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– Bien. -Víctor tomó de nuevo la palabra-. Pues esta mañana demostraré que todo eso no son más que patrañas y echaré por tierra la teoría del infierno, que, dicho sea de paso, le costó la vida a este pobre hombre.

A ninguno se le escapó que miraba a Lewis.

– Bien, bien. Primero y antes que nada les contaré un chiste, una anécdota.

Todos se miraron como pensando que aquel hombre, además de excéntrico, estaba loco. Víctor, como siempre a lo suyo, siguió adelante con su propósito.

– Erase una vez una señora que hacía de ama de llaves de un cura. El sacerdote tenía un gato desagradable, malcriado y negro, y ella estaba harta de aquel animal que lo ensuciaba todo con sus deposiciones, le enredaba los ovillos de lana y se afilaba las uñas con sus mejores colchas. Un día le dijo al cura qué no se deshacía de aquel animal y el párroco le contestó que no, que le tenía mucho cariño. Entonces aquella mujer adoptó una costumbre: cada vez que se cruzaba con el gato se santiguaba y a continuación le arreaba una buena patada. Así lo hizo disciplinadamente durante dos semanas, al cabo de las cuales, un buen día, se acercó al sacerdote y le dijo: «Padre, creo que el gato está endemoniado», a lo que el cura contestó confuso: «¿Cómo?». Ella insistió: «Sí, mire», y se santiguó delante del animal. Entonces, el gato, creyendo que a continuación recibiría una buena patada, salió corriendo. El cura no quiso tener en su casa un gato que huía ante la señal de la cruz y se deshizo de él inmediatamente.

Algunos rieron el chiste de Víctor, pero él continuó: -Pero ahora, dejémonos de chanzas y vayamos al trabajo. Síganme.

Entonces salió al exterior acompañado de aquel gentío, al que situó en la escalera de acceso a la casa. Justo en la puerta había un carruaje, el de don Gerardo, con su cochero presto en el pescante.

– Imaginen que soy el mismísimo Borrás. Me voy a Madrid.

Y dicho esto subió al carromato. Tomó asiento, cerró la portezuela y se despidió de los presentes. Otro carruaje venía en sentido contrario por la misma calle y aminoró el paso. Entonces, cuando el coche de don Gerardo apenas iniciaba la marcha, un gran estruendo hizo que todos giraran la cabeza. Eduardo había encendido una ristra de petardos que espantó a una bandada de palomas que se había posado en el tejado de la casa de al lado. Algunos sonrieron por la travesura de aquel chiquillo de mirada viva y amplia sonrisa.

Cuando volvieron a mirar al carruaje de don Gerardo, éste había avanzado ya una decena de metros; entonces, López Carrillo, que había ido hasta allí por indicación del inspector Ros, detuvo el coche y conminó a los presentes a que se acercaran.

Al principio algunos se quedaron parados en la acera, pero, poco a poco, ante la insistencia de López Carrillo, todos se fueron acercando. Una vez que la totalidad de los asistentes a aquel acto final estuvo a su altura, incluidos los tres periodistas, Juan de Dios López Carrillo abrió la puerta del carruaje.

– ¡No está! -exclamó uno de los plumillas.

– ¡No puede ser! -exclamó don Trinitario.

– Si lo hemos visto entrar… -decía uno de los sobrinos de don Gerardo.

El asiento en el que unos segundos antes se había sentado Víctor estaba, en efecto, vacío. Los periodistas se miraban unos a otros riendo, con aire divertido.

– ¡Increíble, increíble! -repetía uno de ellos.

Los asistentes se miraban extrañados buscando respuestas. Entonces, un guardia urbano hizo sonar su silbato. Estaba en el otro extremo de la calle, al fondo, junto a otro carruaje, y todos tuvieron que girar sus cabezas hacia la izquierda para verlo. Una vez que se aseguró de que todos lo miraban, el agente golpeó con su porra la portezuela de aquel otro coche.

De pronto se abrió la puerta del mismo y bajaron Víctor Ros y otro guardia.

– ¡Oooooh! -exclamaron todos al unísono.

– Pero… ¿cómo puede estar allí si…? -se extrañó Alfonsín Borrás.

– ¡Es cosa de brujas, es cosa de brujas! -gritaba Elia Vidal totalmente asombrada.

Víctor se acercó trotando y dijo:

– ¿Han visto?

Le faltaba el aliento.

– ¡Increíble, increíble! -repetían los periodistas aplaudiendo-. Pero ¿cómo diablos lo ha hecho?

Víctor hizo colocar de nuevo los carruajes en su posición inicial ante la expectación general.

