Víctor dio otro trago asqueado.
– Mirad, tengo el caso bastante claro, pero para cerrar el círculo debo capturar a los malhechores. Don Gerardo está listo, fuera, no cuenta. Creo saber más o menos lo que le ocurrió, pero me falta hallar la guarida. Ese loco se esconde allí, seguro, donde encerraron a Borrás. Allí está la cría, Antoñita.
– Si sigue viva.
– Ya. -Víctor volvió a tomar la palabra-. Es probable que esté muerta, sí. Depende de la sangre que le quede. Aunque lo último que he averiguado no me ha animado mucho. Ese loco de Paco se cree condesa. La portera del inmueble en el que tuvo su lupanar hace dos años y Teresita han coincidido en que el enano la llamaba señora condesa. Y en el dietario hallé una lámina de una mujer noble del medievo, de frente despejada, elegantes ropajes y ojos de loca. Muy blanca. Me la quedé.
– ¿Y sabes quién era?
– Sí, y ojalá no lo hubiera sabido: Erzsébet Báthory.
– ¿Quién? -preguntó López Carrillo.
– Una noble húngara, nacida en el año 1556. Fue una joven infeliz, casada con un tipo duro, un soldado, un sádico que casi nunca estaba en casa, el conde Ferencz Nadasky. Cuando éste murió, ella dio rienda suelta a sus instintos. Siempre había sido una sádica, torturaba a sus criadas brutalmente por nimiedades y se decía que gustaba de acompañarse en el lecho por jovencitas. Al verse libre del marido comenzó a buscar la compañía de brujas, viejas desdentadas que ejercían la magia en los bosques de alrededor. Le agradaba rodearse de una corte de tarados, viejas y horribles mujeres con malformaciones, porque así ella resaltaba más, parecía más bella.
– Como el enano, el criado.
– Exacto. Poco a poco fue elevando el nivel de su sadismo, aunque lo que le obsesionaba era no envejecer. Pinchaba a sus siervas con alfileres en los pechos y se restregaba su sangre como tratamiento de belleza.
– Como dijo Teresita que le hacía a ella…
– Se bañaba en la sangre de sus víctimas, literalmente. Por eso estoy tan afectado -dijo Víctor- El cuerpo que hallamos emparedado tenía múltiples laceraciones…
– Sí, ¿y?
Víctor se atizó un nuevo trago y tomó fuerzas.
– Erzsébet Báthory -dijo- tomaba duchas con sangre de jovencitas vírgenes. Colocaban a la víctima en una especie de jaula de cristal pero llena de pinchos de hierro por dentro, un instrumento de tortura medieval.
– La dama de hierro.
– En efecto. Metían a una joven virgen dentro, subían la jaula en alto y la condesa se situaba debajo. Entonces, sus acolitas azuzaban a la joven con agujas y ésta, al moverse, se laceraba la piel con los pinchos de la dama de hierro provocándose una hemorragia múltiple. La sangre caía y, debajo, la condesa, se bañaba en sangre.
– ¿Y crees que ese cuerpo…?
Víctor Ros asintió:
– Me temo que nos hallamos ante un emulador. Paco, o mejor, Elisabeth, se cree Erzsébet Báthory. Por cierto, ¿sabéis cuál es la traducción al castellano de ese nombre?
– No.
– Elisabeth.
– ¿Y no crees que el espíritu de la condesa pudo entrar en el cuerpo de Paco Martínez Andreu? -terció don Alfredo.
– No. Eso es lo que él quiso creer, pero este hombre padece un trastorno de personalidad grave.
– Quizá Lewis te podría ayudar -apuntó Blázquez-. Te ha mandado más de diez recados.
– No quiero hablar con él. Me ha decepcionado, él y el Sello. No logro entenderlo. ¿Por qué actuó así el Sello de Brandenburgo? ¿Qué sacan en claro de esto?
– No te hagas mala sangre -dijo López Carrillo.
– Sí, tienes razón. Quiero cazar a Elisabeth. Debo encontrar el escondite como sea. El subterráneo donde estuvo don Gerardo.
– ¿Y para eso estás liado con todas esas historias de la tierra y los geólogos? Paparruchas -dijo López Carrillo.
