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En eso que Máximus Aeternum hizo su entrada acompañado de su fiel criado, Alphonse. Todos se apartaron para hacerle un sitio celebrando su llegada.

– Vaya, amigo, me han contado sus últimas correrías y debo decir que me tiene usted impresionado -dijo Berga.

– ¿Cómo? -contestó el otro, más pendiente de una joven dama acompañada de un petimetre que tomaban un vaso de vino en una mesa del fondo.

– Sí, hombre -insistió Santiago-. Sus trastadas a la policía.

– No me agrada la autoridad. Esta sociedad está podrida, hay que reventarla desde abajo, derribando hasta los cimientos-sentenció el enigmático Max.

– ¿Es usted socialista? -preguntó Santiago Cusí, el pintor.

Máximus lo miró con desprecio, sus gafas oscuras caían resbalando por su nariz, y por encima de ellas asomaron unos ojos pardos, casi verdes, inquisitivos y hermosos a la vez.

– A mí ésos no me la pegan. Yo hago la guerra por mi cuenta. Creo en el individuo.

Santiago Berga se armó de valor y tomó de nuevo la palabra:

– Perdone, Max, pero quizá usted no me recuerda. Hace unos días me salvó usted de una buena, en el fum…

– Yo a usted no lo conozco de nada -sentenció el «artista mental».

A Berga le pareció que Max le guiñaba un ojo. Le agradó aquel detalle, al menos era un tipo prudente para según qué cosas, con sentido del honor. Discreto.

– Me llamo Santiago Berga y éste es mi amigo, Alfonso Borrás, Alfonsín.

– Sí, soy escultor -apuntó éste.

Max, sin apenas mirar al hijo de don Gerardo, dijo con retintín:

– Alfonsín… ¿De verdad esculpes?

Todos estallaron en una violenta carcajada.

– ¡He sido poeta' ¡Y novelista!

Los cinco se morían de risa

– Ya, y ahora… escultor -dijo Max.

Alfonsín se levantó enfadado y se fue hacia la barra.

– No le haga caso -dijo Berga-. Alfonsín no es lo que se dice un intelectual, pero goza de nuestras simpatías.

Los demás comenzaron a hablar de no sé qué exposición y Berga y Max entablaron una conversación más íntima.

– He intentado conocerle en varias ocasiones y no me ha sido posible hablar con usted -dijo Santiago.

– ¿Y cree usted en casualidades?

– ¿Cómo? No le sigo.

– Mire, amigo…

– Santiago.

– Santiago. No se lo tome a mal, pero yo no necesito amigos. Voy por el mundo sin intención alguna de trascender, fluyo, y me encuentro lo que me encuentro. ¿Me sigue?

– Sí -mintió Berga.

– El caso es que… No se ofenda… pero es usted alguien a quien no merece la pena conocer.

Santiago Berga no daba crédito a sus oídos.

– Qué? -repuso incrédulo.

– Sí, hombre, sí. Yo admiro la creatividad, el impulso creador del artista que, a la vanguardia de la sociedad, no teme escandalizar experimentando nuevas vías, nuevos caminos. Y usted, si se me permite decirlo, no es más que un cliché, un niño rico quizá venido a menos, que ve pasar los días entre juergas y drogas, alcohol y sexo, un hedonista, vamos, que se acerca a gente bohemia, a los artistas, para sentir que está usted fuera del sistema, pero en realidad forma parte de él, lo sustenta y lo necesita. No, amigo, no, usted no aporta nada a la revolución, al cambio que se avecina, la gente como usted sucumbirá y sufrirá las iras de los desposeídos más incluso que los propios terratenientes. Usted quiere aparentar que es como los pobres, como los iconoclastas con los que se relaciona, pero pertenece a la casta dirigente.

Santiago Berga se quedó paralizado. Aquel Upo era increíble, nunca nadie lo había insultado y definido a la vez de aquella manera, al mismo tiempo, sin mirarlo apenas, como si no existiera. Y lo más grave es que aquel tipo, aquel transgresor recién llegado de París, tenía razón.

Antes de que pudiera preparar una réplica inteligente, Max dijo:

– Mire, ahí sí que hay alguien interesante.

Y se levantó acercándose a la barra, donde pasó toda la noche charlando amistosamente con la Juani, una puta de don Benito, una tirada carcomida por la sífilis.

Decididamente, aquel tipo era un fuera de serie.

