Todos los asistentes se miraron intrigados, pero Víctor, tras pedir un café a las criadas, siguió hablando.
– Yo sospechaba que Berga debía de seguir en contacto con Elisabeth y le tendí dos cebos: primero el de mi mentor, el conde de Chiaravalle, un noble italiano excéntrico con tendencia a enamorarse y llevarse su fortuna para huir detrás de unas faldas y que se pirraba por los hombres vestidos de mujer, más o menos el mismo caso que don Gerardo. No sé cómo no lo intuyeron, era tan obvio… Y en el segundo, el mío propio, fingí una tuberculosis y alardeé delante de Berga de que haría cualquier cosa, pagaría lo que fuera con tal de curarme. Elisabeth estaba oculta, necesitaba dinero, y supuse que caería en la trampa. Es una mujer muy inteligente, precavida, pero hay algo que le pierde: la ambición. No apareció para venderme sangre como yo esperaba, no; es más, aquel asunto por poco me cuesta la vida en una celada que me tendieron en la Barceloneta; pero volvamos al otro cebo, al del conde. Al poco de contarle yo a Berga la propensión del conde a perder la cabeza por los miembros de su propio género con tendencia a caracterizarse como los del bello sexo, apareció una hermosa y misteriosa dama con la que mi amigo no conseguía concertar una cita. El se hizo el enamorado como teníamos preparado, pero no podía verla a su antojo. Aparecía sólo cuando ella quería. Era ella. Gian Carlo intentó fotografiarla en la Ciudadela pero se escapó, era muy prudente, muy lista. Entonces le tendimos la trampa suprema. El conde había retirado su dinero para fugarse con ella, pero antes necesitaba conocerla en la intimidad. Le pidió un encuentro amoroso. Mordió el anzuelo, le pudo la ambición. Aquel encuentro era lo único que necesitaba para que el conde se fuera con ella como hizo don Gerardo, pero esta vez sí, con el dinero. Entonces matarían al conde y podría salir del país con una fortuna y dejar de huir de la justicia. Casi la cazamos en una pensión, pero olió la trampa y saltó por el balcón. Entonces, y gracias a la información que me proporcionó mi billete del tranvía, a que recordé que la ex mujer de Paco Martínez Andreu tenía sus cuadros almacenados en Sant Adrià y a los análisis geológicos de mi amigo Córcoles y sus colaboradores, pude deducir dónde se hallaba. Anoche la capturamos y lo ha confesado todo.
Todos permanecieron con la boca abierta.
Uno de los periodistas se levantó y comenzó a aplaudir. Blázquez, López Carrillo, Alfonsín y los demás hicieron lo propio. Aquello se convirtió al momento en una sentida ovación, como si Víctor fuera, ahora sí, un artista consumado
– Me va usted a perdonar -dijo don Trinitario Mompeán, el gobernador, interrumpiendo aquel emocionante momento-, pero me parece todo muy traído por los pelos: pruebas, ninguna, todas circunstanciales. Eso no llega ajuicio.
– Vaya, lo mismo dice Elisabeth o, perdón, Paco Martínez Andreu -observó Víctor.
Hubo sonrisas entre los presentes con evidente mala intención.
– ¿Qué insinúa?
– Yo, nada. Usted se lo ha dicho todo -repuso Víctor-. Además, quemó usted su dietario.
Entonces el gobernador se encaró con el detective y gritó:
– ¡No le consiento! Sepa que se enterarán de esto en el Ministerio de la Gobernación.
El acompañante de don Horacio Buendía tomó la palabra poniéndose en pie.
– No será necesario. Me llamo Gilberto Honrubia, subsecretario del ministerio, y aquí tengo una cosa para usted -dijo tendiendo un papel sellado al gobernador.
– ¿Cómo?
– Está usted cesado. Su sustituto, don Vicente Costa Ruiz, viene de camino.
– Pero ¡esto es inaudito!
– En efecto -apuntó don Gilberto mientras el otro miraba los papeles consternado-. Inaudito, y dé usted gracias por no acabar en la cárcel. Tiene orden de presentarse en Madrid a la mayor brevedad posible para que le comuniquen su nuevo destino. He oído algo del norte de África.