Víctor levantó la mirada abotargada, los ojos rojos por el alcohol y, dirigiéndose muy serio a su amigo, apuntó:
– No es ninguna tontería. Los geólogos dividen la historia de la Tierra en cuatro eras, a saber: primaria, secundaria, terciaria y el cuaternario, en el que ahora estamos. ¿Me seguís? -Los otros dos asintieron-. La era primaria se llama también paleozoico, la secundaria, mesozoico y la terciaria, cenozoico. Bien, a lo que iba, conforme van pasando los años los materiales que forman las rocas se van depositando. Bien. Por tanto, es lógico pensar que los materiales más antiguos quedan debajo de los más nuevos.
– Lógico -musitó Blázquez completamente beodo.
Víctor siguió a lo suyo:
– A veces hay excepciones a esta regla porque los materiales se pliegan, pero como norma general nos permite ir leyendo la historia de la Tierra en las rocas que se han ido formando, como un libro del que vamos pasando páginas. En cada época han existido seres distintos y, a veces, se fosilizan, por lo que si hallamos un fósil determinado, de una época determinada, en un material, pues ya lo hemos datado.
– A ver, listillo -dijo Juan de Dios-. ¿Y cómo saben los geólogos la edad de un fósil? ¿Se la preguntan?
Don Alfredo soltó una tremenda carcajada.
– No -dijo Víctor muy serio-. A lo largo de la historia los geólogos han estudiado con qué estratos estaban asociados determinados fósiles. Si con materiales más antiguos (esto se sabe a veces por el tipo de roca, por ejemplo, un granito) o con materiales más modernos. Y por supuesto han comparado los de unas zonas con otras, los de diferentes continentes incluso, y así han ido reconstruyendo la cronología, la secuencia de las distintas especies que han poblado la Tierra.
– ¿Y qué cono tiene eso que ver con Barcelona? -dijo López Carrillo tras soltar un tremendo eructo.
– Bien -continuó Víctor exageradamente serio y rimbombante-. Barcelona está asentada sobre una llanura ligeramente inclinada que se extiende desde las montañas de la sierra litoral catalana hasta el mar. Queda enclavada entre los deltas del Besós y el Llobregat. Bien, bien. Hay dos zonas claramente delimitadas: una, las zonas montañosas, antiguas, muy antiguas, del paleozoico, o sea, de la era primaria. ¿Me seguís?
– ¡Sí!
– La otra, más nueva, la llanura, casi toda de materiales muy recientes, del cuaternario, que a su vez descansan sobre materiales viejos, como una mesa que los sostiene. Pero, amigos, nos interesa lo de encima, los materiales nuevos, me refiero a los de la llanura. Bien, el geólogo, el amigo de Córcoles, identificó un fósil en los restos de tierra de las botas de don Gerardo: se llama Pupilla dentata, son pequeñas conchas, como capullos de apenas un milímetro de tamaño, fácilmente identificables con una lupa, y son propias de materiales diluviales, o sea, depositados por arenas de río y del cuaternario. En cristiano, recientes. Esto nos permite descartar una amplia zona, que es en la que se encuentran los materiales de la era primaria: las montañas, de entrada, y luego el resto de la llanura excepto la cuenca del Besós, el Ripoll y el Llobregat.
– O sea, que tienes demasiado terreno para buscar -sentenció Juan de Dios.
Otro eructo.
– Y que lo digas -le contestó Ros.
– Y tiempo, lo que se dice tiempo… poco -apuntó Blázquez.
– Nos van a mandar a Madrid de un momento a otro y no tengo ni idea de dónde ocultaron a don Gerardo, y ésa es la clave del caso -sentenció Víctor.
– Pues, entonces, habernos ahorrado la maldita lección -dijo Juan de Dios.
– ¿Y qué pasó con esa condesa? -preguntó don Alfredo.
– Mató a seiscientas jóvenes. No había una sola moza en muchas millas alrededor de su castillo. Pero cometió un error: comenzó a asesinar a jovencitas nobles de su corte. El rey envió a su guardia y destaparon el pastel. A las brujas les cortaron las manos y las quemaron.
– ¿Y a ella?
– La emparedaron y murió a los tres o cuatro años.
López Carrillo llamó la atención del tabernero con la mano y dijo lo que todos esperaban oír en un momento como aquéclass="underline"