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– ¿Sí?

– Ese cura se ha tomado este asunto como algo personal, quiere llevarlo a un convento. Mientras usted ha ido a recuperar las ropas me lo he cruzado en el pasillo y me lo ha dicho. ¿Se da cuenta? ¡A un convento! Allí se volverá loco.

– ¡No será posible!

– Como lo oye, y doña Huberta parece escucharle.

– Pero eso es lo peor que podrían hacerle. Manifiesta una clara fobia a los símbolos de la Iglesia.

– Son gente religiosa, don Víctor, creen que así volverá a ser lo que era.

– ¿Y la espuma? La de la boca.

– Me temo que esos ataques han debido de activar un foco epiléptico latente. Peo asunto.

Llegaron al recibidor y Víctor se encontró con don Alfredo:

– Doña Huberta está histérica y el enfermo duerme, Alfredo, quizá deberíamos irnos a descansar y a reordenar nuestras ideas. Esto es una jaula de grillos.

– Creo que tienes razón, Víctor. Vayamos a tomar el aire.

Salieron de la casa sin despedirse y con el ánimo sombrío.

Comenzaba una nueva jornada y Víctor y don Alfredo desayunaban en sus habitaciones privadas examinando la prensa en detalle:

– ¡Maldición! Lo han sacado todo en primera plana -exclamó Ros al comprobar que el Diario de Barcelona se hacía eco del suceso con todo lujo de detalles.

– Pues en La Vanguardia, otro tanto -dijo don Alfredo, que también repasaba la prensa con atención.

– Escucha, escucha -afirmó Víctor-: «el endemoniado de la calle calabria: Ayer apareció tan misteriosamente como se había esfumado el celebrado empresario don Gerardo Borras. Su desaparición, que se suponía un secuestro, había sido llevada con la mayor discreción por la fuerza pública, pero los sucesos del día de ayer han dado al traste con el secretismo y cualquier explicación lógica. Al parecer, la situación en que se encuentra el pobre, así como las extrañas circunstancias que han acompañado su caso, han desatado toda suerte de rumores. Periódicos de toda Europa nos piden detalles vía telégrafo y es que el caso no es para menos. Don Gerardo desapareció hace unos días del interior de su coche de caballos para materializarse ayer mismo muy cerca del lugar donde se le había perdido la pista. Presenta indicios de severo maltrato, iba lleno de tierra y olía a azufre; presenta también fotofobia y, además, parece haber perdido la razón y sufre violentos ataques cuando se le presentan símbolos religiosos. El obispado ha tomado cartas en el asunto e incluso nos consta que el Vaticano va a enviar a un especialista en este tipo de casos. Ni la policía ni la familia han querido hacer declaraciones. Seguiremos informando».

– Estamos apañados -repuso don Alfredo.

– Sí, desde luego.

– Y tú, ¿qué opinas?

– Nada de nada. Un secuestro, eso sí, cruento. Observé sus lesiones y creo que fueron causadas por manos humanas.

– Pero, Víctor, lo del azufre, la fobia a los símbolos religiosos…

– Sí, reconozco que eso hace el caso más interesante, me temo que tendremos que emplearnos a fondo.

– Admite que te gustan estos casos en los que lo paranormal parece cruzarse en nuestro camino.

– Como en la Casa Aranda.

En aquel momento entró López Carrillo. Agitando un periódico que llevaba en la mano dijo a modo de saludo:

– Vaya caso. Lo que nos faltaba.

– Precisamente hablábamos de eso, la prensa no nos lo va a poner fácil -contestó Víctor-. ¿Te apetece un café?

– No te digo que no. Me vendrá bien espabilarme un poco, la verdad.

Mientras don Alfredo le llenaba una taza, López Carrillo volvió a tomar la palabra:

– ¿Qué hiciste con la ropa? Me han dicho que montaste un numerito.

Víctor sonrió divertido:

– Telegrafié a mi amigo Córcoles, eminentísimo químico de Madrid. Se las he enviado en una caja para que haga un análisis de todas las sustancias que pueda hallar en la ropa, ese polvillo amarillo es, casi seguro, azufre. Además, quiero que un colega suyo, geólogo, nos aclare algo sobre el tipo de tierra: en las botas había aún algunos restos interesantes.

