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– ¡Otra botella!

Capítulo 10

Víctor salió del hotel acompañado de don Alfredo para encaminarse hacia el parque de la Ciudadela. Allí había desparecido Antoñita Medina, la última niña secuestrada por Paco Martínez Andreu, Elisabeth. Antes de poner el pie en la pequeña escalera del coche de alquiler escuchó la voz de Juan de Dios López Carrillo:

– ¡Víctor!

– Hombre, Juan de Dios, ¿qué hay de bueno?

– Venía a verte.

– Vamos al parque de la Ciudadela, a hacer un poco de turismo y echar un vistazo al lugar donde desapareció esa cría.

– Voy con vosotros -dijo el policía de Barcelona subiendo al carruaje.

Los tres guardaron silencio por un momento.

– Menuda resaca -dijo Blázquez-. Recordadme que no vuelva a beber en lo que me queda de vida.

– Descuida -contestó Víctor.

– Los padres de la niña están montando una de órdago a la grande. El gobernador está perdiendo los nervios y los periódicos no hacen más que desgranar los horribles detalles de la declaración de Teresita -apuntó López Carrillo-. Ya sabéis, lo de la sangre.

– Se lo tiene bien merecido -dijo Víctor-. He leído los titulares: «VAMPIRISMO EN BARCELONA». El obispo afirma que la ciudad está maldita, que primero ocurrió lo del Endemoniado y luego la aparición de estas bestias. La gente comienza a murmurar y todos tienen miedo, pero ¿qué querías?

– La mujer de Paco. La pintora. ¿La recuerdas?

– Sí, claro.

– Se ha colgado.

Silencio.

– Vaya, supongo que de alguna manera se sentía culpable -dijo don Alfredo.

– La han encontrado esta mañana. En su casa.

Permanecieron de nuevo en silencio durante el resto del corto trayecto. Aquel asunto era tétrico, desagradable y como para desanimar a cualquiera.

Llegaron enseguida al parque. Bajaron con parsimonia y compraron tres vasos de horchata a un heladero que, con su pequeño quiosco, daba la bienvenida a los recién llegados.

– Vaya -dijo don Alfredo contemplando el amplio espacio ajardinado que se abría ante ellos-. La Ciudadela debió de ser un bastión imponente.

– No lo sabes tú bien -repuso López Carrillo.

Sólo quedaban tres edificios de lo que antaño fuera un gran fuerte militar: el Arsenal, la capilla castrense y el palacio del Gobernador.

construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente

Nada más entrar, a la izquierda, se toparon con la enorme fuente, un conjunto monumental al que llamaban la Cascada. Se detuvieron a echar un vistazo. El cuñado de López Carrillo les había dicho que su antiguo alumno, Gaudí, había participado en el diseño y la construcción de la fuente, en concreto eran suyas las rocallas de la cascada, los mástiles de hierro y algunos otros motivos decorativos. La idea era ir dotando poco a poco a la fuente de nuevas esculturas que le dieran un aspecto grandioso. El desarrollo de aquel inmenso jardín que había de contribuir al solaz y el deleite de los barceloneses era aún incipiente, por lo que la fuente había suscitado algunas críticas en la prensa: «Una obra levantada porque sí en unos jardines a medio hacer, que comporta de seguro un gasto desproporcionado con el presupuesto total», había afirmado el Diario de Barcelona. Juan de Dios López Carrillo les hizo de cicerone. Había un lago para que los ciudadanos pudieran pasear en barcas y los críos correteaban jugando arriba y abajo. Víctor no pudo evitar que su mente los comparara con los escuálidos pilluelos de los poblados de chabolas. Como si le leyera el pensamiento, don Alfredo dijo:

– ¿Has pensado en Eduardo?

– Sí, claro -afirmó muy serio.

– Cuando nos vayamos de aquí, que me temo será pronto, volverá a la calle. Se ha encariñado contigo.

– Es un crío muy listo. Me ha ayudado mucho y corrió demasiados riesgos el otro día. Le estoy intentando buscar acomodo, descuida. Algo tengo ya previsto en una residencia para jóvenes en el Pirineo leridano; allí tendrá todo lo que necesita, recibirá una buena formación y estará bien atendido. Yo correré con los gastos.

– Ya -dijo don Alfredo con un evidente gesto de desaprobación en el rostro.

