Siempre se trataba de niños pobres, muchos de ellos vagabundos, sin padre, sin madre. La gente bien, desesperada, creía a pies juntillas en la superstición más profunda y despiadada, la que aseguraba que un tuberculoso podía sanar bebiendo la sangre de un infante o aplicándose en ungüento sus «mantecas». Siempre había algún avispado, algún monstruo sin escrúpulos que, empujado toda la vida por el hambre, era capaz de cualquier cosa por dinero. En este caso el asunto era peor. Paco, Elisabeth, era un loco, un emulador que sacaba la sangre a sus víctimas para mantenerse hermosa, joven. Un degenerado que mataba chicas vírgenes como una condesa húngara del siglo XVI.
No podía alejar a Victítor de su mente, le temblaban las piernas y sentía que se iba a desmayar. Pensaron en telegrafiar a la mujer de don Alfredo, pero ésta se hallaba en San Sebastián. Intentaron localizar a su jefe, don Horacio Buendía, el comisario de la Brigada Metropolitana.
Víctor reparó en que quizá había molestado a gente muy importante acostumbrada a moverse en la más absoluta impunidad. Querían que se apartara del caso, que saliera de Barcelona. Además, el niño debía de estar aún retenido en Madrid. No habían tenido tiempo suficiente para traerlo a la Ciudad Condal.
– ¿A qué hora sale el siguiente tren para Madrid? -se escuchó decir a sí mismo.
– A las nueve-dijo López Carrillo.
– Falta hora y media. Las maletas, Alfredo.
Volvieron al hotel. Echó la ropa en el interior de su maleta sin doblarla, en total desorden. Nada le importaba en el mundo en aquel momento, sólo hallar a su hijo, el cual, al parecer, estaba en manos de aquella gentuza. Pensó en Elisabeth, una mujer despiadada, sin escrúpulos. En Paco Martínez Andreu, una persona abyecta que carecía de sentimientos, sin un atisbo de remordimientos. Un tipo con una personalidad doble. Las dos caras de un alma inmisericorde. Había visto a don Gerardo y había llorado al ver el cuerpo de aquella criatura lleno de laceraciones y seco, como una res desangrada. Recordó el testimonio de Teresita y sintió, una vez más, que iba a desmayarse. Apenas si acertó a pronunciar un par de frases corteses para despedirse de Eduardo. Prometió volver a verlo en cuanto resolviera el asunto; mientras tanto, López Carrillo se haría cargo de él. Hasta que comenzara el curso.
Víctor no estaba. No veía, no escuchaba, no olía, sus agudizados sentidos estaban embotados por el miedo más atroz y paralizante. Enviaron diez telegramas más. Varios de ellos a las instalaciones del Ministerio de la Gobernación en Sol. Nada. Incluso años después, con la perspectiva que da el paso del tiempo, Víctor no lograba recordar lo ocurrido en aquellos momentos; el pánico, el miedo le hacía sentirse como embriagado, borracho y confuso.
Al fin, después del día más largo que recordaba, se vio junto a Alfredo en el andén de Sants. López Carrillo se despidió brevemente y se fue a Jefatura para seguir entablando contacto con Madrid. A lo mejor averiguaba algo. Justo cuando ponía el pie en la escalerilla metálica que subía al vagón vio venir corriendo a un empleado de Correos con una gorra y un guardapolvos gris.
– ¡Ros, señor Ros! -gritaba.
Bajó del tren de un salto y corrió hacia el hombre quitándole el sobre de un manotazo. Lo rompió con impaciencia y leyó ávidamente, en voz alta, a la vez que caía de rodillas entre sollozos:
– «Estamos en San Sebastián. Stop. Acabamos de llegar a las ocho. Stop. Nos alojamos con Mariana. Stop. Ella manda recuerdos para Alfredo. Stop. Los niños bien. Stop. Te quiero. Stop. Clara».
Alfredo Blázquez se abrazó a su amigo, que lloraba como un niño.
– ¡Están en San Sebastián! ¡Están en San Sebastián! -decía Víctor riendo y llorando a la vez-. ¡Con tu mujer, Alfredo, con tu mujer!
