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– ¿A dos hombres y una mujer?

– Exacto.

– ¿Esta? -dijo Víctor mostrándole una fotografía de Elisabeth.

– Es ella, sí. ¿Qué ha hecho?

– Nada bueno. ¿Queda cerca?

– Ahí al lado.

– Acompáñenos, rápido.

– ¡Perfecto! -exclamó Licinio Férez contemplando su obra con las tijeras en una mano y el peine en la otra.

– No está mal. ¿Ha quedado corto? Lo quiero muy corto, como un militar -dijo Paco Martínez Andreu.

Se estaba mirando en un espejo de mano mientras se deshacía de la sábana que lo cubría. Sacudió los pelos sobrantes para que cayeran al suelo y lanzó el embozo a un rincón:

– Barre eso -dijo.

Entonces se puso un blusón de obrero y se caló una gorra hasta las orejas. Llevaba un pantalón de pana viejo, gastado, y unas alpargatas raídas.

– ¿Parezco un obrero?

– Das el pego perfectamente -asintió Licinio mientras tiraba el contenido del recogedor por la ventana. Se hizo un silencio y Paco ordenó: -Haz el equipaje, nos vamos.

Este, acostumbrado a obedecer, tomó una vieja maleta de la parte de arriba del armario y la abrió sobre la cama. Extrajo un par de camisas de la cajonera y comenzó a colocarlas con cuidado, evitando que se arrugaran. Entonces sintió algo frío en la garganta y, a continuación, un insoportable escozor, como una quemadura. Quiso hablar pero sólo le salió un extraño gorjeo. Se puso la mano en el cuello y notó que la sangre, caliente y húmeda, se le escapaba a borbotones.

– Lo siento, Licinio, pero tu fotografía ha salido en todos los periódicos. No puedo ir por ahí con un lastre como tú.

Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de rodillas. Ella, ahora él, conservaba aún las tijeras en la mano, estaban manchadas de sangre. Licinio cayó como un peso muerto y se ahogó con su misma sangre. Ella, otra vez él, de obrero, echó un vistazo por la ventana. Casi había oscurecido. Decidió salir. Tampoco era cuestión de caminar por aquellas huertas totalmente a oscuras. Arrastró el cuerpo, abrió la trampilla y lo dejó caer al sótano. Limpió un poco la sangre. Un desperdicio que le hubiera venido muy bien a su piel, pero tenía prisa. Tomó el hatillo y tras echar un vistazo a aquel mugriento cuarto salió al exterior. Comenzó a caminar a paso vivo. De pronto, de detrás de unos matorrales salieron tres guardias. Se giró para huir pero ya era tarde, alguien le echó una manta por la cabeza y dijo: -Date prisa, Elisabeth,

Intentó resistirse, pero la esposaron y la llevaron adentro. Una vez atada a una silla le quitaron la frazada que le cubría medio cuerpo. Lo primero que vio fue la cara de ese detective, Víctor Ros.

– Al fin nos encontramos -comentó éste-. ¿Y su cómplice?

Los guardias ya habían encontrado el rastro de la sangre y abrieron la trampilla.

– Aquí está, señor -dijo una voz desde el subsuelo-. Lo ha despachado.

Ella, él, sonrió.

– Todo ha acabado -repuso Ros.

– Es usted un cerdo -contestó muy tranquila-. Y espero que se pudra en el infierno.

– Le gané la partida. Eso me basta. -Debo reconocer que es usted bueno.

– ¿Y Antoñita? ¿Está muerta?

Ella miró a otro lado.

– Vas al garrote, Elisabeth.

Ella asintió.

– ¿Te das cuenta -insistió Víctor- de que después de andar tras tus pasos durante tanto tiempo no te había visto el rostro hasta ahora?

– Porque soy buena en mi oficio -contestó ella, quien pese a su edad parecía un hombre joven, un obrero que empezaba una nueva vida.

– No se te ve muy apenada, o apenado -observó López Carrillo-. ¿Cómo prefieres que te trate?

– Soy Elisabeth… Ya viví hace trescientos años…

López Carrillo y Víctor se miraron como sorprendidos, aquel tipo estaba como una cabra.

– Sí -convino Ros con hastío-. Fuiste Erzsébet Báthory.

– Así es.

– ¿Desde siempre?

