Una tarde, según contó el conde a Max y a Berga, se había encontrado a su dama de improviso, mientras paseaba por el parque de la Ciudadela. Pudieron tomar asiento en un banco, cerca de la cascada, y charlaron un rato. El le pidió una cita amorosa.
– Ya he retirado todos mis efectivos. Dígame usted la hora y el minuto exactos y allí estaré con todo mi capital para comenzar una nueva vida con usted, Bárbara. Lo tengo todo preparado. La semana que viene sale un vapor para Cuba y tengo dos billetes en primera clase. Allí nadie nos conocerá y empezaremos una nueva vida. Hágase cargo, amada mía, de que he corrido un gran riesgo por usted, es cuestión de días que la noticia llegue a Milán. En cuanto mi mujer sepa que he retirado el dinero me echará a la policía detrás.
Según el conde, la joven, entre lágrimas, le confesó que tenía un problema personal, físico, y además, un padre anciano al que no se atrevía a abandonar de aquella manera.
El veía que lo amaba pero no terminaba de decidirse debido a la férrea educación que había recibido.
– Tráelo con nosotros -propuso-. Lo trataré como si fuera de mi familia.
Ella le dijo que no, que si se fugaba lo haría sola, dejándolo todo y sin mirar atrás, para que su amor se impusiera al mundo. El conde sintió que le estallaba el corazón de gozo. Entonces le pidió una sola cosa. Una cita amorosa en la que expresar su amor físico. Quería saber cómo era estar con ella. Lo necesitaba antes de dar el gran paso. La joven pareció entenderlo y prometió pensárselo al menos.
Entonces, el conde, henchido de optimismo y satisfacción, se levantó de pronto. Fue hacia un fotógrafo ambulante que se ganaba la vida en el parque y pidió que le hiciera una foto junto a su amada.
– ¿Y ella se dejó? -interrumpió la narración un muy sorprendido Berga. Su rostro se había cubierto con un velo de preocupación.
– ¿Cómo lo sabe, joven? -preguntó el conde-. Cuando me giré, en efecto, había desaparecido una vez más, pero sobre el banco estaba su pañuelo; miren, miren: perfumado. Una firme promesa de que la semana que viene nos fugamos.
– Si usted lo dice… -dijo con retintín Max, cuyos ataques de tos eran cada vez más frecuentes y, para qué negarlo, preocupantes. La gente comenzaba a rehuirlo, pues todos temían la tisis y Berga también se planteó dejar de frecuentar tanto su compañía y tantear de nuevo un acercamiento a Alfonsín Borras, el cual empezaba a gastar el dinero de los negocios de su padre a espuertas.
– Eso es amor, querido conde, eso es amor -dijo entonces.
– El comportamiento de esa mujer me parece muy sospechoso -sentenció Max.
– ¿Cómo? -exclamó el conde de Chiaravalle.
– Sí, ya sabe. Siempre aparece de improviso, como si lo vigilara. Los mejores detectives de Barcelona no han hallado su casa, no existe, y encima, evita hacerse una simple fotografía como si fuera una proscrita.
A Santiago Berga se le escapó el café a presión de la boca.
Chiaravalle, visiblemente molesto, dijo:
– ¿Qué quieres decir, Max? No te entiendo.
– Que esa mujer es una farsante, una buscavidas, actúa, interpreta y va a por su dinero.
– ¡Cómo! No te consiento… -exclamó el italiano.
– Un momento, un momento -terció Berga-. Es completamente normal que la dama eluda las fotografías, es decente.
El conde miró a Max elevando las cejas, como diciendo: «¿Ves? Tenía razón». Pero éste se levantó con cara de pocos amigos y añadió:
– Me voy a mi cuarto, creo que tengo fiebre.
A Santiago Berga le pareció evidente que Max y el conde se estaban distanciando por momentos.
Pensará que soy un mezquino -se justificó el conde.
– ¿Cómo?