– Bien, vayamos por partes -comenzó a decir tras tomar otro vaso de agua, con voz alta y clara, exactamente como el profesor que da una lección magistral a sus alumnos- Es imposible hacer desaparecer a alguien así, por ensalmo. Cuando comencé con la investigación supe que precisamente en el momento en que salía el carruaje se había producido una trifulca a la derecha, justo ahí, donde Eduardo ha hecho explotar los petardos a petición mía. El día de autos un tipo apodado el Tuerto atacó a una joven que pasaba con el absurdo pretexto de que le molestaba su sombrero. Bien, observen.

Víctor subió al carruaje y dijo:

– Miren hacia aquí.

Dio un golpe en el techo y antes de que el coche comenzara a andar y justo cuando se cruzaba con el carruaje que venía en dirección contraria, bajó del suyo, alguien abrió la puerta del otro carruaje y subió al mismo. Pararon y descendió de nuevo. Algunos comenzaban a aplaudir.

– ¿Ven? Puede hacerse. En la primera ocasión ustedes miraban hacía allí, a la farola donde está Eduardo, justo donde se produjo el altercado y, de hecho, me pasé al otro carro, donde un guardia me aguardaba con la puerta abierta. Todo ello duró apenas dos segundos. Ni siquiera han tenido que parar la marcha. En esta segunda ocasión ustedes me miraban y me han visto hacerlo. Al saber lo del incidente del Tuerto y, sobre todo, que lo habían asesinado nada más salir de prisión por dicho altercado, supe que ahí había gato encerrado Los testigos me aseguraban que habían visto un coche en dirección contraria, unos que parado, otros que circulando muy lentamente. Pregunté en la casa de enfrente y me aseguraron que ellos no habían pedido ningún coche. Lo vi claro. Los dos tipos que retuvieron al Tuerto ni acudieron luego a declarar a comisaría: era una treta, una escenita.

– Pero… -dijo Alfonsín-, para eso se requería la colaboración de mi padre.

– Exacto. Pero eso es un asunto más delicado -contestó Víctor-. Vayamos adentro.

Esperaron a que todos se hallaran en el salón y volvieran a tomar asiento. El inspector Ros tomó de nuevo la palabra.

– Cuando me hice cargo del caso comprobé que en el interior del carruaje de don Gerardo había una inscripción: «Icaria», una comuna socialista que fracasó en parte porque el propio Borrás, siendo aún joven, se fugó con la mayor parte del dinero de sus compañeros socialistas, a los que estafó en Estados Unidos en la compra de unos terrenos. De acuerdo. Luego, cuando visité su oficina, comparé una copia de dicha inscripción que extraje en papel vegetal con un documento de puño y letra de don Gerardo. Eran de la misma persona, o sea, que el propio don Gerardo había escrito «Icaria». Y digo yo: ¿con qué propósito?

Todos quedaron en silencio.

– Que se sospechara de los socialistas -apuntó uno de los periodistas.

– Correcto -añadió Víctor-. Yo comprobé que ya no quedaban icarianos en Barcelona, luego, ¿qué interés tenía don Gerardo en dirigir nuestra investigación hacia esa vía muerta? Segundo punto: el secretario de don Gerardo me hizo saber que éste iba a Madrid a cerrar unos negocios con un corredor, Augusto de las Heras; pues bien, telegrafié a Madrid y en la oficina del señor De las Heras no tenían ni idea de quién era don Gerardo Borrás. -Hubo un murmullo de sorpresa entre los asistentes-. Además, don Gerardo insistió en hacer él mismo una reserva en el Hotel Londres de la capital y me consta que allí no se hizo ninguna a nombre de Borrás. Don Gerardo mintió: ni iba a Madrid ni allí lo esperaba nadie. Tercer detalle: unos días antes de su desaparición, el dinero y los valores de la caja de don Gerardo volaron y sólo Guzmán, su secretario, y él mismo sabían la combinación. ¿Casualidad? Entonces pensé en el asunto del secuestro: me parecía imposible sacar a un adulto de un carruaje y hacerlo entrar en otro que se cruzaba en tan pocos segundos y a la fuerza, ¿no? Esa maniobra, con un hombre de cierto peso, por poca resistencia que opusiera, requeriría un gran esfuerzo, dos personas como mínimo y, lo más importante: tiempo, demasiado tiempo. El «pase» al otro vehículo se había hecho en apenas dos, tres segundos. Era obvio que el propio don Gerardo nos había enviado tras una pista falsa, Icaria, ¿y por qué? Porque estaba implicado en su propia desaparición.