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Siempre tuyo, te quiere,

Víctor

Elia Vidal abrió la puerta de su estudio muy ilusionada. El vivo interés que el conde de Chiaravalle había mostrado por ver sus obras y, sobre lodo, por la posibilidad de que pudiera convertirse en una especie de mecenas para ella la hacían sentirse nerviosa e insegura, como si fuera una colegiala. El amplio ático que poseía junto a la calle del Hospital, en el mismo edificio en cuyo entresuelo se ubicaba su academia, era amplio, bien iluminado y con una buena orientación que hacía los veranos medianamente pasables en él.

– Pase, pase, señor conde, la criada nos ha preparado un ligero refrigerio.

Chiaravalle caminó por el piso de madera con parsimonia, observando los enormes lienzos que se alineaban en las paredes del enorme habitáculo.

– Mandé tirar los tabiques para dar paso a la luz.

– Excelente idea, excelente idea.

Se había parado frente a una inmensa tela en la que, sobre un fondo entre azulado y rojizo, unos delicados trazos en diferentes tonalidades de verde asemejaban las ramas de los árboles.

– Lo titulo Olmos al atardecer.

– Magnífico, genial, great. Me parece increíble su forma de contar algo con el menor número de elementos. Minimalista, diría.

– Me lee usted el pensamiento, pero siéntese, siéntese y tomemos unos bizcochos con jerez.

La joven se había encargado de que, desde su asiento, el noble italiano gozara de una inmejorable vista de las obras que ella consideraba mejores, con más posibilidades.

– Excelente, este jerez. Y dice usted que ha expuesto en Madrid.

– Sí, sí, y aquí, y en La Coruña.

– Esto tiene que saberse, querida. Es usted tan buena como me había dicho mi buen amigo Max.

– Max, qué encanto de hombre. ¿Sabe?, bajo su apariencia de transgresor, de hombre al margen de cualquier norma, sé que se encuentra un corazón bondadoso y tierno.

– Lo ha retratado usted a la perfección. Es un gran amigo de sus amigos y tiene, si se me permite decirlo, una especie de sexto sentido con la gente. Elige bien sus amistades. Le cuesta trabajo otorgar su confianza a alguien, pero si lo hace, es para toda la vida. No suele equivocarse, la verdad, y ha trabado mucha amistad con ese joven, Santiago Berga.

– Sí, lo conozco desde hace mucho tiempo.

– Me alegro, porque ya que estamos, me gustaría hacerle una pregunta, seguro que usted me puede ayudar.

– Diga, diga.

– Es que resulta que me ha surgido la posibilidad de hacer un negocio con el tal Berga, y quisiera asegurarme antes, claro.

– Ya.

– El caso es que he oído algo de no sé qué problemas con la ley.

– Sí, fue detenido por un asunto de prostitución de menores.

– Ya, lo pillaron de paso por el prostíbulo.

– No, no, me consta que era socio de la arpía que lo regentaba y que luego, por cierto, resultó ser un hombre. No le negaré que Santiago no es santo de mi devoción; sé de buena tinta que escapó por poco de la cárcel. Su padre, que siempre ha sido muy tacaño, le niega el pan y la sal desde entonces. Le costó sangre, sudor y lágrimas evitar que fuera a la cárcel. Nuestro amigo Higinio intervino, pues el gobernador es su tío.

– Vaya. ¿Y sigue en negocios con esa mujer? ¿O quizá debería decir… hombre?

– ¡Qué va! Está desaparecida, un asunto muy desagradable. No sólo prostituía a chicas pobres, casi niñas, sino que usaba su sangre como cosmético.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye. Mire, yo no soy una mojigata, estoy muy viajada, pero tampoco una libertina y hay ciertas cosas que no rae gustan. Una noche, en El Bou Trencat, escuché que todo comenzó con una cría que se resistió en una juerga con gente importante. Ya sabe, quizá la chica, una vez en faena, se echó atrás. Esa mujer, Elisabeth, la abofeteó y la cría sangró por un labio, según se rumorea la visión de la sangre la excitó, y ahí empezó todo.

– No me sorprende, hay gente muy rara. Y eso que yo he visto de todo.

– Parece que esa arpía, la socia de Berga, era aficionada al tarot, la brujería y las pócimas.

– Qué macabro -convino el conde italiano-. Una loca, o loco, según se mire.

– Sí, querido amigo, y espero que algún día pague por ello, Siempre habrá gente sin escrúpulos.

– ¿Y dice usted que Berga era su socio?

– Aquellos dos eran uña y carne.

– ¿Amantes?

– No, no creo. Berga busca… otras cosas.

– Es homosexual, ¿no?

– No, no, digamos que si fuera asunto de cartas él jugaría a varios palos. Pero cartas bajas, de números pequeños.

– Ya.

– Le gustan las emociones fuertes. Ella, Elisabeth, se acostaba con dos tipos, dos hermanos. Uno murió hace poco, en un encuentro con la policía, y el otro escapó pero su fotografía ha salido en todos los periódicos. Dos matones que traficaban con arte robado. Algo se comenta también de que tenía un criado enano que le daba placer; también murió en la refriega con la ley. Se dice que era un hombre… ya sabe… muy dotado.

– Ya. Pues vaya amistades que tiene el joven Santiago.

– Sí, y no he añadido ni una coma, todo es la pura verdad.

Entonces, el conde italiano apuró su copa y, levantándose, dijo:

– Y esa maravilla del fondo, ¿cómo la titula usted?

Barcelona, 10 de agosto de 1881

Estimado Víctor:

¡Al fin algo sale bien! Si en mis cartas anteriores sólo te hablaba de fracasos, al fin he podido conseguir algo positivo.

Antes te diré que la pobre doña Huberta ha enfermado; al parecer y según me contó el médico, don Federico, la pobre mujer no ha podido soportar tanta tensión y quizá debido al remordimiento permanece postrada en cama por fiebre cerebral. Deben de saber que algo hicieron mal porque ese cura detestable que causó la muerte a don Gerardo ha sido trasladado a las misiones, a Molokay, y el obispo, llamado a consultas a Roma. Los rumores sobre el caso de don Gerardo son imparables. Hasta se ha publicado una novelita al respecto titulada El Endemoniado de la calle Calabria que se ha agotado nada más ponerse a la venta, es de locos.

Bien, el asunto del vampiro que viste de mujer va cayendo en el olvido y creo que todos piensan que la pobre Antoñita yace enterrada junto a algún camino intransitable durmiendo el sueño de los justos. Pero lo prometido es deuda y ahí va la buena noticia: tenías razón, amigo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, no se hizo con el dinero y los valores de don Gerardo. Al golpe sufrido por la familia de Borrás había que añadir la quiebra económica que representaba la desaparición de sus ahorros de su caja fuerte y, lo que es más grave, los valores que poseía y en los que al parecer había invertido su cuantiosa fortuna. Pues bien: los he recuperado y obran en poder de sus legítimos dueños, esto es, al hallarse enferma doña Huberta, del crápula de Alfonsín.