– Los canapés, exquisitos -dijo un diputado que iba acompañado de su mujer.
– Este jote es sublime -jaleó otro caballero.
Se sirvieron ostras, varios faisanes, rosbif y langostas a granel.
– Todo esto cuesta un dineral, ¿eh? -observó el concejal, famoso en toda la ciudad por su tacañería, que rayaba lo enfermizo.
Los caldos fueron excelentes, vinos blancos y tintos, todos franceses. A continuación circuló el champán y se les sirvió el pastel, una especie de tarta de almendras, que al parecer iba bien cumplida de cannabis, una hierba de la que los moros sacaban una resina, el hashish, que unos pocos conocían. Entonces llegó el segundo postre: ¡huevos fritos con patatas!
– Este Max es el acabóse -decían los unos.
– Me ha dicho que esto forma parte de la «preparación» -susurraban los otros como quien hace una confidencia.
Al fin, cuando todos estaban ahítos, tomaron asiento. Junto a cada silla plegable había una pequeña mesita sobre la cual cada invitado halló un vasito de cristal, en el que varios criados marroquíes sirvieron la absenta siguiendo el más típico ritual.
– ¡Fée verte! -gritó Max alzando los vasos.
Una vez que en todas las copas el líquido mezclado con agua y azúcar había adquirido un color opalescente y ciertamente parecido a la leche, Berga dijo:
– Es de la variedad más fuerte, Suisse.
– ¡La buche está lista! -vociferó Max-. ¡Beban!
Todos los asistentes hicieron lo que se les decía. Volvió a correr el champán. Entonces, la sala quedó de pronto a oscuras y los moros fueron pasando con unas enormes pipas de agua de las que todos los invitados debían fumar.
– ¡Hashish, la droga del conocimiento! -exclamó Max.
Una mujer, una dama, que ya se había negado a ingerir la absenta, rehusó fumar, por lo que fue expulsada de inmediato de la sala. Todos permanecían atentos, con los sentidos aguzados, expectantes. Entonces se encendió una luz en el centro del escenario que se había dispuesto al fondo de la sala y un círculo multicolor comenzó a girar a toda velocidad sobre sí mismo generando una atmósfera hipnótica, mágica. Todo estaba en penumbra, pero era fácil adivinar que casi todos los presentes estaban borrachos, drogados. Volvieron a pasar dos enormes cachimbas, esta vez de opio. Otra dama se desmayó y la sacaron a tomar el aire.
– ¡Silencio! -Max había aparecido en el centro de la escena-. ¡Fuego! -gritó a la vez que de sus manos salían unos polvos que, al pasar sobre dos llamas avivadas por el gas de un tubo que atravesaba el escenario, se convirtieron en dos inmensas explosiones de color azulado.
– ¡Oooh! -exclamó el respetable.
Hacía un buen rato que algunos habían perdido el conocimiento, pero los más avezados gozaban del espectáculo estimulados por el alcohol y las drogas que habían ingerido.
– ¡Agua! -ordenó entonces el artista.
El líquido elemento cayó de arriba, de la techumbre, entre cuyas sombras se adivinaban unas figuras oscuras que se movían de aquí para allá. Entonces, sin que cesara el espectáculo, aquellos exóticos camareros sirvieron otro vaso de absenta a los que permanecían en pie.
Máximus Aeternum apareció sobre el escenario llevando una vaca, enorme, sujeta por una cuerda.
– ¡Libertad! -dijo soltándola y arreándola para que se confundiera con el público.
Algunos reían a mandíbula batiente.
– ¡El amor!
Una cortina se descorrió y aparecieron dos mujeres desnudas en una cama, besándose y abrazándose.
Entonces, sobre el escenario, apareció un tipo vestido de empresario, de rico; Max le propinó un tremendo puñetazo y el otro rodó por el suelo, Aparentemente le sangraba la nariz. El artista gritó:
– ¡Sangre! ¡Sudor! -Y apareció un obrero con la cara negra por el tizne empapado por el esfuerzo-. ¡Lágrimas!
Una mujer viuda, de negro, lloraba de rodillas en el escenario. Al fondo, un cuerpo amortajado, como una momia, envuelto en sábanas blancas.
