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– ¿Sabes chino?-dijo Berga como buenamente pudo.

– Sé algunas cosas útiles -contestó el otro, cuyo aspecto de bohemio era más evidente aún a la luz del sol- Estás hecho un asco, tendrás que tirar ese frac.

– Sí.

– Ven, apóyate en mi hombro. Tengo un coche de alquiler esperándome justo ahí.

En el trayecto a su casa del paseo de Gracia, Santiago Berga no acertó a musitar palabra. La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo, iba y venía desde el mundo de los sueños. El tipo misterioso lo miraba divertido.

– Tienes que controlarte, hermano, te has pasado con el opio esta vez y por poco te metes en un buen lío.

– ¿Por qué me llamas hermano? Yo no soy tu hermano. Yo soy Santiago Berga y Panals, ¡a mucha honra!

– ¡Qué tontería! Todos somos hermanos.

El coche llegó a su destino. Berga bajó a duras penas del coche. Entonces, levantó la mirada y dijo:

– No te he dado las gracias.

– Ahora lo estás haciendo, hermano.

– Ya, sí. ¿Tu nombre?

– Máximus, me llamo Máximus Aeternum, pero todos me llaman Max -contestó el misterioso desconocido golpeando el techo con su bastón para que el cochero continuara el viaje.

Santiago Berga quedó algo azorado, allí de pie, y con su propia tarjeta manchada de vómito en la mano, que el otro no había querido coger.

La segunda ocasión en que Berga vio a Máximus fue menos dramática, pero no por ello aquel tipo dejó de resultarle menos misterioso. Fue en El Bou Trencat, un local de la calle de la Lluna que había pasado de ser un antro de mala muerte, una tasca oscura y lóbrega donde se reunían obreros, parados y algunos tipos mal encarados, a un lugar de referencia entre los «modernos», los bohemios y los artistas que, aficionados a frecuentar los establecimientos más marginales de la ciudad, habían hallado en Segismundo Cifuentes al anfitrión ideal. Nadie sabía muy bien cómo pero Segismundo, que era un visionario, había ido reconvirtiendo su tasca poco a poco hasta hacer de ella un lugar con encanto, un punto de referencia. Decían algunos que su suerte comenzó una noche de San Juan en la que, tras una buena juerga y al no encontrar nada abierto, Ramón Casas y Santiago Rusiñol, dos jóvenes aún bisoños con mucho camino que recorrer y ganas de escandalizar a la burguesía barcelonesa, recalaron en el Bou, que así se llamaba en origen aquel antro, (justaron tanto del lugar, del vermú de barril y de la compañía del pueblo llano que, al parecer, se aficionaron al sitio, llegando a realizar allí mismo, y más para suscitar polémica que para otra cosa, una exposición de sus respectivas obras. Hubo quejas y recriminaciones, incluso la prensa tomó cartas en el asunto: ¡el arte llevado a una tasca!, pero precisamente fue aquello lo que atrajo a toda una panoplia de «modernos», niños bien, románticos trasnochados, socialistas y catalanistas republicanos que, junto a la parroquia habitual del lugar, que nunca dejó de acudir, confirieron al local de Segismundo Cifuentes un aura de local maldito, a la última, que habría de acompañarlo hasta que la dictadura de Primo de Rivera lo clausurara, cuando el cuerpo del bueno de Segismundo llevaba ya diez años criando malvas. Segismundo daba su toque personal al local luciendo las más extravagantes y llamativas camisas que desde París le traía el conde de Coromines, asiduo de aquella tasca.

El curioso nombre del antro derivaba de que en la puerta, sobre el quicio, colgaba un toro de madera, recortado en un tablón y pintado de negro que, según contaban los más osados, había resultado dañado por un disparo realizado por un marido cornudo durante una gresca con el mismísimo Rubén Darío, cuyos versos habían hecho perder la cabeza a la esposa del afrentado. Se decía que la bala rebotó en la escupidera de bronce, la cual, como nimio testigo ele aquel incidente, había sido retirada a un lugar bien principal en la alacena que había tras la barra-nada menos que junto a un retrato de Baudelaire- Tras impactar con la escupidera el proyectil ascendió hasta percutir en el toro saliendo despedida en busca de un nuevo blanco y encontró la pierna de Segismundo, quien arrastraba una visible cojera desde entonces. Como no era amigo de gastos excesivos, ni siquiera de los necesarios, el toro quedó como estaba, roto, y la gente terminó por llamar a aquella tasca El Bou Trencat (el toro roto).

