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– Santiago Berga, queda usted detenido.

En su sueño aquel tipo extraño, acompañado del conde y de Alphonse, le ponía las esposas.

– ¿Cómo? -preguntó una voz nueva. Era un tipo al que conocía, otro policía, Juan de Dios López Carrillo, que llegaba acompañado por multitud de guardias.

– Perdona, amigo, pero tuve que jugar esta baza para intentar detener a estos desalmados contestó Max, o Ros, lo que fuera.

– Pero… ¿Víctor? -exclamó López Carrillo sorprendido-. No entiendo. ¿Tú eras…? ¿Qué está pasando aquí?

– Te pido disculpas, Juan de Dios, pero no he tenido más remedio que recurrir a esta pequeña comedia para intentar atrapar a esa maldita mujer, Elisabeth, y aun así ha escapado.

Todo era tan confuso, pensó Berga. Sentía el efecto de la droga que corría por sus venas, le escocían los pulmones y le pesaban los brazos, las piernas. Se sentía muy cansado.

– Qué sueño más raro -observó antes de quedar inconsciente.

– Pueden pasar -dijo el guardia de fieros bigotes abriendo la puerta del calabozo-. Acaba de despertar.

Víctor Ros hizo su entrada en aquel oscuro cuarto acompañado de Juan de Dios López Carrillo y de un sargento. Había dos guardias junto a Santiago Berga, quien permanecía sentado y con las esposas puestas. Tenía un ojo tumefacto y le sangraba el labio.

Los tres recién llegados tomaron asiento tras una mesa.

– Este es el sargento Guarinós, que tomará nota de su declaración. A mí ya me conoce, y este caballero es López Carrillo. Va usted a confesar -dijo Ros por toda presentación.

– ¡Ustedes no saben con quién…!

Un sonoro bofetón de uno de los dos guardias que lo custodiaban hizo rodar por el suelo al detenido. Aturdido por el efecto de la droga, la resaca de la noche anterior y la violencia de sus guardianes tomó asiento con porte sumiso ayudado por los dos enormes agentes que lo vigilaban. López Carrillo tomó la palabra:

– Ha visto que aquí no se andan con chiquitas. Más le vale confesarlo todo. Ha participado usted en un intento de asesinato a un miembro del cuerpo de policía en acto de servicio.

– ¿Cómo?

– Sí, usted y su amiga le tendieron una trampa a Max, o sea, a mí. Luego intentó hacer otro tanto con el conde dijo Víctor.

– ¿Cómo? No entiendo.

Otro guantazo.

– Explícaselo, anda -repuso López Carrillo como asqueado. Víctor volvió a tomar la palabra:

– Es usted un pedófilo, amigo, y va a pagar por ello. Es usted cómplice de Paco Martínez Andreu, Elisabeth, y le va a costar el garrote, a no ser que…

– ¿Qué?

– Que nos cuente usted lo que sabe -añadió Víctor-. Mire, Berga, yo no soy amigo de violencias pero no puedo engañarlo. Aquí no aprecian la compañía de los pederastas, y no digamos en la cárcel. Ante usted se abren dos opciones: confiesa y cumple cadena perpetua en otra prisión con un nombre falso o guarda silencio y le dan garrote, o peor, va a la cárcel, donde me encargaré de que todos conozcan su verdadera identidad.

– Pero… el gobernador… -musitó el detenido.

– Bastante tiene el gobernador con lo suyo -observó Víctor-. ¿Lo ve usted por aquí, Santiaguito? -El detective miró a su alrededor.

– No -negó López Carrillo entre risas-. No lo ve.

– Pues eso, hermano -repuso Ros-. Habrá notado que en esta ocasión no lo tratan a usted con tanta deferencia, por algo será.

– Usted… usted era Max.

– Veo que su mente, o lo que de ella han dejado las drogas y el alcohol, comienza a atar cabos. -Víctor Ros reía divertido- Sí, amigo, soy Max.

– ¿Y el conde?

– Un buen amigo, el mejor. Pero diga, diga, ¿dónde se oculta Paco Martínez Andreu, Elisabeth?

– No lo sé.

Un guantazo más. No quiero dejarlo a solas con López Carrillo, es mi amigo, pero es un cabestro. – Víctor vio de reojo cómo aquel miserable comenzaba a sollozar-. Le tiene ganas, ¿sabe? ¿Cómo contactaba con ella?

