Víctor fue presentado a aquella buena mujer pero tuvo la sensación de que la pobre no se enteraba de nada. Entonces se escucharon voces destempladas que venían del recibidor y Víctor llegó a tiempo para mediar en una agria polémica entre un sacerdote y un señor de porte aristocrático, con monóculo, que resultó ser el médico de la familia.
– ¡Silencio!-exclamó Víctor, que, mostrando su placa, hizo cesar el griterío-. Policía. Usted y usted, síganme. Alfredo, ven con nosotros.
El inspector Ros cerró las puertas correderas del coqueto gabinete de los Borras y obligó a sentarse a los dos contendientes, que don Alfredo identificó como Celestino Guadarrama, sacerdote, dominico, confesor de don Gerardo y amigo de la familia, y don Federico Ponce, el médico de los Borrás.
– A ver, explíquenme lo que pasa aquí y que sea rápido, tengo que hablar con don Gerardo cuanto antes: las primeras impresiones son vitales.
– No podrá. Está sedado. Le he tenido que inyectar fenobarbital como para tumbar a un elefante -dijo el médico.
– ¿Cómo? -repuso Ros.
– Sí, se estaba autolesionando en una crisis convulsiva, echaba espuma por la boca.
– ¡Está endemoniado! Hay que hacerle un exorcismo -terció el cura, un tipo con cara de fanático e inmensa papada-. ¡A la mayor brevedad!
– No entiendo… dijo Víctor,
Don Federico, el médico, tomó la palabra:
– Después del ataque que ha sufrido en el recibidor hemos optado por sedarlo y llevarlo a su cuarto. Está como ido, no conoce, Huberta no para de llorar. Estaba intentando evaluar su estado cuando aquí, el sacerdote, entró en el dormitorio cantando en latín. Don Gerardo, al ver la cruz que este cura le mostraba se ha puesto así, como loco. Un nuevo ataque. Entonces, para rematar el desaguisado, aquí el páter ha sacado una estampita de la Virgen de la Merced…
– ¡A la que él tenía mucha devoción!
– … y se ha puesto peor aún.
El cura, trastornado, añadió:
– Huele a azufre, a huevos podridos, y lleva las uñas llenas de barro, como si viniera del interior de la tierra, ese hombre desapareció, se volatilizó en el interior de su coche. Ahora aparece un mes después en el mismo lugar, por ensalmo, por arte de magia. ¿Qué más necesitan para verlo claro? ¡Ha venido del infierno! Está poseído, el rechazo a los símbolos sagrados es la muestra más clara, es un signo inequívoco, hay que exorcizarlo.
– Tiene una crisis nerviosa -sentenció el médico.
– ¿Ha podido usted valorar sus lesiones? -dijo Víctor cambiando de tercio.
– Apenas. Pero es obvio que lo han torturado, le faltan dos uñas, arrancadas de cuajo, golpes, moretones, le faltan dientes… ese hombre ha sido llevado al límite, brutalmente torturado, si se me permite decirlo.
– ¡Las penas del infierno! Era un pecador, se lo advertí y el diablo vino a por él. Ha escapado a buen seguro por la intermediación de Nuestra Señora, pero el mal está aún en él. Hay que liberarlo.
– Lo secuestraron -dijo Víctor.
– ¿Sí? Quizá podría usted explicar cómo se volatilizó -declaró el cura desafiante.
– No -dijo Víctor-. Aún no tengo todos los datos. Acabo de llegar.
– Ya -contestó el fanático sacerdote muy ufano-. Aquí hay un cristiano en serio peligro de perder su alma y no me voy a rendir. Voy a hablar con doña Huberta personalmente, ella entenderá. Hay que actuar de inmediato. En esta ciudad están sucediendo muchas cosas raras.
Y dicho esto salió del cuarto.
– ¡Menudo asunto! -exclamó Blázquez.
– Quiero verlo -repuso Ros.
– Está sedado -dijo el doctor.
– Es igual, sólo quiero ver sus lesiones. Me vendrá bien que no se mueva. Es imprescindible que eche un vistazo a sus lesiones.
Víctor miraba por la ventana hacia el jardín, parecía pensar. Sabía que tenía que poner algo de orden en aquel caos. Con tiento, con pausa y usando la razón, las piezas volverían a encajar.
