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Y dirás… ¿cómo los he hallado?

La suerte, me temo, la suerte. Resulta que el bueno de don Gerardo (menudo elemento) tenía alquilado un piso en la calle Nou de San Francesc, a un paso de su oficina. Según parece lo usaba como lugar de encuentro para sus citas amorosas. Uno o dos días antes de su secuestro (esto lo he podido deducir por el testimonio de la portera) se presentó en la portería con mucha prisa y dejó una bolsa negra, como de viaje, diciendo que ya pasaría a recogerla. Luego transcurrió el tiempo y no dio señales de vida. Unos ladrones asaltaron el piso hasta en tres ocasiones, como buscando algo, rajaron los colchones, registraron armarios e incluso intentaron levantar alguna baldosa que otra. Fue por entonces cuando don Gerardo volvió a aparecer y, tras el incidente del obispo, falleció, así que la dueña, suponiendo que no volvería por allí y que no cobraría las dos mensualidades que se le debían, ordenó a la portera que limpiara el piso, retirara cualquier pertenencia del interfecto y lo dejara como una patena para volverlo a alquilar. En aquel momento la portera le dijo a la propietaria que don Gerardo se había dejado una bolsa en la portería. La abrieron y se quedaron de piedra al ver que contenía una gran cantidad de dinero y valores. Asustadas por el descubrimiento se presentaron en comisaría y asunto resuelto. Dada la gran cantidad de dinero hallado en la bolsa supongo que las dos arpías tomarían un buen fajo cada una. Además,.han sido generosamente recompensadas por Alfonsín, quien pagó además las dos mensualidades que debía el pícaro de su padre. Así que, asunto resuelto. Pero digo yo, ¿por qué retiraría el dinero y los valores don Gerardo horas antes del secuestro? ¿Sabría que iban a por él?

No entiendo nada, amigo, ojalá estuvieras aquí y no vegetando como un oficinista en tu despacho de Madrid. Te envidio y te echo de menos.

Atentamente,

Juan de Dios López Carrillo

En los días siguientes el conde de Chiaravalle causó una gratísima impresión allí por donde pasó. Hombre rumboso aunque nada dado a los alardes innecesarios, se vio rodeado enseguida por toda una corte de aduladores, la mayoría de ellos artistas, a los que trataba con educación aunque con cierta displicencia. Max parecía moderarse en su presencia, pues aunque el conde era hombre de mundo, parecía evidente que no eran muy de su agrado los excesos de su pupilo. Se decía que el italiano se había hecho con un palco del Liceo por la friolera de cincuenta mil pesetas y allí se daban cita Max, Berga, Elia Vidal y el resto de los zalameros. Max no protagonizó ningún incidente más en aquellos días. El conde de Chiaravalle era amigo de los deportes, del ejercicio físico y solía bañarse a diario en la playa de la Mar Bella, en la Barceloneta, la preferida por los habitantes de la ciudad. Socio del selecto Círculo Ecuestre, todas las tardes acudía a montar a los terrenos que dicha asociación poseía en el paseo de Gracia. Pasaba las veladas en el Hotel Continental, en el local del Círculo Ecuestre de la calle Sant Pau o se pasaba por el Liceo, el Club Catalán de Regatas o el Club de Regatas de Barcelona, del que también era socio. Derrochaba buenas maneras, pedigrí, y llamaba mucho la atención entre las damas de mediana edad. Con él, Berga y Max acudieron a tomar una sauna (costumbre a la que se había aficionado el conde en uno de sus viajes a Finlandia) en el prestigioso gimnasio del doctor don Eduardo Tolosa, en la calle Duque de la Victoria, número 5. Allí también practicaron la esgrima en su amplia sala de armas y supieron lo que era un buen masaje. Fueron a los toros, a la vieja plaza del Torín, situada en la Barceloneta; pasaron por el Turó Park y el Saturno Park del Tibidabo, y se dieron grandes homenajes gastronómicos en el Suizo y Le Grand Restaurant de la France, ambos sitos en la plaza Real. También asistían a algunas funciones al Teatro Principal e incluso se acercaron a presenciar alguna que otra representación del género chico en locales del Paralelo como La Pajarera Catalana o El Dorado. El conde de Chiaravalle parecía sentirse cómodo en esos ambientes populares y no le hacía ascos a pasarse por tabernas o cafés como La Maravi lla, la taberna D'en Paperines o La Estrella. Llegaron incluso a realizar una multitudinaria sesión de espiritismo tras el escenario del Liceo. Santiago Cusí, el retratista, era muy aficionado a las leyendas y encontró en Max un apoyo al respecto, pues el enigmático «artista mental» parecía interesarse muchísimo por aquellas historias de naturaleza ultraterrena que pasan de generación a generación. Por eso, una noche, gracias a las influencias de Berga y del conde, llegaron a realizar una sesión de guija con una vidente del Barrio Chino en el interior del teatro una vez que éste hubo cerrado sus puertas. Al parecer, y siempre según Cusí, el teatro era un lugar maldito, pues había sido construido sobre las ruinas de un antiguo convento de los Trinitarios, frailes que se dedicaban a rescatar esclavos cristianos capturados por los piratas de Berbería. El primer inmueble databa de 1662 pero fue utilizado por las tropas napoleónicas como almacén. Después, durante los años del liberalismo, fue club político, para volver a utilizarse como edificio religioso hasta que fue incendiado durante los desórdenes de 1835. Después de eso, y sobre las ruinas del convento, se edificó el Liceo. Y según Cusí, aquélla era la causa de la maldición. Allí se celebraban, en los primeros años de su existencia, no sólo representaciones teatrales sino incluso actos sociales y bailes de carnaval. Enseguida los más cenizos comenzaron a pregonar que dichas celebraciones habían terminado por ofender a los espíritus de los frailes y que el teatro sería destruido por un diluvio de fuego y otro de agua. En el año 1861 el teatro se incendió y un año después el diluvio se hizo real y una inundación anegó las Ramblas. No se pudo esclarecer la causa del incendio, pero decían las malas lenguas que entre las cenizas se encontró una misteriosa inscripción que decía: «Soy el búho y voy solo, si os volvéis a acercar lo quemaré de nuevo». Algunos, como Elia Vidal e Higinio Mestre, se negaron a participar en la sesión de espiritismo, la cual apenas duró unos minutos, pues Santiago Berga, más por efecto de la absenta que por otra cosa, dio al traste con el clima ideal alcanzado tras echar a correr dando alaridos y proclamando que había visto un fraile tras las inmensas cortinas. Después de aquello todos pusieron pies en polvorosa entre las lamentaciones de la médium, que se quejaba porque no le habían pagado sus emolumentos. Aquella misma noche se fueron a rememorar la aventura a El Bou, muertos de risa.