Habían llegado al tiovivo, situado hacia el fondo, donde desapareciera Antoñita Medina. López Carrillo se identificó a un guarda que vestía uniforme gris y éste le comunicó que se hallaba presente en el momento del rapto.

– Yo estaba aquí -dijo-. Y su aya estaba en este lado. La chica subió y cuando el tiovivo llevaba dadas un par de vueltas su caballo volvió vacío. Pensamos que se había caído y fuimos hacia allá, al otro lado -señalaba en dirección al puerto-. Cuando llegamos no había ni rastro. Tardamos en reaccionar. Entre que el operario paró la máquina y miramos debajo, pasaron unos minutos preciosos. Me temo que dimos lugar a que pudieran escaparse con ella.

– No se preocupe, buen hombre, ¿cómo iban ustedes siquiera a suponer que aquello era un secuestro? -dijo Ros dándole unas palmadas en la espalda al guarda. Rodeó después el tiovivo para echar un vistazo y se adentró en el jardín.

Volvió,a los pocos minutos

– Nada -confirmó desanimado.

Regresaron dando un paseo para inspeccionar el resto del parque, que estaba muy concurrido. Echaron un vistazo a la Font de la Guineu, la fuente del Zorro, que representaba a un ave, quizá una rapaz, que tenía a sus pies a un zorro en apariencia muerto. Pasaron junto a las obras del Museo de Geología, imponente, de frontón neoclásico, mientras Víctor tenía que aguantar estoicamente las chanzas de sus dos amigos, quienes comenzaban a apodarlo el Geólogo.

– No -dijo resignado-. Si me lo tengo merecido. Eso me pasa por contarlo.

En eso, y cuando ya casi salían del parque, un pilluelo se dirigió a Víctor y le dijo:

– ¿Don Víctor Ros?

– Sí, soy yo.

El crío le tendió una carta y el detective le dio una buena propina. Abrió el sobre, leyó la esquela y palideció. De pronto, salió corriendo tras el niño.

Don Alfredo y López Carrillo hicieron otro tanto. Cuando lo alcanzaron, Víctor agitaba por los hombros al pequeño y gritaba:

– ¿Quién te la ha dado? ¿Quién? ¿Quién?

Estaba fuera de sí.

– Una mujer, allí -dijo señalando hacia la cascada.

– ¿Cómo era? ¿Cómo?

– Una dama. Guapa. Muy guapa. Me dijo su nombre, Elisabeth.

López Carrillo se agachó y tomó la nota, la leyó en voz alta:

– «Querido inspector Ros, deje de jugar a un juego que seguro ha de perder. No podrá con nosotros. Tenemos a su hijo Víctor.»

Después de correr hasta la oficina de Correos, enviaron un telegrama a casa de Víctor. No hubo respuesta. Insistieron y al fin el cartero de Madrid les comunicó que no había nadie en el domicilio. Víctor Ros parecía fuera de sí, sin su flema y sus características maneras pausadas. No podía pensar en otra cosa: veía el rostro de su hijo, sus bracitos regordetes, su sonrisa, sus hoyuelos, y se le aparecían imágenes horribles, el libro de tapas gruesas sobre Erzsébet Báthory que había encontrado en la biblioteca. Sabía de lo que hablaba. El hombre del saco existía, y él mismo había participado en un caso similar. La España profunda, dura, irracional e ignorante acababa siempre por imponerse. El miedo a la plaga del siglo, la tuberculosis, había llevado a muchos degenerados a hacer un buen negocio, a sacar buenos dineros de gente de posibles que, desesperada, veía cómo se le iba la vida a un ser querido sin poder evitarlo. Víctor era un estudioso de aquellos casos. Recordaba un caso en Almería, hacía apenas tres años, cerca de Vélez Rubio, o el de Almadén, que él mismo había resuelto. En aquellos días, cuando los padres metían miedo a los niños con el hombre del saco, no mentían, y Víctor lo sabía. En Almadén había cazado a un buhonero, Francisco Velarde, que había pululado durante años por los campos de Castilla asesinando criaturas. Vendía la sangre coagulada y las mantecas a una alcahueta de Toledo que daba salida a aquellos carísimos ungüentos entre gente de la alta sociedad que, claro está, no pagó su delito.