La gente estalló en un sonoro aplauso, espontáneo, entusiasta.
Max había bajado del escenario y la joven duquesa de Bohemia, completamente ida, se le echó en brazos. Con su acento, extraño y gutural como el de las gentes del norte, dijo:
– Hazme tuya, Max, hazme tuya.
El artista la miró con desprecio y le dio una bofetada.
– Zorra -murmuró quitándosela de encima.
Berga buscó al aya temiendo que ésta atacara a Max y estropeara el espectáculo, pero la vio besándose con el concejal en un rincón; tenía un seno fuera que éste apretaba con su recia mano derecha mientras que con la otra buscaba bajo la falda. La vaca pasó frente a él. El inmenso círculo giraba en el escenario dibujando mil colores. Se frotó los ojos.
– ¡La decadencia! ¡La decadencia! -gritó Max provocando que las llamas rodearan al respetable. Salían de unos tubos de gas dispuestos alrededor de la zona preparada para el público. Algunos gritaban, otros aplaudían e incluso algunas damas reían histéricas.
Entonces, Máximus subió de nuevo al escenario, todo quedó a oscuras, un solo foco le iluminaba el rostro y dijo muy serio:
– Esto es una obra de Máximus Aeternum.
Una sonora explosión les sacudió los oídos y apareció junto a él un tipo de porte aristocrático, con pantalón gris a rayas, elegante levita negra, chistera y un bello bastón de marfil acabado en un repujado pomo de pedrería. Max añadió entonces:
– Todo gracias a la gentileza de mi mentor ¡el conde de Chiaravalle!
Otra explosión de llamas azules y ambos desaparecieron. Entonces alguien gritó: «¡La policía! ¡La policía!». La mayor parte de los invitados, los que permanecían conscientes al menos, creyeron que aquello formaba parte del espectáculo.
Barcelona, 25 de julio de 1881
Estimado Víctor:
Te escribo para decirte que la vigilancia que dispuse sobre Santiago Berga no ha tenido éxito. Elisabeth no ha dado señales de vida y comienzo a pensar, como el gobernador, que ha volado. Si yo fuera ella, o él, me habría ido de la ciudad, la verdad, y creo que es lo que ha hecho. Hemos tenido que retirar el operativo de vigilancia sobre Berga, sobre todo tras la indignación de mi comisario por recientes incidentes que hemos vivido, relacionados precisamente con este grupo de «modernos» que frecuenta nuestro objetivo. Debo llamar tu atención al respecto sobre un tipo muy extraño que ha ido adquiriendo protagonismo en los últimos tiempos y que no me extrañaría que fuera el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla, ya sabes, el último compinche de la arpía a la que perseguimos. Te hablé de él en mi última carta. Se hace llamar Máximus Aeternum y dice ser «artista mental»; el otro día lo detuvieron por montar un escándalo en el Liceo y durmió en el calabozo. Su cédula dice que se llama Andrés Goytisolo, de Baracaldo, un jeta, un vividor, vamos. Ha protagonizado múltiples incidentes; por ejemplo, hace una semana se pegó en plenas Ramblas con una monja a la que gritaba «¡Pingüino!, ¡pingüino!», y el incidente no llegó a más gracias a la intervención de dos comerciantes que salieron de sus establecimientos al oír el griterío. Me consta que en jefatura le dieron lo suyo. Pero lo de ayer, lo de ayer fue tremendo. Parece que se recibió un aviso de que había llegado un cargamento de tabaco de contrabando a una nave abandonada de Sants. Se hizo una redada y se encontró a una panda de libertinos, tirados aquí y allá por el suelo, a oscuras. Algunos dijeron que asistían a una función de teatro del tal Max, «arte mental» lo llamaron, y que les habían servido una cena, pero, al margen de un pequeño escenario, no se halló nada que lo corroborara. Te ahorro los detalles, pero por poco deshonran a una joven aristócrata de Bohemia que, al parecer, estudia en nuestro país. Había mucha gente bien allí, así que tuvimos que hacer la vista gorda, pero me temo que aquello fue Sodoma y Gomorra. Por cierto, se rumorea que el tal Max es sodomita y que disfruta de las compañías infantiles, así que me he propuesto no perderlo de vista, porque no me extrañaría que nos condujera a Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.