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– Como siempre.

– Como siempre, Víctor. A pesar de todo la zona ha quedado coqueta, proliferan los comercios, los restaurantes y los cafés, así como las viviendas de gente bien. Cerdá fue un hombre concienciado.

– ¿Fue?

– Sí, ya murió. Dice el marido de una de mis primas, Eufrasio, que es ingeniero civil, que don Ildefonso Cerdá hizo algunos estudios muy interesantes sobre las condiciones de vida de los obreros en Barcelona, no creas, con estadísticas y todo, que son de lo mejorcito que se ha escrito al respecto.

– Vaya.

– Aun así el Ensanche es una zona próspera, prometedora.

El carruaje doblaba por la rambla de Cataluña y Víctor miraba por la ventanilla con aire nostálgico. Recordó aquella época en la que, tras su participación en la desarticulación de la célula radical de Oviedo, había sido ascendido a subinspector con destino en Figueras. El subinspector más joven en la historia de la policía española. Recordó las ilusiones de aquella época, los proyectos, y tuvo que admitir que las cosas no le habían ido nada mal.

– ¿Hablaste con Juan de Dios López Carrillo?

– Sí -dijo don Alfredo-. Pero no se ha mostrado muy colaborador.

Víctor sonrió para sí.

– Es un tipo muy suyo -repuso-. Se alegrará de verme, verás.

El coche había llegado a la puerta del Hotel Continental, en la esquina de la rambla de Canaletas con la plaza de Cataluña, y Víctor echó un vistazo arriba y abajo, contemplando las Ramblas. Lugar de paso por excelencia, aquélla era la arteria principal que articulaba la vida barcelonesa. Había surgido de manera paralela a la muralla de la ciudad, que construyera Jaime I en el siglo XIII y, de hecho, aquella avenida en su origen no era más que La cárcava de un torrente, el Cagalell.

A finales del siglo XVIII, dicha vía estaba tan llena de excrementos, residuos y trastos que se ordenó ir cubriéndola lentamente hasta convertirla en un curso subterráneo. Más adelante se derribó la muralla (una pretensión histórica de los ciudadanos de Barcelona), pues la ciudad necesitaba crecer, y un ingeniero militar, Juan Martín Cermeño, fue el encargado de convertir el antiguo lecho de un río en una avenida que atravesara la urbe de punta a punta. Las viejas Ramblas eran ahora lugar de reunión y paseo, a pesar de que el ambiente en verano era sofocante, lleno de polvo y, en época de lluvias o en invierno, intransitable por el barro. De hecho, con su remodelación definitiva comenzaron a levantarse en ellas los palacios más bellos, como el Palau de la Virreina, de la viuda de uno de los más famosos indianos, Manuel Amat; la Casa March de Reus o el elegante y celebrado Palau Moja.

Víctor miraba el panorama como hipnotizado. Eran las siete de la tarde y a aquella hora las Ramblas estaban repletas de gente.

Apenas se podía caminar: quioscos que servían bebidas; tranvías tirados por muías; coches de alquiler; paisanos con blusón gris que venían del tajo; damas peripuestas; institutrices y amas de cría empujando carritos de bebé de ruedas inmensas; algún militar de paseo y caballeros bien vestidos, a lo gentleman, algunos con chistera, que caminaban de arriba abajo dando a aquella arteria un aire vivo y alegre.

Las Ramblas cumplían muchas funciones en la vida cotidiana de la ciudad: desde la búsqueda de trabajo a primera hora de la mañana, pues era el lugar donde aguardaban los desempleados a que apareciera algún capataz o empresario que les ofreciera un jornal o un porte, hasta espacio para la compraventa de ovejas, transacciones varias y, por supuesto, vía comercial. Allí se situaba el Plá de l'Os que daba acceso al maravilloso, colorista y bien pertrechado mercado de la Boquería, en el que Víctor sabía que se podía hallar, pagando unos buenos dineros, hasta la mercancía más exótica y escasa del mundo. Por la tarde, aquél era un lugar de paseo, donde la gente se saludaba, se exhibía, se relacionaba. El Liceo: pensó en las magníficas noches del Liceo en las que había presenciado algunas funciones verdaderamente sublimes acompañadas de champán y coristas; en los palcos en los que tiraba su sueldo de subinspector cuando era soltero. Qué tiempos.

