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No es fácil realizar tareas de vigilancia. El otro día algún desgraciado le puso un laxante en su bebida a uno de mis hombres y por poco se jiña allí mismo. Aún sigue en su casa, con el estómago revuelto. Últimamente ha aparecido un tipo muy raro, un tal Max, me dicen mis hombres. Qué pinta tendrá que destaca sobremanera entre esa panda de melenudos, ya de por sí llamativos. En fin, que te mantendré informado.

Dejo para el final una noticia que no sé cómo darte. Se trata de Eduardo. No te lo he dicho antes porque pensaba que podría encontrarlo pero debo comunicarte que se ha ido. Quedó en el hotel, como tú ordenaste, con todo pagado hasta que comenzara el curso y bajo mi supervisión diaria. Después de irte tú me pasaba cada tarde, pero al cuarto día ya no lo hallé allí. Nadie sabe adónde ha ido. He removido Roma con Santiago pero, al fin, debo concluir que ha volado. Quizá se haya ido a otra ciudad, es un perro callejero y supongo que la perspectiva de vivir encerrado en un internado no le seducía. Es una pena porque era un buen chico. Un vendedor de bebidas, el del quiosco del final de las Ramblas, me dijo que lo vio varias veces en compañía de un tipo con muy mala pinta. No quiero ponerme en lo peor. Lo siento, amigo. Te prometo que haré lo que pueda al respecto, porque sé que te habías encariñado con el crío. Me consta de veras que te añoraba. Sé que quizá éste no es el mejor momento para decírtelo, pero creo que don Alfredo tenía razón. De alguna manera Eduardo había llegado a la conclusión de que te lo llevarías a Madrid contigo. En fin, dicho está.

Como ves, todo lo que hemos intentado ha salido maclass="underline" don Gerardo, muerto; Elisabeth y el compinche que le queda, fugados; veintitantos crías muertas; Antoñita, desaparecida, y ahora, Eduardo, que se nos ha ido, en las calles de alguna ciudad trampeando, robando o limando. Y encima, para rematar la faena, algunos viciosos adinerados que se divertían con las chicas que esa arpía de Elisabeth les proporcionaba, sueltos por ahí, para seguir disfrutando de sus decadentes vidas, gente bien de Madrid, Sevilla, Barcelona, Lisboa… qué asco.

Me siento desanimado, amigo. Y triste.

Atentamente,

Juan de Dios López Carrillo

Santiago Berga y su eterno acompañante, Alfonsín Borrás, llegaron a El Bou Trencat justo a tiempo para incorporarse a la tertulia. Toda la «tribu» -como a ellos les gustaba denominarse medio en serio medio en broma- polemizaba en torno a un porrón de vino. Resultaba curioso ver a aquellos aristócratas con sus fracs, sus damas y sus joyas, sentados a una rústica mesa de madera que olía a vino y a aceitunas.

– No, no -decía Max-. No me entienden ustedes.

– Claro que lo entiendo, mi buen amigo Max. Usted no es partidario del catalanismo-decía Arcadi, el menor de los Torrents-.Y, por tanto, es partidario de un Estado central fuerte, vamos, partidario de Madrid.

Entonces Max se puso en pie y comenzó a declamar en voz alta, como si fuera un actor o un poeta, llamando la atención de toda la parroquia, que quedó embelesada por su entonación, por su aterciopelada voz y por sus gestos:

A Déu siau, turons, per sempre, a Déu siau; O senas desiguals, que allí en la patria mia Dels nuvols é del cel de lluny vos distingia. Per lo repos etern, per lo color mes blau.

Adéu tú, vell Montseny, que des ton alt palau, Com guarda vigilant cubert de boyra é neu, Guaytats per un forat la tomba del Jueu, E al mitg del mar immens la mallorquina nau.