Pero aquello era más leyenda que otra cosa.

Pues en aquel lugar, a la luz de las velas y entre paredes forradas de acuarelas, retratos a plumilla, manifiestos y proclamas obreras llamando a la revolución, Santiago Berga reconoció a su salvador, el tal Max, que charlaba animosamente con dos obreros apurando a morro una botella de tinto. Cuando dieron buena cuenta de la botella, deshicieron la reunión y Máximus pasó junto a él acompañado de un pilluelo de pelo largo, rizado, que le cubría la cara.

Aquel tipo, que llevaba de la mano al crío como si fuera su hijo, llamaba la atención por su vestimenta: chaqueta verde con finas rayas blancas, chaleco amarillo de cuadros, enorme corbata y pantalones ajustados, por encima del tobillo, como si viniera de regar, a la manera de los modernos y bohemios que, rechazando las más sencillas normas de la etiqueta, pugnaban por llamar la atención. Lucía un inmenso sombrero de ala ancha que parecía haber sido pisoteado por un elefante y unos botines marrones exageradamente acabados en punta, muy sucios. Berga se levantó y le tendió su tarjeta:

– Santiago Berga. El otro día no me presenté como es debido. Gracias.

El otro, sin apenas mirarlo, pasó junto a él tendiéndole lo que parecía una tarjeta de presentación en ¡papel de estraza!

Antes de que Berga pudiera darse cuenta, el tipo había salido por la puerta. Leyó aquella pintoresca tarjeta, que rezaba:

MÁXIMUS AETERNUM

Artista mental

Madrid, 30 de junio de1881

Estimado Lewis:

Le escribo para decirle que me hallo en Madrid, trabajando, algo decepcionado por haber dejado un caso a medias por primera vez en mi vida, pero feliz por haberme alejado de aquel asunto de don Gerardo, de su secuestro, de la prensa, de las presiones de la Iglesia y, sobre todo, de ese ser: Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, a la que Dios confunda. Me temo muy mucho que a estas alturas debe de seguir pululando por allí, pues me consta que va tras el dinero de don Gerardo, que éste, antes de cometer una locura que algún día aclararé, colocó a buen recaudo.

Antes de ser relevado del caso decidí quitarme de en medio después de que esta pérfida delincuente (estoy seguro de que es el auténtico cerebro gris de toda esta trama) consiguiera darme un buen susto con respecto a mi familia. Ellos están ahora en lugar seguro y yo aprovecho para poner al día los asuntos que tenía pendientes en Madrid, antes de comenzar mis vacaciones.

Por el gran respeto que siento por usted, por la ayuda que siempre me ha prestado y por aquella actuación suya en Córdoba que me salvó la vida, me veo en la obligación de escribirle estas líneas y decirle lo que pienso: no me agradó su actuación -o la del Sello de Brandenburgo, que viene a ser lo mismo- en el asunto de don Gerardo. Tenía que contestarle después de nuestra última conversación. Usted me pidió una respuesta y aquí la tiene. Recibí sus mensajes y no quise contestar, lo siento. Son ustedes tan responsables como el obispo, el gobernador o la mismísima doña Huberta del lamentable incidente que todos presenciamos y, por supuesto, del trágico desenlace que provocó. Debo reconocer que se me escapa totalmente el motivo por el cual una organización tan moderna, preclara y vanguardista como el Sello pudiera estar interesada en un caso como el de la supuesta posesión de don Gerardo, y quiero que sepa que usted y el Sello de Brandenburgo me han decepcionado. Además, no han podido capturar a Elisabeth. Siempre procuré que mi relación con su organización fuera grata y ventajosa para las dos partes pero, sobre todo, superficial, y ahora me alegro mucho de ello.