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Max y el chiquillo pasaron junto a ellos. Se perdieron entre el bullicio de la fiesta.

– Vaya -dijo ella con retintín-. Parece que éste es de los tuyos.

– Eso fue un malentendido -contestó Berga.

– Ya -respondió Elia mordaz-. Pero Santiago, no olvides que en esta ciudad nos conocemos todos y si no llega a ser por lo que eres y por nuestro mutuo amigo Higinio y su tío, el gobernador, tú estabas en la cárcel, donde, por cierto, ¿sabes lo que les hacen a los pedófilos?

– ¡Calla, bruja! -exclamó él.

– Por no hablar de tu amiga, ese loco que siguió con sus «hazañas» gracias a que logró eludir la cárcel con tu ayuda.

– Hace siglos que no la veo. Yo no soy como esa mujer -se defendió Berga.

– Eso espero -contestó la pintora.

Volvió a la fiesta y se atizó un par de tragos de coñac, quería emborracharse. Luego, cuando las piernas empezaron a pesarle, se tumbó en el sofá. Alguien le pasó una copa de absenta. Medio en sueños creyó fumar un habano. Se sentía bien, flotando.

Max se acercó. ¿Cómo hacía aquel hombre para mantenerse siempre sobrio?

– Hermano -dijo Max muy serio-, quiero disculparme contigo. Tú no eres un burgués acomodado, eres un artista, un artista del placer.

Berga, señalándolo con el índice, contestó arrastrando la lengua:

– Tú lo has dicho, amigo Max. Me has definido a la per-lección.

– Otros trabajan la piedra, la pintura, el papel e incluso, como Fulgencio Manueles, el empresario, las mujeres, pero tú, amigo… tú experimentas contigo mismo llevando el cuerpo y la mente más allá de lo que nadie lo ha hecho. El día que te conocí te habías puesto al límite, realmente, en el fumadero de opio de Takeo. Menos mal que estaba yo por allí.

– Me hubiera ayudado.

– ¿Takeo? No lo conoces, yo lo adoro, pero es un maldito chino cabrón. Esos amarillos venderían a su madre por dos reales. Pero tú, no tienes miedo, hermano, eres un transgresor.

– Sssí -contestó Santiago Berga, que comenzó a sufrir un severo ataque de hipo.

– ¿Sabes? -continuó Max-. Tú podrías ser, como yo, un buen artista mental.

– ¿Y qué es eso? -preguntó inocentemente el borracho. Max soltó una carcajada.

– ¡Qué razón tienes, amigo, qué razón tienes! No debemos creer ni en nuestro propio arte. Nada existe, todo es efímero.

– Antes… -dijo Berga recordando el incidente del excusado-. He comprobado que tus gustos amorosos son…

– No te creía tan remilgado -comentó Max-. En la Grecia clásica era algo normal. Cualquier filósofo, cualquier notable que se preciara, gozaba de los cuerpos de sus efebos sin ningún tipo de pudor.

– No, no. Me malinterpretas, no te censuro, al contrario. Yo mismo llegué a tener problemas por eso -contestó Santiago, al que se le cerraban los ojos.

– ¿Cómo?

– Sí, Max, por hacer lo que tú hacías con Alphonse en el excusado.

– Acabáramos.

– Me detuvieron. Estaba en un local, bueno, en casa de una amiga donde se vendían ese tipo de servicios, ya sabes.

– Vaya.

– Hubo una redada y caí. Afortunadamente, papá intervino y el tío de Higinio, el gobernador, ayudó a que se echara tierra sobre el asunto.

– ¿El gobernador? He oído que es un reaccionario.

– No lo sabes bien, es un fiel representante de los intereses de Madrid. Piensa que esto es como una colonia.

– ¿Y la mujer? Tu amiga. ¿Sigue existiendo ese local? No es por nada, no me malinterpretes, puede que a uno le guste el pescado, pero comer… no sé, comer, por ejemplo, dorada todos los días, puede llegar a cansar.

– Te entiendo perfectamente, te entiendo -repuso Berga totalmente borracho-. Pero no, ahora no tiene ningún local en funcionamiento. Tuvo ciertos… problemas con la ley.

– Cuánta hipocresía. ¿Qué hay de malo en ello? Es una simple transacción comerciaclass="underline" unos ponemos el dinero y otros, su cuerpo, los padres de los críos salen beneficiados, ¿o no? Lo siento por tu amiga. Se iría de la ciudad, claro.

– No, no creo.

– ¿Está por aquí? ¿Volverá a abrir su local? No dudes en avisarme.