– Sí, mi querido amigo Santiago, es por algo que necesito decirle. No tengo empacho en afirmar que esa mujer es la criatura más maravillosa que ha dado la creación y que estoy resuelto a fugarme con ella arriesgándolo todo. Tengo el dinero a buen recaudo, pero en cualquier momento puedo acceder a él. Es cuestión de horas. Sin embargo, antes debo cerciorarme de una cosa, amigo.
– Usted dirá.
– Si ésta es la definitiva, la mujer con la que he de pasar el resto de mis días, a riesgo de parecer un miserable, debo decir que me gustaría estar con ella aunque sólo sea una vez. Es un gran paso el que voy a dar y para mí eso es importante, ya sabe, amigo, saber si en la pareja hay compatibilidad en el tálamo, en la coyunda. Sé que tener intimidad con ella será como tocar el cielo, lo sé. ¡Dios, cuánto la deseo!, pero antes de lanzarme al vacío necesito hacerlo aunque sólo sea una vez.
Se hizo un silencio.
– Parece despreciable, ¿no? -insistió el conde. -No, no, ¡qué va! -dijo Berga-. Es algo absolutamente normal. Lógico.
– Ya, pero ella pensará que soy un cerdo, como todos los hombres.
– No, hombre, no, ella le quiere, lo comprenderá. Además, sepa usted que soy un gran conocedor del bello sexo y le aseguro que ella lo desea tanto como usted.
– ¿De veras?
– Estoy seguro.
– Ay, Santiago, últimamente tengo la sensación de que es usted el único que me comprende. Max se muestra tan contrario al asunto que a veces, no crea, me hace dudar. Tengo en muy alta estima su opinión. Además, ella es una joven decente, no accederá a que nos citemos; la han educado bien y no querrá arriesgar su honra, su buen nombre.
– Yo no lo vería tan negro, querido conde, no lo vería tan negro… -sentenció Santiago Berga con expresión pensativa.
Aquella misma noche Máximus Aeternum y el conde de Chiaravalle tomaban café en sus habitaciones del Hotel Continental. Era la una de la madrugada y el niño, Alphonse, dormía a pierna suelta sobre su cama. Entonces, excusándose por la hora pero alegando que había visto luz, un botones trajo un mensaje para Max. Después de dar una generosa propina al empleado del hotel, el «artista mental» echó un vistazo a la nota:
– Es de Berga, dice que me ha concertado una cita con alguien que puede venderme algo para mi tisis. Su amiga.
– ¿Cómo?-exclamó el conde.
– Sí, dentro de una hora, en la calle dels Pescadors, en la Bar celoneta, en la esquina frente a la iglesia de San Miguel. Me dice que lleve mucho dinero e insiste en que vaya solo. Supongo que tendrá sangre que venderme.
– Es una trampa.
Max guardó silencio, parecía valorar los pros y los contras. -Tengo que arriesgarme, merece la pena aunque sólo sea intentarlo.
– Voy contigo.
Miraron al crío. Dormía.
Unos minutos después un carruaje de alquiler los dejó a la entrada de aquel barrio artificial de bloques rectangulares y alargados, muy estrechos. Max caminó escuchando el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento. Al fondo sonaba una guitarra. Llegó a la esquina en cuestión y se pegó a la pared del templo de forma que quedó oculto en su sombra. Al rato apareció un tipo con pinta de marinero.
– ¿Max? -preguntó.
– Aquí -dijo éste saliendo de su escondite.
– ¿Trae el dinero?
– ¿Y la mujer? ¿Y la mercancía?
Entonces percibió que se acercaban. Dos. Por la espalda. Mientras se giraba saco el delgado estilete de su bastón y vio el brillo de dos navajas que buscaban su pecho. Gracias a que su arma era más larga golpeó de revés en el cuello al primero de ellos y se ladeó ante la embestida del segundo, que se ensartó él solo en el delgado sable por el impulso que llevaba.