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Entonces levantó su copa y obligó a los dos jóvenes a brindar por el amor.

– Se llama Bárbara, Bárbara Miranda -dijo medio atontado.

Se excusó y se fue a la toilette.

– Este se ha vuelto a enamorar. Veremos si no la lía de las gordas -sentenció Max.

– Es hombre de mundo, ¿no? -preguntó Santiago Berga.

Max, mirándolo por encima de sus gafas oscuras, dijo:

– Mira, hermano, las otras veces que mi mentor se lio la manta a la cabeza por una mujer, ni siquiera me habló de ellas en su primera cita. Esta vez le ha dado fuerte, te lo digo yo que lo conozco mejor que nadie. Apañados vamos.

Máximus Aeternum leyó en Santiago Berga una indudable sonrisa de satisfacción.

En los días siguientes el conde de Chiaravalle se comportó como un colegial. Max definía a su mentor como «el último romántico» y la verdad era que aquella definición le iba como un guante. Algo melodramático, casi ridículo, muy afectado por el asunto y verdaderamente cargante al contar la historia a todo el que quería escucharlo, el noble italiano se mostraba ilusionado a ratos, para al momento adoptar un tono en exceso fatalista aderezado con efectistas intentos de suicidio (más para llamar la atención que para otra cosa) que Max, Berga y los demás frustraban solícitos. En aquellos días el conde de Chiaravalle en un par de arrebatos había intentado arrojarse bajo un coche de caballos e incluso saltar desde el salón contiguo a sus habitaciones del hotel.

Todo comenzó cuando, al día siguiente de su primera cita con la joven, el conde regresó del gimnasio completamente desanimado. La mujer le había dado plantón, pero uno de los empleados le entregó una nota que su dama había enviado para él.

La leyó en voz alta delante de Elia Vidal, Berga y Max: -«Querido Giaccomo, siento el más profundo de los dolores por no haberme presentado a nuestra cita, pero debo decirte que soy una mujer distinta a las demás. A veces el corazón le marca un camino y el cerebro o, lo que es peor, la realidad, otro. Te mentiría si te dijera que no quería ir, es más, me muero por hacerlo. Es extraño para mí decir algo así y más después de saber que eres el hombre de mi vida y puede que pienses que esto es ridículo. Aunque mi mente me dice una y otra vez que apenas te conozco, después de hablar contigo sólo una hora te diré que no, que es como si te conociera de toda la vida, como si fuéramos sólo uno y que te quiero. Tengo un gran secreto que no te puedo contar y que se interpone entre nosotros. Hasta siempre. Tuya: Bárbara Miranda.»

– Pero ¿de verdad se cree usted eso? -preguntó la pintora sonriendo.

El conde la miró con desprecio, por lo que, en lo sucesivo, la joven eludió hacer cualquier comentario crítico al respecto ante la perspectiva de perder el favor del italiano que la iba a hacer exponer en Roma.

Todos quedaron en silencio, sin saber muy bien qué decir.

– Pues a mí me parece una carta sincera. Esa joven lo ama, conde -dijo Berga.

– Lo peor es que no sé cómo encontrarla -repuso el noble italiano cariacontecido.

En los días que siguieron removió la ciudad, la recorrió arriba y abajo y contrató a varias agencias de detectives para localizarla, pero no dieron con ella. El conde de Chiaravalle era un hombre enamorado, enamorado tras un encuentro de apenas una hora.

Una tarde, en El Bou Trencat, Max sufrió un ataque de tos. Se cubrió la boca con el pañuelo, porque parecía asfixiarse, y se echó a un lado. Cuando volvió a incorporarse se aseguró de que nadie lo veía pero Berga, el único que compartía la mesa con él, acertó a distinguir una terrorífica mancha roja en el inmaculado trozo de tela.

Max se guardó el pañuelo y lo miró avergonzado.

– Ahora ya lo sabes. Me la diagnosticaron hace apenas dos meses: tuberculosis. Me muero, hermano, me muero, ésa es la verdadera razón de que nada me importe, de que sea tan valiente a la hora de correr riesgos, de escandalizar. En el fondo, pienso que si estuviera sano sería el más burgués de los burgueses. Llevaría una vida de oficinista.

– ¡De eso nada, mi buen amigo! -exclamó Santiago-. Tú eres un artista, un iluminado, y lo serías igual aunque fueras inmortal. Créeme, te conozco.

– Eso lo dices para animarme, pero ¿sabes?, tengo miedo, Santiago, no quiero morir. Lo daría todo, cualquier cosa por no irme de este mundo.

– No seas fatalista, te pondrás bien, ya verás. Hay gente que se salva.

– ¿Conoces a alguien que haya sobrevivido a la tisis? Santiago Berga bajó la cabeza. Entonces Max volvió a tomar la palabra:

– Haría cualquier cosa, lo que fuera, por curarme, hermano. Se hizo un silencio entre los dos.

– He oído que hay remedios… un tanto espectaculares -dijo el enfermo.

– ¿Cómo?

– Sí, ya sabes, en París se decía que si bebes sangre joven, de una chica virgen, puedes sanar.

– ¡Eso son tonterías de viejas! -se indignó Santiago Berga.

Max miró al suelo de nuevo, parecía un hombre hundido. Santiago quedó consternado al ver al artista mental doblegado. Lo creía invencible.

– Estoy tan desesperado, hermano… El dinero no es problema, el conde me quiere vivo.

– Ya.

– ¿Conoces a alguien aquí que…?

Santiago Berga adoptó una expresión pensativa.

– Es peligroso. Además, la persona que podía ayudarte está desaparecida.

– Tu amiga.

– La misma.

– ¿Cómo se llamaba?

Silencio.

– ¡Hermano!

– Elisabeth, Laco, qué sé yo. Pero está huida. Además, Max, está loca, créeme.

– Haría lo que fuera, hermano, lo que fuera. El dinero no es problema, repito.

Sufrió otro ataque de tos.

Santiago Berga puso cara de comenzar a pensárselo.

Capítulo 14

El mercado del Borne aparecía imponente a ojos de los dos forasteros, el conde de Chiaravalle y Max, quienes caminaban mirándolo todo con asombro, extasiados como palurdos. La enorme estructura de metal, la cúpula que bajaba hacia los laterales, abierta, sin sujetarse en una sola columna, dejaba pasar la luz del sol, que iluminaba los tenderetes, las frutas y los puestos de especias, de vivos colores. Había voces que pregonaban los productos aquí y allá, un ciego que pedía limosna, limpiabotas, criadas haciendo la compra, algún que otro ratero y muchos desocupados. El olor de los puestos de carne, las moscas, el fuerte aroma del pescado fresco y el efluvio de la sal del cercano mar influían en el ambiente, que, caluroso y húmedo, incitaba a quitarse la chaqueta y pasear.

No les fue difícil encontrar la carnicería de la Colasa, una mujer gorda, de cuello grueso, fuerte, con la voz ronca de tanto vocear y discutir con las comadres.

– Assumpta -dijo Max como le había indicado Berga.

La mujer, dejando al cargo a dos empleadas, pasó bajo una portezuela del mostrador con agilidad, y sin mediar palabra les instó a que la siguieran. Entraron en una oscura tasca de la calle Comercio.

El ambiente era opresivo, cargado, y algunos paisanos mal encarados los miraron con desconfianza al entrar. La mujer hizo un gesto y les trajeron una botella de aguardiente y tres vasos.