El revisor se acercó y les preguntó si subían o no al tren. Víctor miró a Alfredo y dijo:
– Nos las vemos con gente peligrosa, amigo. Obviamente, no sabían que mi familia estaba de camino a San Sebastián. Ha sido un farol y han acertado. Han conseguido hacerme pasar el peor rato de mi vida. Aun así, no me fío, te necesito. Vas a tomar ya las vacaciones, ¿no?
– Sí.
Perfecto. vete de inmediato a San Sebastián y no pierdas a nuestras familias de vista. Te hago responsable de su seguridad.
– Pero ¿y tú? ¿Qué vas a hacer?
– Esta gente nos ha timado, Alfredo, se han reído de nosotros y conozco a alguien que puede hacerles morder el polvo. El mejor timador. Voy a avisarlo.
– Pero ¿y tú? ¿Te quedas? ¿Qué harás?
– Esa gentuza me quiere fuera de Barcelona. Así que, de momento, subiré contigo a este tren.
La primera vez que Santiago Berga vio a Máximus, o Max, como a él le gustaba que lo llamaran, fue en sueños. Estaba sumido en el más profundo de los letargos, lejos de este mundo y metido de lleno en otros más lejanos, quizá, cuando sintió que alguien lo agitaba por los hombros y le decía:
– ¡Hermano! ¡Hermano!
La voz de aquel individuo retumbaba como un eco grave, distorsionado, que flotaba en el aire y sonaba muy lento, amortiguado por el efecto del opio, del que ni su cuerpo ni su mente lograban salir.
– ¡Despierta, hermano! -le decía alguien que luchaba por sacarlo de su profundo mundo onírico-. Llevas mucho tiempo aquí.
Poco a poco, un rostro se fue materializando ante los abotargados ojos de Santiago Berga: un tipo con el pelo negro, muy largo, que casi le cubría el rostro y le tapaba las orejas e incluso las inmensas patillas. Llevaba un fino bigote, muy largo, como el de un chino, perilla alargada de chivo y unas gafitas redondas, de cristales ahumados.
– ¡Menudo viaje, hermano! -le dijo sonriendo.
– ¿Perdón? -acertó a contestar.
– Sí, hombre, llevas más de cuatro días aquí. Estuve fumando a tu lado el jueves y hoy he vuelto y te he visto en el mismo sitio y en la misma posición. Llevas la misma ropa.
– Pero… ¿qué día es hoy?
– Lunes, por la mañana.
– ¡Maldita sea! -gritó Berga intentando incorporarse-. El sábado tenía una cita importante. ¡Takeo! ¡Takeo! ¿Dónde está ese maldito chino cabrón?
El desconocido de extraño aspecto lo ayudó a incorporarse e incluso le sujetó el flequillo mientras una arcada le hizo vomitar entre convulsiones.
El dueño del fumadero apareció. Berga, sentado en el camastro, comenzó a sentir el picor de las chinches y pulgas que debía de haber cogido allí. ¡Cuatro días!
– ¿Qué clase de droga me pusiste, hijo de puta? He estado cuatro días fuera de juego. Si no es por este hombre seguiría ahí tirado.
Takeo echó una mirada atrás y aparecieron sus dos inmensos guardaespaldas.
– Venga, venga -dijo el desconocido de las gafas oscuras muy conciliador-. A buen seguro que habrías tomado algo antes de venir aquí, te haría una mala reacción.
Berga volvió a vomitar al sentir de nuevo en su boca pastosa el sabor del aguardiente, el champán, el vino y la absenta.
Se levantó tambaleándose y salió al exterior. La luz del sol se le clavaba en los ojos, arrancándole miles de puntadas de dolor. ¿Cómo iba a volver a casa? ¿Y su coche? Estaba en un apuro.
– ¡Este antro es una porquería! -gritó a pleno pulmón. Los dos matones salieron al instante. Uno de ellos se le acercó, dio un salto haciendo un giro acrobático en el aire y le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás. Antes de que pudiera darse cuenta el otro matón le sujetó las manos a la espalda. El del brinco se le acercó y le dio un puñetazo en el estómago que le hizo perder el resuello. No podía ni suplicar clemencia, se ahogaba. Entonces, una voz dijo algo en chino. Los dos energúmenos que servían a Takeo se giraron y miraron desafiantes al tipo de las gafas. Este volvió a decir algo en el idioma de aquellos bárbaros y éstos desaparecieron adentrándose en el mugriento local repleto de literas.