Barcelona, 5 de julio de i 881

Estimado Víctor:

Me pongo en contacto contigo con el ánimo algo bajo, la verdad. No termino de comprender por qué tuviste que volver Madrid, pues me consta que el comisario Buendía, de la Brigada Metropolitana, no ha cursado nunca ninguna orden para que dejaras el caso. Además, el incidente del obispo ha quedado silenciado. Tengo informaciones fidedignas al respecto y sé que Su Ilustrísima no tiene intención alguna de formular una queja, porque él tiene mucho que callar, y me refiero a que don Gerardo Borras ha muerto. Supongo que lo sabrás por la prensa. El hombre no salió en ningún momento del coma, y teniendo en cuenta que se reventó la cabeza por culpa (entre otros) de nuestro señor obispo, te harás a la idea de que es mejor silenciar el asunto. Don Federico Ponce, el médico, te manda recuerdos. Me consta que ha intentado lo imposible para evitar este trágico final, pero al estado de extrema debilidad en que se hallaba el infortunado se ha añadido la pérdida de sangre y el fuerte traumatismo, por lo que nada se pudo hacer por su vida. Quizá sea mejor así. La prensa, aquí, ha seguido haciéndose eco de la historia del Endemoniado y ha ido añadiendo poco a poco detalles escabrosos, la mayoría inventados: que si levitaba, que si hablaba en lenguas extranjeras (incluido el arameo) con una voz ronca que no era la suya… en fin, de locos.

El otro asunto no progresa: a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, se lo ha tragado la tierra, debe de haber volado. De su único compinche vivo, el hermano del tipo de la cicatriz, no hay ni rastro: a estas alturas, la pobre Antoñita estará criando malvas. Aquí hemos tenido nuestros más y nuestros menos con el público. La publicación de los detalles más escabrosos, la declaración de Teresita y la preocupación de padres y familiares llegó a provocar algaradas que reclamaban justicia al gobernador. Se rumorea en la calle que había personas importantes metidas en este asunto, que eran clientes de Elisabeth, pero me temo que poco a poco el tema se irá olvidando. Me consta que el propio don Trinitario se encargó de que el dietario ardiera. Yo recuerdo algunos de los nombres, pero no se lo digas a nadie o es posible que mi vida no valiera un real. No se puede luchar contra el sistema y al menos me queda el consuelo de que esa maldita asesina no podrá seguir matando en Barcelona, mi ciudad. ¿Te das cuenta? He escrito «mi ciudad».

Al menos conseguimos pararla, Víctor, a la asesina, o asesino, ese consuelo me queda. Te echo de menos, amigo, quizá con tu ayuda hubiéramos llegado más lejos. Sé que tuviste motivos para irte. No te censuro. La familia es lo primero y el miedo, humano. A veces pensaba que eras de otra especie y en el fondo me agrada ver que eres de carne y hueso.

A instancias tuyas, he ordenado que vigilen a Santiago Berga, quizá el único nexo con el pasado de Elisabeth, y debo decirte que no he sacado nada en claro. Ese joven es un crápula, un tipo miserable que vive al máximo gracias al dinero de papá. Te detallo el ambiente en el que se mueve, pero debo decirte que de Elisabeth, ni rastro. Berga se relaciona, en efecto, con el hijo de don Gerardo, Alfonsín, un zángano de primera. También frecuenta a un grupo de artistas, algunos de ellos personas decentes y, otros, unos verdaderos libertinos, gente que busca nuevas experiencias, escandalizar y llegar a extremos que no conoce hasta ahora la sociedad. Destaca una pintora, Elia Vidal, la cual residió en Florencia y ahora vive de sus pinturas y de una academia para mujeres que regenta con cierto tino. Los hermanos Torrents, ambos escultores, Arca-di y Lluís. Gente bien que se dedica al arte y que, pese a haber heredado una considerable fortuna, vive de lo que obtiene por la venta de sus esculturas. Hay también un tal Fulgencio no sé qué, un empresario de éxito, de buena familia, joven y emprendedor. Un escultor, de nombre Higinio Mestre, toma nota, sobrino de don Trinitario, el gobernador. Un joven pintor, Santiago Cusí, y algunos bohemios más, escritores, poetas y gente de mal vivir. Ni que decir tiene que se reúnen en El Bou Trencat, como me dijiste, bajo el ala de tu buen amigo, el propietario, Segismundo Cifuentes.