no, que quería ir a mi casa. Entonces un tipo me agarró por detrás y me puso un pañuelo con algo que olía muy fuerte. Me subieron a un carruaje y me desmayé. Luego me trajeron aquí.
– ¿Te…? -dijo Víctor interrumpiéndose a sí mismo, se sentía violento-. ¿Abusaron de ti?
– No, no. Sólo querían mi sangre. Al principio incluso me dieron bien de comer,
– ¿Para qué la querían? ¿Sabes si la vendían para algún tuberculoso?
– No, no, era para esa mujer, para Elisabeth.
– ¿Cómo?
– Sí, para mantenerse joven. -Víctor decidió no contarle que Elisabeth era, en realidad, un hombre.
– ¿Para mantenerse joven?
– Sí, me pinchaba con alfileres en… ya sabe… en los pechos y…
– ¿Bebía la sangre?
– No. Se la restregaba por la cara, para darse color. Entonces se miraba al espejo y se ponía muy contenta.
Víctor observó que la chica tenía una incisión en la muñeca.
– Ya. ¿Había alguna otra chica contigo?
– Sí -dijo ella-. Rosa. Cuando llegué aquí ya estaba. Un día escuché a Elisabeth que decía que necesitaba un baño, que aquello no era suficiente. A la noche siguiente se la llevaron. Nos drogaban. A veces he tenido la sensación de dormir durante días.
La alusión al baño hizo que Víctor pensara en el cuerpo que habían hallado emparedado. ¿Cómo habían podido hacer aquellas laceraciones?
– Tal vez logró escapar -dijo Teresita, que parecía haberse visto obligada a madurar de golpe.
Don Alfredo, llegado ese punto, tuvo que salir del cuarto. López Carrillo, la portera y Víctor se miraron sorprendidos al ver cómo una mente herida se defendía tras haber vivido los más horribles sucesos.
– ¿Estás segura de que mandaba la mujer?
– Sí, el enano la llamaba señora condesa.
– Vaya. Y esa Rosa que estuvo contigo aquí, ¿era morena?
– No, era rubia, muy rubia.
– ¿Ha pasado por aquí una chica llamada Antoñita? Morena.
– Medina, sí.
López Carrillo y Ros se miraron. Era la niña desaparecida en el tiovivo de la Ciudadela.
– ¿Dónde está?-preguntó Ros temiéndose lo peor.
– Estuvo unas horas, luego se la llevaron.
Entonces se oyeron gritos en la calle. Alguien llegaba: eran los padres de Teresita, que lloraban de pena, miedo y alegría.
Don Trinitario Mompeán apuraba una copa de coñac y un habano junto a la ventana, a la fresca. Faustino, su mayordomo, llamó a la puerta.