– No, comencé a ser consciente de ello a los quince años, creo. Yo lo negaba. Poco a poco fue entrando en mi mente. Llegué a casarme y todo, pero era superior a mis fuerzas, se fue apoderando de mí, yo soy ella y ella soy yo.

– ¿No sabes lo que es el remordimiento? ¿Te parece bien lo que has hecho con esas criaturas?

– No sé lo que es ni me importa.

Entonces Víctor Ros se le acercó mirándola a los ojos.

– Buen disfraz -aprobó.

– Gracias -contestó ella.

– Todo este tiempo soñaba con capturarte para hacerte una pregunta, Elisabeth.

– Usted dirá, Víctor.

– ¿Cómo supiste que tengo hijos?

– Un farol, casi todo el mundo los tiene. Por eso le mandé la nota y di en el clavo, lo supe cuando lo vi abandonar Barcelona de esa manera.

– Volví de inmediato.

– Sí, como Max. Muy listo.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que te habíamos tendido una trampa? Me refiero a ayer, en el apartamento.

– Aquí su amigo, el italiano, cuando crujió una madera en el descansillo tuvo un segundo de duda, se lo noté en la mirada.

– Estoy desentrenado -reconoció Gian Carlo.

– Bien, Elisabeth, o quizá debería decir Paco… -Víctor tomó la palabra de nuevo-. Esta noche será larga.

– No crea, voy a contarlo todo, ¡todo! Yo no voy ajuicio, en cuanto hable… Yo no caigo sola, tiraré de la manta y arrastraré conmigo a un montón de gente importante, al infierno, ¡al infierno!

Entonces comenzó a reírse a carcajadas, como una loca. Les heló la sangre. Tenía los ojos fuera de sí, la boca abierta y sus dientes parecían afilados. Era extraño, pues aunque era un obrero, vestía como un obrero y parecía un hombre, su voz, sus ademanes, sus ojos, eran los de una mujer, una mujer loca

Dejaron a dos guardias con ella y bajaron al sótano por una endeble escalera de mano. Había varias lámparas de gas aquí y allá. Vieron más de cincuenta cuadros con motivos religiosos, las obras de la ex mujer de Paco, aquél era su almacén. Las carcajadas de Elisabeth se oían al fondo y daban miedo, allí, en la oscuridad del sótano, apenas una cueva con el suelo de tierra.

También había sacos de azufre, llenos de un polvo amarillo.

– Aquí estuvo don Gerardo -dijo Víctor.

Entonces se acercó a una argolla a la que había atada una larga cuerda y observó un orificio en la pared. La tierra había sido removida hacía poco.

– Caven ahí -ordenó a dos guardias.

Al fondo, el cuerpo de Férez había sido tapado con una manta. Los guardias se emplearon a fondo y no tardaron en dar con el cuerpo de Antoñita. Se miraron con tristeza unos a otros. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. Víctor se agachó y vio que el pasadizo continuaba.

– Por ahí escapó don Gerardo, supongo que cavó con sus propias uñas. Esta gentuza debía pasar días sin atenderlo, apenas le dieron nada de comer -añadió-. Debe de haber más restos de niñas por aquí enterradas.

– ¿Y cómo vamos a hallarlos? Esto es grande -preguntó López Carrillo.

– Es fácil -respondió Víctor-. Envía a dos guardias, que busquen un par de perros callejeros, los más famélicos que vean. Que los bajen aquí y que no les den nada de comer en dos días, ellos hallarán los huesos si los hay.

– Bien pensado, amigo -aprobó López Carrillo.

Entonces vieron la jaula, al fondo: la dama de hierro. Colgaba del techo y debajo había una bañera.

– Ahí tomaba sus baños de sangre -dijo Víctor-. Colocarían a las jóvenes dentro de la jaula y las obligarían a moverse para que se clavaran los pinchos.

– Como la condesa esa comentó-López Carrillo

– ¡Cuánta maldad! -exclamó Víctor-. Esa mujer es el diablo en persona.

Decidieron salir de allí, la noche prometía ser larga.

Ya en el piso de arriba y cuando Víctor iba a salir por la puerta, ella, Elisabeth, dijo muy resignada:

– ¿Puedo hacerle una pregunta, Víctor?

El se giró y la miró. Allí, hablando así con ella, resultaba difícilmente creíble que aquel hombre fuera el monstruo que era.