Don Trinitario se quedó inmóvil. Con el rostro colorado por la vergüenza levantó la cabeza y echó un vistazo a la concurrencia. Con una amplia sonrisa, uno de los periodistas levantó el índice y se preparó para hacerle una pregunta, pero antes de que pudieran darse cuenta el cesado había abandonado la sala hecho una auténtica furia entre las risas de los presentes.
– Bien está lo que bien acaba-apuntó don Horacio Buendía, el Mastín.
– Quisiera decir algo más -pidió Víctor tomando de nuevo la palabra-. Sé que a veces se me tacha de teatral por estos «actos finales» con los que me gusta rubricar mis casos; hay quien dice que es una falta de humildad, pero creía necesario limpiar en cierta medida la memoria del pobre don Gerardo, ya que él solo se buscó la ruina, y dejar para siempre a un lado esa leyenda que surgió tras su reaparición. Sí que tuvo una debilidad, sí, era un hombre con una doble vida, pero demasiado cara pagó el pobre su pasión oculta por Elisabeth. Además, les he reunido por otro motivo: quiero pedir disculpas a todos mis amigos artistas que me conocieron como Max por mis mentiras, y especialmente a Elia por aquella exposición que quedó pendiente en Roma y que nunca se celebrará. Al menos, de momento. Hay aquí un joven, Alfonsín, que espero honre la memoria de su padre y que ayude a su madre, doña Huberta. -Ella apretó la mano del heredero de Borras-. Sé que el joven Borrás no es una mala persona y me consta que con la ayuda de estos amigos logrará encontrar su camino. Quisiera dar las gracias a mi amigo Takeo, a Segismundo de El Bou Trencat y por supuesto a Eduardo, a mis amigos los inspectores López Carrillo y Blázquez, y sobre todo a mi querido Gian Carlo, quien con su magistral actuación como el conde de Chiaravalle nos permitió atrapar a Elisabeth. Se jugó la vida y nunca podremos estarle lo suficientemente agradecidos. Y dicho esto, les comunico a todos ustedes, al subsecretario don Gilberto, a mi superior, don Horacio, y a la prensa aquí presente que, des de este momento, ceso en mi actividad policíaca y entro en situación de excedencia. Y ahora, estoy seguro de que sabrán disculparme, pero a Gian Carlo y a un servidor nos espera nuestra familia en San Sebastián.
Cuando salieron de la casa les pareció escuchar un emotivo murmullo de admiración.
En el corto trayecto hasta el coche de alquiler, Víctor sufrió el acoso de los tres plumillas, que querían más y más información. No contestó ni a una sola pregunta aunque sí accedió a ser fotografiado como un héroe, pero eso sí, junto a Gian Carlo, Eduardo, don Alfredo y Juan de Dios López Carrillo.
Un grupo de notables se hallaba sentado en la sala de prensa del Cercle del Liceo degustando un buen coñac y fumando unos puros habanos mientras debatían los detalles referentes a la organización de los próximos juegos florales. De aquellos prohombres se decía que eran los verdaderos gobernantes de Barcelona: Eusebi Güell, Manuel Girona, Antonio López y López, Enric de Duran, el alcalde, y media docena más de eminencias charlaban en animada conversación.
– ¡Vaya! -dijo Eusebi Güell poniéndose de pie al ver que Víctor Ros entraba acompañado de un ujier.
Todos se levantaron para estrechar la mano del hombre del momento y se deshicieron en elogios agradeciéndole vivamente que hubiera limpiado de aquella manera su ciudad. Al fin, el recién llegado tomó asiento en una silla, rodeado en semicírculo por las de tan distinguida concurrencia. Parecía algo cortado. Accedió a tomar un café y en cuanto le fue posible dijo:
– Esta misma tarde, en apenas un par de horas, parto hacia Madrid. Tengo allí unos papeleos pendientes para cerrar el caso y supongo que en cosa de tres días podré hallarme en San Sebastián con mi familia.
– Unas merecidas vacaciones, ¿eh? -observó Manuel Girona.