– Aparecía por mi casa algunas noches y luego se iba, es muy lista.

– El cochero que la acompañaba es Licinio Férez, ¿no?

– Sí.

– ¿Está viva Antoñita?

– No, me dijo que no le era útil.

– ¿Dónde está esa bruja?

– No sé dónde se esconde. ¡Lo juro!

El guardia levantó la mano de nuevo y Víctor dijo:

– Deje, deje, no soy amigo de violencias. Vas a pagar por todo, Santiaguito, hermano. Tú solo.

– Pero usted es Max, yo lo vi, usted… él era como yo, el niño, Alphonse, tenía el calzón rojo…

– Ah, lo preparamos, pintura roja. Necesitaba que me creyeras un igual, un degenerado como tú. Intentaste matarme, en la Barceloneta.

– ¡No! ¡Fue idea de ella! Max se oponía a que el conde se fugara con ella y había que quitarlo de en medio, ella lo preparó todo, es mala, ¡muy mala! -gritó el detenido tapándose la cara con las manos.

– Este guiñapo es patético -dijo López Carrillo mirando a otro lado.

Entonces el detenido alzó la vista, no podía creer lo que estaba sucediendo y habló:

– Pero tú, Max, yo lo vi, las coliflores en el Liceo, el arte mental… ¡te pegaste con una monja!

Víctor sonrió divertido.

– Sí. Siempre me veo obligado a trabajar del lado de la ley y debo confesar que eso a veces cansa, pero por una vez me divertí. Sobre todo con lo de la monja, estoy deseando llegar a Madrid para contarlo. No les negaré que soy un tanto anticlerical. Además, gané yo.

Todos rieron la ocurrencia, aunque a Berga ya no le parecía tan divertido.

– Mira, hermano -prosiguió Víctor adoptando el tono de voz de Máximus-. Son las dos de la madrugada y estoy cansado. Pasado mañana, a las doce, tengo una cita importante para aclararlo todo, espero una confesión en firme. López Carrillo me dará los detalles. Te dejo con él. Va a disfrutar.

Víctor Ros se levantó y salió del calabozo escuchando de fondo las súplicas de Santiago Berga. En aquella ocasión y pese a no ser amigo de los métodos expeditivos, salió de los calabozos con una amplia sonrisa.

Por primera vez en mucho tiempo Víctor Ros durmió bien. Tuvo un hermoso sueño en el que aparecían sus hijos y jugaba con ellos en la playa, en San Sebastián. También vio el rostro de muchas chicas, apenas unas crías, pobres, mal vestidas pero sonrientes que le daban las gracias. Ya no tenía ansiedad, ni miedo, el mal se había esfumado, sentía que aquella maldita mujer se había ido de allí para siempre. Cuando despertó pensó en la pobre Antoñita. Estaba muerta. Eso había dicho Santiago Berga. Desayunó con ganas acompañado de Eduardo y de Gian Cario. A eso de las once llegó López Carrillo agitando unos papeles en la mano: la confesión de Santiago Berga.

– No habrás dormido -observó Víctor.

– ¡Qué va! Si vengo de casa. He podido hasta echarme un sueñecito, a la primera hostia cantó la Traviata. Créeme, no he visto un detenido con más miedo en mi vida. Aun así, lo van a tener sin dormir un par de noches para comprobar que todo lo que me dijo es verdad, pero no me cabe duda -repuso tendiendo los papeles a Víctor-. Aquí está todo lo que sabe. El y Elisabeth eran socios, pasó de ser su mejor cliente a compartir los gastos y las ganancias del negocio. Ya sabes, debían costear dos o tres piso en alquiler para, según dijo, «mantener el ganado en circulación». Según me contó, Elisabeth, una arpía sin escrúpulos, decidió sacar sangre a las crías. Estaba loca. A partir de ahí bajó el rendimiento del negocio. Según su declaración, se vio obligado a trapichear con ella porque tras su primera detención su padre no le daba un duro y a él le gustaba vivir a lo grande. La oyó decir que Antoñita estaba muerta, pero asegura que es una mentirosa compulsiva. Desconoce cuál es su escondite, pero afirma que está convencido de que se oculta en el mismo lugar donde ocultaron a don Gerardo. Insiste en que él no participó en el secuestro aunque se le ocurrió que podían desplumarlo porque supo de su fortuna gracias a las fantochadas de Alfonsín.