– La ropa -dijo de pronto-. ¿Le han quitado la ropa?
– Claro, está para tirar -dijo el médico-. Les he dicho a las criadas que la quemaran.
En aquel momento y sin mediar palabra alguna, Víctor salió a toda prisa del cuarto, atravesó la casa corriendo como un loco y chocó con una doncella, a la que hizo rodar con estrépito por el suelo con el servicio de té que transportaba.
– ¿Dónde queman la ropa? ¡Rápido! -gritó a la fámula.
– Por allí -dijo ella señalando desconcertada una puerta al final del pasillo.
Víctor salió corriendo de nuevo, llegó al patio trasero y, tomando unas pinzas, abrió el enorme horno hemisférico en que se hacía el pan de la casa. Metiendo medio cuerpo dentro, sacó un pantalón, una camisa, un chaleco, calcetines y hasta una bota.
Por poco se asfixia.
– Pero ¿estás loco?
Víctor, tumbado boca arriba y luchando por respirar, logró balbucear:
– Córcoles, mi amigo Córcoles…
El cuarto de don Gerardo permanecía en una especie de penumbra para calmar el estado de ansiedad en que, al parecer, se hallaba el enfermo. El doctor, don Federico, y el propio Víctor entraron en la habitación, por lo que la enfermera que velaba sentada junto a la cama se levantó para dejarles espacio.
– Ayúdeme -dijo el médico a la chica subiendo la manga del camisón a don Gerardo. Le pusieron otra inyección para que durmiera.
Víctor observó que sobre la cama, en la pared, se veía una marca en la pintura dejada por un crucifijo. Faltaban varios cuadros de las paredes que, sin duda, representaban la vida y milagros de santos, vírgenes y demás motivos religiosos que tanto enfurecían ahora al doliente. Era algo extraño, la verdad, o al menos él no conocía un caso igual. A Víctor le pareció que aquel hombre debía de haber sufrido mucho. Lo habían afeitado y olía bien, a loción y colonia. El médico le subió el camisón y, girándolo un poco, alumbró con una lámpara de queroseno.
Víctor inspeccionó las marcas. Su otrora mentor, don Alberto Aldanza, le había enseñado a distinguir qué herramientas provocaban los distintos tipos de herida, así que sentenció:
– Un cuchillo, sin dientes, quizá una navaja. Lo hizo un diestro. Parecen estar cicatrizando. No son recientes.
El galeno lo miró sorprendido.
Víctor echó un vistazo a los tobillos del infortunado:
– Lo ataron. -Luego le tomó las muñecas-. De pies y manos. Una maroma, gruesa. Le arrancaron dos uñas. Qué bestias. Dios, le han quemado los genitales. Y mire, esos pliegues en la tripa y aquí en la cara interna de los muslos. Este hombre ha perdido mucho peso, no le dieron apenas de comer, eso es seguro. Qué inhumano. ¿Ha comido algo?
– No -dijo la enfermera.
– Ya -repuso Ros, quien siguió con la inspección y le levantó el labio superior como se hace para examinar a un caballo-. Le faltan varias piezas. Acerque la lámpara, don Federico.
Mire allí, al fondo, tiene una muela partida, con la corona rota. Un objeto romo, quizá el pomo de un bastón. Observe aquí: moretones en la mandíbula y en el ojo, y cortes en el pómulo. Este puñetazo es de un diestro, llevaba un anillo, grueso.
Se hizo un silencio y Víctor quedó, una vez más, pensativo.
– Es suficiente -dijo.
Salieron del cuarto y se lavaron las manos en una jofaina que sujetaba una doncella.
– ¿Qué opina? -dijo el doctor.
– Mal asunto. ¿Recuperará la cordura?
– No cuente con ello, al menos a corto plazo. Ese hombre ha sufrido mucho, ya lo ha visto, y su mente decidió irse de aquí, quizá a un lugar mejor.
– ¿Qué podría hacerse?
– En mi humilde opinión de médico de cabecera y siguiendo lo que me dicta el sentido común, yo aconsejaría que permaneciera en casa, tranquilo, bien alimentado y recibiendo el cariño de su esposa, buenos cuidados, pero…