– No creo que se haya ido, a veces se deja caer por aquí y la veo, pero está muy perseguida por ese otro asunto en el que se metió, una historia desagradable. Pero, descuida, si aparece y vuelve a abrir el garito te aviso.

– Tú sí que sabes, hermano, tú sí que sabes.

Santiago Berga sintió que todo se volvía negro.

San Sebastián, 10 de julio de 1881

Amado Víctor:

Espero que te encuentres bien. Las vacaciones les están sentando muy bien a los niños. Aquí el clima en verano es mejor que en Madrid, Lo\ Has que hace bueno bajamos a la playa y Cecilia disfruta jugando con las olas. Te echa mucho de menos, pero sabe que su papá está atrapando a los hombres malos, así que se siente muy orgullosa de ti. A Victítor le ha salido su primer diente y crece sano como un roble. Nos acompañan Nuria y Ricardo. Alfredo y Mariana se ocupan mucho de nosotros y de mi madre, que añora a su nuevo marido desde que partió hacia Madrid. Estará a punto de llegar, cuídalo y cuídate. Hiciste bien en ayudarlo cuando pretendía a mamá y descubriste quién era. Fue para bien, están muy compenetrados y lo son todo el uno para el otro. No sé qué haría mamá si le sucediera algo. Sé que no trabajas en un banco y que siempre correrás riesgos, pero te pido que no lo hagas más allá de lo necesario. Estoy contigo en esto. El bueno de Alfredo me ha contado lo que Elisabeth hacía a las niñas y no me queda la menor duda de que debes emplear cualquier medio a tu alcance para que ella y sus compinches paguen por sus crímenes. No dejo de pensar en nuestros niños y sacar agente así de las calles es la garantía para que podamos vivir tranquilos. Tengo fe en ti. Cuídate, por favor, cariño.

Te quiere y te necesita,

Clara

Al fin llegó el día de la exhibición de «arte mental» de Máximus Aeternum. La expectación era enorme, ya que Max gozaba de un amplio predicamento entre la parroquia de El Bou y además, su dueño, Segismundo Cifuentes, parecía avalarlo. El propietario del local tenía un prestigio, no en vano había conseguido crear un remanso de libertad, un oasis cultural. Pese a que no era un hombre instruido, su relación con pintores, poetas, escritores, escultores y revolucionarios le había llevado a adquirir un cierto buen criterio estético, unos muy útiles conocimientos sobre pintura, literatura y poesía pasados por el prisma de un hombre del pueblo llano, lo cual confería un encanto especial y un fino olfato para saber lo que gustaba y lo que no. Las paredes de El Bou Trencat eran una auténtica pinacoteca que años más tarde, y tras la muerte del propio Segismundo, había de hacer rico al crápula de su yerno, Álvaro Ferrer, un chulo sin escrúpulos que no se cansó de dar mala vida a la única hija del dueño de El Bou. En aquellos momentos inciertos en los que convivían los últimos románticos con los que, sin saberlo, eran los precursores del modernismo, la creatividad, el arte y la ebullición intelectual estaban en el ambiente. Todos ellos: pintores, socialistas, anarquistas, escritores, poetas, putas, carteristas y algún que otro señorito de vuelta de todo se dieron cita en la primera función, o performance, como él decía, que Max dio en Barcelona. La primera y la última.

Fue en una nave abandonada de Sants, una antigua fábrica de cordelería, donde los dos guardaespaldas de Takeo daban el plácet sólo a quienes presentaban la invitación de Max, un trozo de papel de periódico de los que las carniceras de la Boquería usaban para envolver la carne, manchado de sangre y todo.

Había más de sesenta personas en la nave, gigantesca y mal iluminada, a eso de las once de la noche. La expectación se palpaba en el ambiente y todos se saludaban muy aparatosamente, alegrándose de haber sido invitados a tal evento. Había incluso una duquesita, recién llegada de Bohemia, con su aya, una mujer enorme de maneras prusianas cuya sola visión alejaba a cualquier moscón que se acercara a la bellísima joven, que estudiaba arte en Madrid. Un concejal del Ayuntamiento, don Japundio Córcega, aguardaba sentado expectante, e incluso algunos artistas franceses se habían dado cita en aquel lugar y en tan señalada fecha. Le Grand Restaurant de la France se encargó de servir una cena fría en la que no faltó de nada. Max, tan maloliente como siempre, y seguido por su fiel Alphonse, deambulaba de aquí para allá procurando que a nadie le faltara de nada