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– Ustedes dirán -dijo la gorda atizándose de un trago todo el vaso.

– Estoy enfermo, tisis.

– Ya no trabajo ese tipo de artículos.

– Nos dijeron que usted… -empezó el conde.

– Muy arriesgado, no merece la pena. Daba dinero, no crean, la gente bien paga lo que sea por la tuberculosis.

– ¿Y no habría manera de ponernos de acuerdo? -repuso Max, lastimero.

– No hay suficiente dinero en el mundo. Por eso te dan garrote. Ustedes no son de aquí, ¿no?

El italiano le enseñó un buen fajo de billetes.

– ¡Carajo! -exclamó la mujer-. Pídanme otra cosa, puedo hacerles algún amarre, filtro de amor… Tengo una pomada que pone el miembro como un hierro ardiendo, duro y…

– ¿Sabe de alguien que trabaje ese tipo de artículo?

– Soy bruja, no agente comercial.

El conde puso un montón de billetes encima de la mesa. -Ustedes sí que saben motivar a la gente, ¿eh?

Silencio.

– Hay una mujer, bueno, un hombre. Se cree bruja. Comenzó conmigo, pero acabé por darle pasaporte. Demasiado sanguinaria. Se cree la reencarnación de una condesa húngara, Erzsébet Báthory. Una especie de vampira que despachó a cientos de jovencitas en el siglo XVI, ¿conocen el caso?

– Ni idea.

– Bueno, pues ese chico, que cada vez más a menudo vestía de mujer, se hacía llamar Elisabeth. Tras una sesión de espiritismo salió convencido de que era su reencarnación. Está como una auténtica cabra.

– Su dirección -dijo Max.

– Está huida.

– ¿Podría localizarla?

La mujer permaneció en silencio. Al cabo de un rato habló:

– Hará cosa de un mes se pasó por mi puesto. Iba justa de dinero y curiosamente me ofreció un par de tarros con sangre. Me aseguró que eran de virgen.

– ¿Los tiene usted?

– Les digo que ya no trabajo esa clase de género.

– ¿Adonde fue? La mujer esa -insistió Max.

– No lo sé, es escurridiza y lista. Si vuelvo a verla se la envío.

– Coja el dinero. Si ella viene a vernos le daremos el doble. Estamos en el Continental, pregunte por Chiaravalle -dijo el conde.

Y dicho esto, arrojó unas monedas para pagar la botella y él y su protegido salieron de aquel antro.

Al fin el conde de Chiaravalle tuvo un encuentro con su amada a resultas del cual llegó tarde a su palco del Liceo.

– Ya era hora. Te esperaba -le dijo Max recriminándole.

– Ha aparecido -contestó el conde con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Fantástico! -exclamó Max-. Cuéntame, cuéntame.

Alguien chistó desde el palco de al lado, pues la función había comenzado.

Los dos hombres, que disfrutaban de todo un reservado para ellos solos, bajaron el tono de voz.

– Me la he encontrado fuera. Me han tocado en el hombro y me he girado. Dice que me esperaba, que no podía soportar la vida sin verme.

– ¿Y?

– La he invitado a un café, en uno de los reservados del Cercle del Liceo. Una vez a solas le he pedido que se fugara conmigo, que olvidara lo de «su secreto». He intentado besarla, pero no me ha dejado.

– Bien, bien -asentía Max.

– Entonces he decidido apostar fuerte -añadió Chiaravalle-. Y le he dicho que todo mi dinero era de mi mujer pero que podía movilizarlo en una semana, convertirlo en efectivo y fugarme con ella. «Estás loco, Giaccomo», me ha dicho. Yo he insistido, le he dicho que no quería a mi mujer, que es una vieja arpía…

– ¡Bien hecho! ¡Bien hecho!

– Entonces he pensado: está aquí, conmigo, en un recinto cerrado, podría echar la cerradura y… pero antes de que pudiera darme cuenta había volado. Ha dicho que tenía prisa cuando salía.

– ¿Has vuelto a quedar con ella? -No, me ha dicho que me encontrará.

– ¡Maldición!

– Sssssh -chistaron desde el palco contiguo.

Max, muy enfadado, se asomó y miró fijamente a la señora que los importunaba. Estaba acompañada por dos caballeros, casi ancianos, y tres jovencitas de buen ver.

– Señora profirió amenazante-. ¿Quiere que vuelva a sacar las coliflores?

Todos los ocupantes del palco miraron hacia otro lado atemorizados. Una de las jóvenes suspiró enamorada. Máximus Aeternum tenía sus admiradoras.