Por las tardes, Max y el conde frecuentaban las tertulias más de moda, como la de la librería Verdaguer, la de la farmacia de Félix Giró, en la calle Conde del Asalto, o la de la pastelería de Agustín Massana, donde Max sí que se despachaba a gusto vertiendo sus incendiarias opiniones.

Una tarde, mientras Máximus y Berga tomaban un café en el Continental, llegó muy animado el conde.

Nada más tomar asiento les dijo con voz queda, como el que cuenta un gran secreto:

– He conocido a una dama muy especial.

Max, siempre tan cáustico, respondió al instante:

– ¿En sentido bíblico?

– No, hombre de Dios, no. Esta es de las buenas. Bellísima.

– Vaya, pues me alegro mucho -repuso Berga-. ¿Y le ha gustado?

– No -contestó el italiano-. No me ha gustado, me he enamorado.

Máximus dio un puñetazo en la mesa:

– ¡Acabáramos! -exclamó riendo-. Ya estamos otra vez al lío, al lío; querido Giaccomo, acuérdese usted de las otras veces, no será más que una yegua…

– No hables así de ella, Max, es una diosa, una mujer de las de verdad, la madre de mis hijos.

– Pero ¿no está usted casado? -preguntó Berga.

– Paparruchas, tonterías. Al amor no se le pueden poner barreras -afirmó el conde, que pidió una botella del mejor champán de la casa-. Miren, estaba yo en la sala de armas del gimnasio practicando esgrima cuando entró ella: iba a tomar una clase, me miró, nos miramos… y voila, el amor. Tuve el atrevimiento de esperar a que acabara. Cuando salió la abordé y le dije que si no me permitía invitarla a tomar un café me suicidaba allí mismo. Ella me contestó que la halagaba, pero que no era una cualquiera. Yo saqué el estilete que llevo en el botín para casos ele apuro y, al ver que era capaz de degollarme a mí mismo y en medio de la calle, accedió. Tomamos café, amigos, y me perdí en sus ojos: lindos, hermosísimos, es una mujer de una belleza exuberante, serena, segura de sí misma. Hemos quedado en vernos mañana a la misma hora.