– Ya -dijo Juan de Dios con la boca abierta.

– La ciencia, amigo, ésa si que es una compañera de viaje fiable y no la superstición.

Apura el café, Juan de Dios, que mi prima nos espera-dijo don Alfredo dando por terminada la conversación-. Nos aguarda una jornada movidita, me temo.

Se pusieron en pie, bajaron al recibidor y tomaron un coche de alquiler para ir a casa de don Gerardo.

Doña Huberta, la prima de don Alfredo y esposa del secuestrado don Gerardo, les recibió al pie de las escaleras, que partían desde la misma acera de la calle para dar acceso a tan noble y hermosa vivienda. Parecía más calmada que el día anterior.

Era una mujer que debía de rondar los sesenta, canosa, y que ahora lucía un elegante vestido granate con los puños de encaje negro y llevaba recogido el cabello en un peinado tocado con una pequeña gasa de color oscuro.

Les hizo tomar asiento en el amplio salón, desde donde se veía la calle, que quedaba al abrigo del sol merced a unos hermosos falsos plataneros. El discurrir de paisanos y carruajes era algo monótono a aquellas horas de la mañana.

– Ahora que llega usted sé que todo se va a arreglar. Me ha dicho Alfredo que no hay caso ni entuerto que se le resista. Además, nos ha traído suerte, fue llegar usted y aparecer mi marido -dijo la buena mujer mirando a Víctor tras ordenar a la criada traer bizcochos con jerez para todos.

– Espero contribuir modestamente a que su marido vuelva a ser el que era y a cazar a los desgraciados que le hicieron eso.

Ella puso cara de pocos amigos:

– Comienzo a dudar de si lo que le pasó a mi marido fue cosa de seres humanos.

Víctor y su compañero se miraron. Charlaron un poco de banalidades en espera de que las criadas terminaran de servir el refrigerio, y una vez a solas con la dueña de la casa don Alfredo cerró las puertas correderas del salón señalando a Víctor con las cejas que podía comenzar.

– Bien, doña Huberta -comenzó diciendo éste mientras López Carrillo, muy aplicado, tomaba notas en una agenda-. En primer lugar, debo decirle que todo lo qué nos cuente queda en el más absoluto de los secretos. ¿Me entiende?

– Perfectamente.

– En segundo lugar, he de pedirle que nunca, nunca, me mienta. Si lo hace terminaré sabiéndolo, no le quepa duda, y además podría usted llevarme a encaminar la investigación por un sendero equivocado, lo que podría incluso provocar que nunca recuperemos a su marido. ¿Nos entendemos?

– Nos entendemos -repuso la dama, que tenía ya evidentes bolsas bajo los ojos por el sufrimiento que su organismo acumulaba en los últimos tiempos.

– Bien. Su marido desapareció, si no me equivoco, el quince de mayo.

– Exacto.

– ¿A qué hora?

– A las ocho y cuarto más o menos.

– Bien. ¿Dónde se despidió usted de él?

– Salí a la calle, a las escaleras, le di un beso y subió al coche.

– ¿Lo vio usted subir?

– Sí.

– No, no, digo físicamente, no si usted supone que subió… Pregunto si lo vio usted subir con seguridad.

– Sí, subió por su propio pie; el cochero, Ambrosio, cerró la portezuela, trepó de un salto al pescante y partieron.

– Le diría usted adiós con la mano al iniciar la marcha, ¿no? Vamos, que lo vio cuando se ponía en marcha el carruaje.

– Pues no.

– ¿Y eso?

– Justo cuando iban a iniciar la marcha oí gritos y giré la cabeza.

– ¿Por qué?

– Un borracho la emprendió a golpes con una dama que pasaba junto a él, al parecer quería quitarle el sombrero. Dos caballeros que caminaban por la calle lo agarraron al instante.

– ¿Y el coche de su marido?

– Inició la marcha en ese momento.

– ¿El cochero presenció el incidente?

– Sí, creo que sí.-Ya.