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Ruego comunique a sus superiores que cualquier posible relación entre el Sello y un servidor queda revocada para siempre. Me despido volviendo a mostrarle mi más profundo respeto desde la más profunda decepción y le ruego dé recuerdos de mi parte al profesor Petrovich si pasa por Viena, en memoria de las valiosas lecciones que me dio.

Atentamente,

Víctor

La tercera vez que Santiago Berga tuvo noticias de Máximus Aeternum fue a través de terceros, en casa de sus buenos amigos Lluís y Arcadi Torrents, ambos escultores, hermanos, que ocupaban un amplio y luminoso ático en la rambla de Sant Josep.

Las fiestas de los dos hermanos, que se llevaban veinte años entre sí, eran memorables, a veces duraban días, y rara era la ocasión en que la fuerza pública, alertada por los vecinos ante el ruido, no hacía acto de presencia para dar por terminado el festejo.

Fue al salir medio mareado del dormitorio, tras despertar de uno de sus devaneos con la morfina en compañía de su amigo Pere Casal, cuando se dejó caer en el sofá del amplio salón y escuchó, entre sueños, a su amiga la pintora Elia Vidal que decía:

– Es un hombre muy atractivo.

Hablaba con Fulgencio Manueles, un próspero inversionista, mujeriego y crápula, y con Higinio Mestre, escultor especializado en el hierro y los forjados. El primero de ellos contestó:

– Sí, eso dicen las damas, aunque yo, por supuesto, no entiendo. Dicen que es artista mental.

Berga entreabrió los ojos y vio que asentían como si supieran qué era aquello.

– Me ha dicho que es lo último en París, algún día hará una performance -repuso la pintora-. Me lo ha prometido.

– Llama a todo el mundo «hermano» -añadió Higinio, el escultor.

– Sí, sí. Lo he observado -contestó el casanova, Fulgencio-. ¿Será anarquista?

La joven tomó la palabra de nuevo:

– No, no, qué va, está por encima de todo eso, ya sabéis, las ideologías y esas patrañas. Cree en el yo, en el «subconsciente del animal que lleva dentro». Está de vuelta de todo.

– Se nota que es un hombre corrido, de mundo -apuntó el escultor.

Fulgencio, el inversor, dijo entonces:

– Eso dice ser: ciudadano del mundo. Bebe como un poseso. No he visto a nadie ingerir la absenta de ese modo. Qué bárbaro. Siempre lleva una botella para él solo, y un vaso. A veces bebe ron, y otras, ginebra. Qué tipo.

– Y se hace acompañar por ese chico, medio sordomudo -ahora era ella la que hablaba-. Dicen que es gitano, húngaro. Él lo llama Alphonse. Le sigue a todas partes como un corderito, atento al más mínimo de sus deseos.

– Huelen fatal, él y su acompañante. Si se me permite decirlo.

Berga sintió que se dormía, le pesaban los miembros.

– Pues que sepas, Higinio, que hay una razón ideológica para ello -contestó ella defendiendo al misterioso recién llegado-: que desprecia cualquier atisbo de acomodamiento, odia a la aristocracia y a los burgueses, y dice que el pueblo llano no se lava, ni los animales tampoco. Es lo natural.

– Ahhh asintieron los otros dos.

– Ha expuesto, o como se llame eso que hace, en París, en Vierta y en Nueva York apostillo la pintora.

– ¿Y de dónde es? -preguntó el escultor-. Tiene un acento…

– Imposible de identificar -cortó Fulgencio.

– Eso es -Higinio volvía a tomar la palabra-. Dicen que de Huelva, otros que catalán, hay quien dice que se crio en Cuba.

– Pues en los calabozos de Montjuïc ha estado -añadió ella-. El otro día, Justino Alrnirall, que estuvo preso allí durante la Jamancía, me contó que le había escuchado hacer una descripción de aquellos sótanos y de los tormentos que se infligía allí a los sublevados que le pusieron los pelos de punta. Es imposible hablar así de aquel horrible lugar sin haber tenido la desgracia de haberlo visitado.

