– Lewis -dijo Víctor Ros bajándose el pañuelo que le tapaba el rostro. Llevaba un sombrero de ala ancha por el que resbalaba el agua como si fuera una fuente.
– Víctor -dijo Brandon Lewis inclinando la cabeza, siempre tan atento.
En el asiento de detrás iba Elisabeth, esposada a dos tipos muy serios, dos enormes caballeros de aspecto nórdico bien vestidos, que apenas dejaban espacio para que aquella mujer pudiera moverse. Llevaba grilletes en los pies.
– No sé adónde se creen que van -repuso Ros.
El inglés le tendió un salvoconducto. Iba firmado por el propio ministro de la Gobernación.
Víctor quedó algo confundido.
Lewis sonrió y dijo:
– No puedes hacer nada, Víctor. Además, ni siquiera estás en ejercicio.
Se hizo un silencio.
– ¿Ve? -se jactó la presa sonriendo-. Le dije que nunca iría a juicio.
Víctor Ros sintió que la sangre de todo el cuerpo se le subía a la cabeza.
– ¿Qué carajo pretenden ustedes hacer ahora? -preguntó indignado.
Lewis contestó muy sereno:
– Sabes que esta mujer vale más para nosotros viva que muerta. Le iban a dar garrote, eso seguro, y ahora podremos estudiarla. En Viena aguarda un equipo de profesores que la examinará en detalle. Sabremos más cosas sobre la gente como ella. Con la información que obtengamos podremos detectar a oíros psicópatas antes de que comiencen a actuar siquiera. Es un caso espectacular.
– Están locos. ¿Y luego?
– Ya veremos.
– Cometen un grave error. Esa mujer es peligrosísima, se escapará.
– El castillo en el que la recluiremos es inexpugnable. No digas más tonterías.
– Por eso actuaron ustedes así en el asunto de don Gerardo…
– Sí, hicimos un trato.
– Están locos.
Entonces Lewis agitó sonriendo el salvoconducto delante del rostro de Víctor y golpeó con su bastón el techo del coche para que éste reanudara la marcha.
Justo cuando el inglés cerraba la portezuela Víctor gritó:
– Se escapará y entonces me llamarán a mí para que la atrape. ¡Será usted el responsable de las vidas que se lleve, Lewis, será el único y maldito responsable! ¡Usted y su asqueroso Sello!
El coche prosiguió su camino y se perdió en mitad de la niebla mientras el indignado detective lo miraba impotente. Víctor se acercó a su acompañante, empapado, y le dijo:
– Gracias por avisarme, Juan de Dios, vayamos a tomar un aguardiente.
Se fueron caminando por el barro apoyados el uno en el otro.
Jerónimo Tristante