Barcelona, Í4 de agosto de 1881

Estimado Víctor:

Te escribo para comunicarte que, definitivamente, considero los casos de don Gerardo Borrás y Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, cerrados. Sobre don Gerardo poco más podremos averiguar: ¿dónde estuvo?, ¿qué le pasó?, ¿cómo desapareció? Todo eso para mí es un misterio y me temo muy mucho que seguirá siéndolo, porque no ha quedado nadie que pueda aclaramos nada: don Gerardo, muerto; el Tuerto, ídem; el tipo de la cicatriz en la barbilla, Pérez, criando malvas; su hermano,Licinio, huido, porque a estas alturas su fotografía la conocen en el campo, el mar y la montaña; el enano, reventado, y el verdadero culpable, esa horrible y maldita Elisabeth, supongo que a muchas, muchas jornadas de viaje. Total, la cosa queda así; al menos recuperé el dinero de la familia Borras que, dicho sea de paso, tampoco me parece gran cosa. Doña Huberta está muy enferma y el hijo va a pulírselo todo en juergas.

El otro día, sin ir más lejos, protagonizó un incidente en pleno Liceo que ha dado mucho que hablar. Iba borracho y comenzó a recriminar a Berga diciendo a voz en grito que ya no quería saber nada de él, que ya no eran amigos y que no quería volver a verlo. Al parecer Santiago Berga le había dicho que aquella noche se quedaría en casa, y al llegar al Liceo y verlo en compañía de ese conde de Chiaravalle y del tal Max, montó en cólera. Este último propinó un puñetazo a Alfonsín Borrás, que rodó por el suelo medio inconsciente. Menudo pájaro.

Aquella misma noche me di una vuelta por la ciudad -mi Eugenia y los críos están en casa de su abuelo, a la fresca, en el Pirineo leridano-, y me sentía solo. Bebí más de la cuenta y me pasé por El Bou Trencat. Una vez allí, esperé a que el tal Max saliera al patio donde está el excusado y lo aborde aprovechando que no había nadie. Lo cogí por las solapas y le dije que en mi ciudad no iba a armar más escándalos, que si volvía a protagonizar otro incidente lo encerraba en Montjuïc y tiraba la llave.

¿Y sabes lo que hizo el muy canalla?

Empezó a reírse. A carcajada limpia. Yo, entonces, le propiné un golpe con el pomo de mi bastón en salva sea la parte y se dobló por el dolor.

«¿Me has entendido?», le dije. El, sonriendo y con una extraña mueca en el rostro, sin apenas conseguir levantarse me tendió una tarjeta ¡tuya!

Decía: «Víctor Ros Menéndez, inspector, Brigada Metropolitana».

Me dijo que hacía unos años había trabajado para ti, como confidente, en Madrid. Aquello lo salvó, la verdad, porque le dejé ir sin darle una buena paliza, que es lo que debería haber hecho. ¡Qué tipo tan despreciable! Un sodomita que goza abusando de niños, como ese gitano que lo acompaña como un perrito faldero a todas partes. Le di una semana de plazo para que desapareciera de Barcelona. Si tienes ocasión de hacerlo, adviértele que salga de aquí, ya.

No me queda más que decirte, amigo, sólo que espero que nos veamos pronto, que eches barriga, que disfrutes de tu familia y que tengas salud, tú y los tuyos.

Recibe un cordial abrazo de tu amigo,

Juan de Dios López Carrillo

El conde de Chiaravalle había recuperado la alegría, las ganas de vivir y el impulso de meterse de lleno en negocios descabellados tras su reencuentro con la misteriosa Bárbara Miranda. Fue a raíz de trabar conocimiento con dos jóvenes, Jaume Massó y Casas-Carbó. Éstos, pasando mil penalidades, habían conseguido editar una revista llamada L'Avenc y que frecuentaban El Bou Trencat. Al conde se le ocurrió entonces hacerse editor de una publicación periódica en Barcelona. Hombre inquieto, siempre embarcado en mil negocios, se hizo acompañar por Berga y Max para recorrer la ciudad en busca de una imprenta. Se decía que había hecho una oferta elevadísima por hacerse con la Librería Espanyola, que editaba tanto L'Esquella de la Torratxa como La Campana de Gràcia, dos semanarios satíricos, ilustrados y de trasfondo literario, que hacían las delicias del conde, sobre todo por una viñeta humorística que solían llevar al final. En aquellos días, el noble italiano se hallaba muy excitado porque intuía que el asunto con su amada iba viento en popa. Max comenzaba a mostrar ciertos síntomas de cansancio por aquel asunto ya que, no en vano, era un egoísta presuntuoso que solo pensaba en sí mismo y que quería la atención de Chiaravalle para él solo.