Todo el mundo estalló en un aplauso tras escuchar a Max declamar así el comienzo de la famosa Oda a la patria de Aribau que había dado inicio nada menos que a la Renaixenca. Max miró a Arcadi y añadió:

– Sepa usted, amigo, que hace muchos años, me parece ya otra vida, estuve preso en los sótanos de Montjuïc. Pero no, no creo en ningún Estado, ni en Madrid, ni en Barcelona, ni en el Vaticano. Me cago en el Estado central. Yo creo en reventar todo este maldito negocio, esta sociedad. ¿No entiende que usted me habla de Cataluña y yo le hablo de la fraternidad universal, del planeta, del universo, de mí? ¿Acaso no son las fronteras, las banderas, algo artificial? Todos los hombres somos hermanos, ¡y enemigos! -exclamó con el índice de la diestra enhiesto, como avisando al respetable-. La naturaleza, ella sí que es sabia. Los políticos nos manipulan, amigos, habría que fusilarlos a todos.

– Habla de la revolución. Entonces es usted socialista, como yo- dijo el pintor, el joven Cusí.

– No, no, es la segunda vez que me pregunta usted eso, pollo. El socialismo, bah, ¡otra filfa! Pero ¿no lo entienden? Los socialistas lo que quieren es quitar a la élite actual para situarse ellos en su lugar. Una élite por otra, el hombre no ha nacido para ser esclavo de nadie. El ser humano es, por naturaleza, corruptible y corrupto, todos aquellos sistemas que se basen en la existencia de alguien en el poder acabarán siendo deshonestos.

– Entonces… -aventuró Berga-: es usted anarquista. Max, con todo el auditorio expectante, puso cara de pensárselo:

– Es lo que más se me parece, sí, pero no olviden que yo creo en el individuo. Piensen, sin ir más lejos, en nuestro buen amigo aquí presente, Fulgencio. Hijo de una familia burguesa venida a menos y que, pese a su juventud, ha sabido hacerse rico, eso es iniciativa, riesgo…

– Sí, la verdad es que supe ver una oportunidad y la aproveché -dijo Fulgencio Manueles.

– Un visionario -apuntó la pintora, Elia.

– Sí -continuó hablando el joven emprendedor-. La desamortización fue la clave. Había mucho terreno en el campo para comprar, y barato. Además, enseguida vi que el cultivo de la vid era rentable y me subí al carro de la elaboración de vino. Hace apenas un par de años cuando me enteré de la catástrofe que sufrían los viñedos franceses debido a la filoxera, compré más viñedos y saqué todo el partido que pude: el precio del vino se disparó. Pero me consta que la filoxera ha traspasado ya los Pirineos. Ha llegado al Ampurdán. En un par de años estará aquí y será una catástrofe. Yo ya he vendido. Un negocio redondo.

– ¿Ven? -dijo Max-. Esta es la verdadera Cataluña y no esos conservadores que viven mirando a Madrid, más preocupados por el proteccionismo que por conseguir cotas de libertad, esos Godo, Masnou, Güell, Grau, que explotan a los obreros y se dicen catalanistas mientras aceptan títulos nobiliarios del rey.

Hay que pegar fuego a las iglesias, a las casas de los burgueses, al Palacio Real, al Parlamento de Madrid, a las ciudades e irnos todos a vivir al campo.

Todos miraban a aquel ácrata embobados, con los ojos y la boca abiertos como platos. Máximus Aeternum apostaba fuerte, estaba claro. Berga reparó en que su discurso se hallaba lleno de contradicciones, con llamadas a la revolución, halagos a un empresario como Manueles, críticas al centralismo pero también al catalanismo y mucho, mucho fuego. Una locura. Pese a eso era un discurso llamativo, nuevo y complejo, revolucionario en cierto modo. No lograba clasificar, etiquetar a aquel hombre extraño como le hubiera gustado, una auténtica fuerza de la naturaleza.

– Señores, es la hora -intervino Berga-. Están todos invitados a mi palco del Liceo. Vámonos ya o no llegamos.

Max ladeó la cabeza y dijo:

– Yo no voy.

– Si es por lo de la indumentaria… dispongo de varios fracs para prestarle -comenzó a decir Berga.

– No, no. No me entiende, amigo. Luego no se queje si lo ven como a un noble ocioso que de vez en cuando se acerca a las vanguardias -sentenció Max.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre, sí. ¿Dónde está la emoción? ¿El amor a la música? ¿En un palco? ¿Se disfruta del arte allí? ¡Por Dios! Si hasta ustedes mismos me han contado que algunos socios del Liceo se han quejado de que la escasa iluminación de la platea (en favor del escenario, claro está) provoca que no se aprecien como es debido las joyas, la indumentaria y el esplendor de sus damas.