Entró en el hotel decidido a asearse un poco después del largo y agotador viaje. Necesitaba recuperar fuerzas.

Apenas una hora después y ya en el comedor, tras degustar unas exquisitas codornices con salsa de nueces, Víctor dijo oliendo su humeante café:

– Ponme al día, Alfredo.

– ¿Desde el principio?

– Desde el principio. Quiero saberlo todo. Familia, historia, negocios y luego, por supuesto, el secuestro.

– De acuerdo, entonces. Mira, Víctor, mi tío Julián vino a Barcelona a los treinta y tres años. Ya no era ningún chaval, pero había perdido mujer y dos hijos por la gripe y decidió cambiar de aires. Vendió todo lo que poseía. Tenía un bufete en Madrid, y vino aquí, donde comenzó a hacer negocios para terminar en el mundo textil. Fue propietario de una fábrica inmensa en Gracia. Conoció a una joven de la burguesía barcelonesa, casi una niña, mi tía Juana, que le dio cuatro hijas. Mis tíos murieron; primero él, que era ya muy mayor, y ella hará cosa de un par de años. Mis cuatro primas casaron bien y con las rentas que obtuvieron por la venta de la fábrica y de las enormes posesiones de mi tío tienen un buen pasar. Como ya sabrás, hace alrededor de un par de semanas recibí un telegrama de una de ellas, Huberta.

– ¿Cuándo se produjo la desaparición?

– Hará ahora cosa de un mes. Tardaron dos semanas en avisarme.

Debieron hacerlo antes.

– Ya, pero ni siquiera la policía de aquí se lo tomó muy en serio, de hecho pensaban que se había fugado con alguna pelandusca. La familia, lógicamente, sabía que no había nada de eso. El marido de mi prima era… perdón, es, es un hombre pío, de costumbres espartanas y volcado en sus negocios.

– Pero…

– Pero hace dos semanas recibieron este anónimo y entonces decidieron avisarme dijo don Alfredo tendiendo una esquela a su amigo.

Víctor leyó la nota:

– «Tienen ustedes una semana para entregarnos veinte millones de reales si quieren bolver a ver a don Gerardo con vida.» Vaya -dijo-. «Bolver», sólo hay esa falta de ortografía. Me parece obvio que esto lo ha escrito alguien leído que se quiere hacer pasar por analfabeto.

– Puede ser.

– ¿Y pagaron?

– No, no hemos vuelto a tener noticias de los secuestradores.

– Vaya.

– Estamos a oscuras. Por eso te llamé. Tu amigo, el inspector López Carrillo…

– Juan de Dios.

– … Juan de Dios piensa que pueden haberlo matado. No hemos querido decírselo a la familia, claro. Les sigo dando esperanzas al respecto.

Víctor se quedó pensativo por unos instantes:

– ¿Tienen hijos don Gerardo y tu prima Huberta?

– Sí, Alfonsín, un bohemio que vive entre artistas. Dice ser escultor, aunque antes fue pintor y también, según él, poeta y novelista. Vive a lo grande con el dinero de papá.

– ¿Servicio?

– Un cochero, dos doncellas, cocinera y un ama de llaves.

– ¿Algún antecedente?

– Consultamos los archivos. Están limpios, sus referencias cuando llegaron eran magníficas y llevan años trabajando en la casa.

– Bien hecho. Cuéntame entonces cómo fue lo de la desaparición.

– Sí, sí, mi prima vive en el Ensanche, en la calle Calabria. Aquella mañana, Gerardo iba a coger el tren porque tenía que ir a Madrid a cerrar un negocio.

– ¿Hora?

– Las ocho y cuarto de la mañana -contestó don Alfredo mirando su libreta de notas-. En la puerta de casa lo aguardaba un coche.