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Sé que este desalmado andará aún por aquí y me gustaría cazarlo, pero me temo que en breve llegará la orden de regresar a Madrid. En el fondo lo espero, así podré volver a casa, sentirme aliviado y olvidar esta pesadilla. Hay gente importante metida en el asunto: hemos hallado un dietario que ha confiscado el gobernador, así como abundante correspondencia cifrada en papel y sobres demasiado elegantes. Además, nos consta que cuando tuvo un pequeño lupanar, por las noches recibía clientes en coches de lujo que incluso iban acompañados por damas. Se creía bruja. Me gustaría hallar el lugar donde estuvo recluido don Gerardo, pero lo tengo difícil. Ha resultado malherido, según me ha dicho el médico esta misma noche, está en coma, probablemente irreversible debido a un traumatismo que ha sufrido tras autolesionarse en nuestra presencia. La culpa la han tenido a partes iguales su mujer, doña Huberta, el obispo, el cura de la familia y hasta el gobernador, que han montado un auténtico circo agobiándolo con signos religiosos para demostrar que estaba poseído. Por no hablar del Sello de Brandenburgo, del que ya te contaré. Yo sabía lo que iba a ocurrir, el médico también lo sabía, pero no hemos podido evitarlo, protegerlo de la ignorancia que Se aferra a este país en el que vivimos. ¿Dónde estuvo recluido? ¿Qué vio? ¿Qué padeció? El informe de Córcoles y su amigo el geólogo me han dado una idea, estuvo en algún lugar con materiales diluviales, o sea, arenas de río en cristiano. Sabemos que eran del cuaternario porque había unos pequeños organismos fosilizados en la tierra, Pupilla dentata, que son de esa época. La zona objeto de estudio es demasiado grande, la cuenca del río Besós cerca de Barcelona, la de su afluente, el Ripoll, y una amplia área al sur de Montjuïch, hacia el hipódromo, casi en el Llobregat. Además, iba cubierto de azufre y no he hallado ningún yacimiento en esos lugares. Necesito tiempo, Clara, y es justo lo que no tengo. Quizá sea mejor así, añoro tanto volver contigo…

Siempre tuyo, te quiere,

Víctor

Dos jóvenes salían apoyándose el uno en el otro del fumadero de opio de Takeo situado en el corazón de Pekín. Ese poblado de chabolas, habitado íntegramente por inmigrantes de origen chino, albergaba a casi seiscientas almas. Una ciudad al margen de la ciudad, una pequeña parte de China inmersa en el corazón de Cataluña, con otro idioma, otros usos y otras leyes.

Santiago Berga y Alfonsín Borrás se tambaleaban caminando por en medio del albañal mientras dos figuras los observaban, discretamente ocultas tras el aglomerado que hacía de pared en una casamata. Cuando aquellos dos jóvenes disolutos se perdieron en el mar de chabolas, un chino, pequeño, enérgico y enclenque, salió de su local abriendo una desvencijada puerta hecha con tablas de distintos tamaños y colores. Lo acompañaban dos enormes malones sin camisa, musculosos, con el cráneo rapado y una larga coleta que, saliendo de la nuca, les llegaba hasta bien abajo de la espalda.

– Perdonen, pero no sé qué hacen ustedes vigilando mi local -dijo muy serio acercándose a aquellos dos desconocidos que, amparados en la oscuridad, veían alejarse a Berga y a Borrás.

Uno de los dos vigilantes dio un paso al frente y la luz de la luna iluminó su cara:

– Jodido chino, ¿ya no saludas a los amigos?

– ¡Señor Ros! -exclamó Takeo lanzándose en los brazos del policía-. ¡Cuánto tiempo!

– Y tú estás igual -repuso Víctor-. ¿Cómo va el negocio?

– Muy bien, como siempre.

– Sí, los viciosos nunca desaparecen.

Los dos hombres rieron.

– Este es mi socio, don Alfredo.

Takeo estrechó la mano del compañero de Ros:

– Los amigos de don Víctor son mis amigos. -Entonces se volvió para mirar a Ros y dijo-: ¿Cuánto tiempo hacía que no venía por Barcelona?

– Buf, ocho, quizá nueve años. Ahora vivo en Madrid. Me va bien. Quisiera hacerte unas preguntas sobre esos dos que han salido.

– Dos señoritos.

– Ya.

– Sabe usted, don Víctor, que un día me hizo un gran favor y yo le prometí que siempre que quisiera podría acudir a mí en busca de ayuda.

– Estoy metido en un asunto complejo, Takeo, y no te digo que no. Si el negocio se me tuerce aún más de lo que está (cosa que creo harto probable), voy a necesitar tu ayuda.

– Usted dirá.

– Mira, Takeo, se trata de…

Sentados en la barra de una tasca de la Barceloneta, Ros, López Carrillo y Blázquez apuraban sendos vasos de aguardiente. Estaban borrachos.

– Santiago Berga y Alfonsín, amigos -dijo don Alfredo- Otra casualidad. ¿Creéis que mi sobrino estuvo implicado en el secuestro de su propio padre?

– Sí -contestó López Carrillo.

– No -añadió Víctor-. Es un pobre imbécil.

Se hizo un silencio, denso, impenetrable.

– Veinticuatro niñas -dijo Juan de Dios, que parecía indignado-. ¡Veinticuatro! Llevaba diez años actuando y el gobierno civil lo sabía.

– Veinticuatro niñas que ellos sepan -añadió don Alfredo completamente ebrio, pues no solía beber y el aguardiente había surtido su efecto-. Pero no podemos ni hacernos una idea del número real. ¿Cuántos hijos de inmigrantes, de los poblados, habrán desaparecido sin dejar ni rastro?

– No quiero ni pensarlo -declaró Víctor-. Maldita sea el hambre.

– Todo esto es una gran mierda. Lástima no tener una fotografía y cazarlo como a una rata -apuntó Juan de Dios.

– ¿De Paco o de Elisabeth? -espetó don Alfredo.

– De cualquiera de los dos. Además, a estas horas estará en Cuba -comentó López Carrillo.

– No -negó rotundo Víctor alzando su vaso-. Esa arpía sigue por aquí. Quiere el dinero de don Gerardo.

– ¿Cómo? -preguntó don Alfredo-. ¿Pero no vaciaron ellos, los secuestradores, digo, la caja fuerte?

– No, amigo, no. Tras registrar el piso lo he visto claro. ¿Acaso creéis que si don Gerardo les hubiera dado la clave hubieran necesitado llegar a ese extremo de tortura que lo dejó ido? No, no. Ahora debe esconderse. Necesita dinero. Además, sólo dos personas tenían llave de la oficina y sabían la clave: Guzmán, el secretario, y el propio don Gerardo. Fue este último quien sacó el dinero.

– Pero ¿por qué?-preguntó Juan de Dios intrigado.