– Dicen que es un proscrito, que fue enviado al exilio y que ha vuelto de incógnito -apuntó el escultor. La joven pintora volvió a tomar la palabra:

– Decididamente, Max es un hombre curioso.

– ¿Max?

– Sí, claro, a él le gusta que lo llamen así. Sabe cómo intrigar a una mujer, eso está claro.

– Y al auditorio, y al auditorio -sentenció Higinio muy admirado.

Santiago Berga escuchaba, atento, hasta que sus sentidos no pudieron más y volvió a caer en los brazos del sueño.

Capítulo 11

Al día siguiente, después de cenar en casa de unos amigos, Berga decidió pasarse por El Bou Trencat para tomar una copa. Como casi siempre, se hacía acompañar por Alfonsín Borras. El local estaba de bote en bote, pero lograron que Segismundo les proporcionara un par de sillas y tomaron asiento en una mesa que, a la luz de una vela, compartían Elia Vidal, la pintora; uno de los hermanos Torrents, Lluís, el mayor, achaparrado, algo grueso y de fieros bigotes encanecidos; y un joven pintor, Santiago Cusí, que al parecer había aprendido lo que sabía malviviendo por las calles del Trastévere. Parecían muertos de risa y hablaban, cómo no, de Máximus Aeternum, artista mental.

– …Y entonces, va el elemento y le dice al guardia: «Perdone agente, pero esa señora le estaba haciendo gestos obscenos con la mano, así…». ¡Y levanta el dedo corazón! ¡Qué cara más dura! El guardia se va para la pobre portera a ver qué pasaba y entonces ella le dice lo que Max le había hecho. Teníais que haberlo visto, se giraba como un idiota para verse la espalda, pero, claro, no podía… Entonces nos mira muy serio y dice: «¡Alto a la guardia urbana!». Ni que decir tiene que tuvimos que correr como posesos. A mi amigo Joan casi lo trincan.

Los tres estallaron en una carcajada. Vaya, parecéis divertidos,-dijo Berga sintiéndose excluido.

– Ay, Santiago, ay. Es que este Max es un irreverente. Esta mañana, a eso de las nueve, terminábamos la farra de anoche. ¡Qué tipo! No tiene límite, ¿eh? El caso es que cuando ya nos íbamos, dice: «Esperad». Se saca de un bolsillo un botecito de pintura amarilla y un pincel y nos manda a preguntarle a un urbano por la calle de la Ubre…

Los tres artistas que compartían mesa volvieron a reír.

– El caso es que el guardia nos mira así, como desconfiando, pero nosotros insistimos muy serios, y el hombre empieza a hacer memoria mientras nosotros le contamos un cuento, que si sabemos que hay una bodega cerca, un puesto de alquiler de coches… y así, mientras lo distraemos, el crápula de Max ¡le pinta una flor amarilla en la guerrera! ¡En la espalda! -Hubo una nueva carcajada general.

– Eso no es nada, el otro día hizo una buena -contó el escultor, Lluís-. No se quién me contó que el tipo tuvo el cuajo de echar unos polvos laxantes en un aguardiente que se había pedido un policía de paisano. Uno que viene por aquí, no sé si lo conocéis, pero huele a polizonte desde lejos. Este hombre es el acabóse. Pidió a no sé quién que le preguntara al policía sobre una lámina de la pared, ésa de Casas, y él se acercó por el otro lado y le echó unos polvitos. ¡Se fue de vareta! Tuvo que salir corriendo al excusado con una mano en el culo.

Todos volvieron a reír.

Mientras Lluís Torrents se secaba las lágrimas, continuó diciendo:

– Entonces, al rato, el policía salió cagándose en la madre de Segismundo, «que si vaya mierda de aguardiente», que si «voy a llamar al Ayuntamiento para que te cierren este nido de gérmenes».

Los cinco reían dando golpes en la mesa. Aquel tipo, Max, en apenas un par de semanas se había ganado un sitio entre aquel grupo de adelantados que, más que nada, valoraban la irreverencia, el atrevimiento y la oposición frente al estatu quo.